Cerveau Carbossé 2: King Kong Fire, estrenado por L’Alakran en diciembre de 2002 es el trabajo más maduro y complejo realizado por Óskar Gómez Mata, con unos textos sorprendentes de Antón Reixa y un equipo de actores suizo-español que parecen vivir más que representar la pieza. Ésta continuaba el motivo introducido en El silencio de las Xygulas: «el viaje del pensamiento al interior de las carnes». Pero su desarrollo daba lugar a una estructuración polimórfica: si la primera parte del espectáculo podía leerse como una progresiva eliminación de capas de cebolla (figuradas en los sucesivos telones que se descorren y en las correspondientes situaciones metateatrales que jalonan el anunciado viaje), en la segunda el comportamiento caótico del cerebro magullado (visible en una de las escenas finales) iba arrojando a escena cuadros y acciones cuya hilación asociativa resultaba más difícil de seguir, incluyendo un largo «agujero negro», un momento reflexivo en que los espectadores eran privados de la visión de la escena y, además, cegados periódicamente por potentes destellos. Como es habitual en los trabajos de Gómez Mata, el ritmo frenético del inicio se iba amortiguando poco a poco hasta alcanzar una fase de inactividad, en la que gran parte de la responsabilidad de la acción era cedida al espectador. Aunque en este caso, el director decidía recuperar la iniciativa y concluir el espectáculo con unas secuencias del todo inesperadas: actores disfrazados de gorila observando el «cerebro magullado», relajadas conversaciones de actores desnudos, únicamente provistos de preservativos y tampones con la bandera del país, la conmovedora y cómica autobiografía de un «hijo de puta» y la presentación final de los actores, vestidos de calle, y listos para abandonar la sala con el público, no sin antes dedicar un discurso coral al personaje que ha guiado su viaje, el ser humano tipo: Valentin Ressenti.

El espectáculo se concibe como una búsqueda disparatada, y las sucesivas situaciones son etapas de esa búsqueda. Ahora bien, ésta tiene lugar en diversos niveles: el nivel de lo real (en que los actores mantienen plenamente su identidad), el nivel de lo teatral (en el que se interpreta, en el sentido más fuerte de la palabra, el texto de Reixa), el nivel de lo metateatral (en el que se reflexiona sobre la propuesta del texto y sobre la propia representación). Niveles todos ellos que resultan difícilmente aislables y, si bien en determinadas escenas es posible reconocer la primacia de alguno de ellos, lo más común es su continua confusión. Esto provoca la coexistencia del abandono a la ficción más disparatada y la constante manifestación de la voz crítica del actor, la coexitencia del juego literario o escénico y la confesión autobiográfica, a veces íntima, la coexistencia del enmascaramiento grotesco y la desnudez del actor o la actriz que conserva su nombre y sus apellidos, la coexistencia, en definitiva, del delirio y lo real.

Ambos, el delirio y lo real, coinciden en el cuerpo. El delirio que emana de ese cerebro que tanto se parece a un intestino. Lo real con su carga de inacabado, ambigüedades, imperfecciones. Se trata de convertir el cuerpo en principio dramatúrgico. El cuerpo con sus bellezas, sus zonas oscuras, sus deseos, sus necesidades y sus excrementos. Devolver el nombre a los cuerpos de los actores (sin por ello dejar de someterles a la tensión de llegar en sus acciones más allá de donde llegarían por sí mismos), es un paso necesario para tratar de devolver el nombre, el cuerpo y la creatividad al espectador (al ciudadano).

José A. Sánchez,

Universidad de Castilla-La Mancha.

http://www.alakran.ch