En el proceso de trabajo de Más público, más privado, la página en blanco se ha convertido en elemento central de la reflexión. Godard sirve de estímulo. El cine de referencia. La mirada del espectador asume el protagonismo del espectáculo. Cuando el cuerpo ya no escribe, sino que se somete a la observación. Cuando el intérprete / creador es capaz al mismo tiempo de ser sujeto y objeto de la mirada, cuando el cuerpo se mira a sí mismo y lanza al espectador la responsabilidad de la escritura. Sobre ese cuerpo que se observa el espectador escribe, también, como en una página en blanco. ¿Una página en blanco? No, no totalmente, más bien como un página blanqueada en la que quedan restos de tantas y tantas escritura previas.

Alcalá de Henares, una antigua iglesia semiderruida, reformada y convertida en espacio escénico, tres intérpretes que salen al paso a los espectadores cuando éstos acceden al espacio escénico, vacío, prohibido sentarse; en una esquina del transepto, el control de sonido y vídeo; en algún lugar entre las columnas que delimitan las naves, Olga Mesa, la coreógrafa que mira. Una vez cerrado el acceso, los intérpretes inician tranquilamente su trabajo: medir el espacio en relación al propio cuerpo, dejarse asombrar una y otra vez por la articulación de los miembros, por las infinitas posibilidades de mirar uno sobre sí mismo sin alcanzar ese punto de entrada que permitiría la unidad de la mirada y el ser. Entre tanto, Olga Mesa mira. Los espectadores también miran: los cuerpos a veces erguidos, a veces desnudos, a veces extendidos sobre el suelo de mármol, a veces retirándose hasta los restos del altar buscando la intimidad de una diminuta cámara con la que dialogan; las imágenes de esos rostros en la intimidad o de los cuerpos en el espacio público de la iglesia grabados en directo por Daniel Guerrero cámara en mano.Algunos meses después Más público, más privado se presentó el teatro del Círculo de Bellas Artes de Madrid como cierre de la última edición de Desviaciones. La tentativa eclesiástica se había convertido en un espectáculo teatral; sin embargo, los intérpretes seguían mirando. Sentados entre el público esperaban el momento para intervenir; serenamente accedían a la escena, se entregaban a una reflexión solitaria, volvían a ocupar la posición del público.

No por mucho tiempo, ya que en un momento dado, los cuatro intérpretes, incluida la coreógrafa ocupaban la escena y jugaban a los tropiezos, los accidentes, los estorbos y las disculpas…; y poco después, desnudos, hacían caso omiso de la mirada pública que escrutaba sus movimientos y sus intenciones, incluso fuera de escena, gracias a un monitor chivato que transmitía imágenes de una cámara de mano: muecas, risas, fragmentos de cuerpo, piel…

En la segunda parte del espectáculo, la mirada casi casual del espectador, se convierte en protagonista. Uno de los intérpretes, Juan Domínguez concede a una sola espectadora el privilegio de la mirada: le entrega un pequeño monitor, se aleja de ella, se tumba en un rincón del escenario y la mira en la intimidad enfrentándose al objetivo de una cámara, y le habla, públicamente, a través de la megafonía del teatro. El público empieza a adquirir consciencia de su condición de mirón. ¿Qué mira? Una mirada. La misma mirada que después se transforma en palabras y en imágenes ampliadas sobre la pantalla de fondo cuando Olga Mesa e Isabelle Schad relatan sus experiencias cotidianas, y que no tendrían mayor interés si no fuera por esa tensión que se genera en el rebote de las miradas.

José A. Sánchez,

UCLM