En los años ochenta Angélica Liddell, seudónimo de Angélica González (Figueres, 1966), inicia su trayectoria artística como autora dramática. Tras cursar estudios de Sicología y Arte Dramático, forma en 1993 la compañía Atra Bilis en el entorno de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid. Con ella llevará a la escena sus propios textos, iniciándose así en la dirección, la escenografía y la interpretación. Su proyección hacia la creación escénica ha seguido desarrollándose desde entonces, adquiriendo, en paralelo a su producción dramática, mayor complejidad y calidad creativa. Al mismo tiempo que ha transitado por otros géneros literarios, como la narrativa y la poesía, se ha deslizado hacia el mundo del performance y la instalación, dimensiones con las que su obra teatral está estrechamente ligada. Sus diferentes desarrollos artísticos deben entenderse como expresión a distintos niveles de un mismo mundo poético y una original personalidad creadora. Tanto su escritura dramática como su poética escénica llevan un sello peculiar que las hace fácilmente distinguibles. Sin detrimento de su diversidad, puede afirmarse una vez más el tópico de que un creador es autor de una sola obra, que se constituye como variaciones sobre una serie de temas convertidos casi en obsesiones, lo que confiere a toda su producción una sorprendente unidad y coherencia estéticas.

En cada una de sus facetas la obra de Liddell crece bajo el signo de la pasión, es decir, del exceso, tanto en los tratamientos temáticos como en las estrategias formales. El hecho de que su trabajo haya evolucionado hacia un mayor grado de concreción material y físico, hasta llegar al performance autobiográfico, es un síntoma de esta pasión, convertida en ansia por llevar sus propuestas estéticas hasta el extremo, presentadas a su vez como respuesta directa a sus posturas morales y éticas. Con respecto a sus afiliaciones teatrales, su obra ha descrito una personalísima trayectoria al margen de las convenciones escénicas dominantes en el medio madrileño. Sus influencias y ascendientes artísticos hay que buscarlos en un amplio abanico de referencias extraídas del mundo de la literatura y el cine, y en cuanto al trabajo propiamente escénico, de la plástica y la música, a menudo de carácter barroco. A este respecto, la autora ha criticado la pobreza plástica que con frecuencia aqueja al medio teatral: «el teatro está lastrado por su falta de contacto con otras manifestaciones artísticas. Vive de espaldas al arte» (El Cultural  16.01.2003). Desde un enfoque estético amplio, su obra se encuadra dentro del barroquismo que ha caracterizado la Modernidad última, tanto en cuanto a su forma como a los imaginarios en los que se ha inspirado. Sus obras están estructuradas sobre un sistema de tensiones entre polos contrarios, una dialéctica no resoluble entre lo espiritual y lo corporal, la pureza y la escatología, lo sublime y lo grotesco, la belleza y el dolor, la inocencia y la culpabilidad, la abstracción conceptual y la concreción material, unión de contrarios que define lo aberrante, lo monstruoso o lo inhumano, obsesiones constantes de su mundo. Esto se va a traducir escénicamente en unos comportamientos ritualizados que Angelica Liddell y Gumersindo Puche, la pareja central de Atra Bilis, ha sabido expresar a través de un lenguaje teatral de enorme eficacia comunicativa.

Antes del Tríptico de la Aflicción, con el que consigue a partir del 2001, fecha del estreno de la primera parte, alcanzar un elaborado grado de expresión escénica, lo que le servirá para consolidarse progresivamente en la panorama madrileño, se suceden varios montajes que no dejan de anunciar esta suerte de revelación teatral en la que había de convertirse; y así lo ha constatado la mayor parte de la crítica periódica. Su primer estreno tiene lugar en 1993 con El jardín de las mandrágoras. Pequeña tragedia sexo-metafísica en nueve escenas y cinco lirios, donde se anticipan algunas claves, como el tema del suicidio y la víctima, la redención a través del autosacrificio, el dolor, la perversión de las relaciones eróticas y el mesianismo, recreadas en una atmósfera manierista de inspiración gótica que hacía patente el intenso carácter poético y el tono ceremonial que había de impulsar su producción posterior. La obra cuenta el suicidio brutal de una mujer que se ahorca y la decisión de su amante de salir, en una especie de metamorfosis, del cuerpo muerto de ella convertido en una mujer muerta, para purgar todo su dolor utilizando a un muchacho. Ya a raíz de esta obra la directora se refiere a la importancia de la comunicación emocional por medio de los sentidos, lo que explica la función esencial de la plástica y la música en sus creaciones, y la búsqueda de la belleza a través del dolor.

No por azar su siguiente trabajo lleva por título Dolorosa. En él se da un paso más en cuanto a la concreción y fuerza expresiva que progresivamente habría de adquirir su poesía escénica. Se estrena en 1994 y los intérpretes se reducen ya a dos, que será lo común en la mayor parte de los trabajos posteriores. La utilización de dos únicos actores permite acentuar el tono de enfrentamiento ritual, potenciando el contraste entre la gran presencia física, entre enigmática y perversa, de Puche y la apariencia infantil, pero solo aparentemente desvalida, de Angélica González. En este caso, aunque todavía con otro actor, se trata de una turbulenta relación entre una prostituta, capaz de morir por todos y cada uno de los hombres con tal de redimirlos, y un hombre mediocre, miserable y acosado. La autora cita la influencia de Yukio Mishima y la filosofía japonesa en lo refrente al suicidio, el sacrificio y la muerte del padre. El tema del cuerpo enfermo aparece claramente formulado como uno de los espacios centrales de la creación y metáfora de la actitud ante la sociedad, el cuerpo como un espacio límite donde se conjugan fuerzas opuestas en su máxima concreción física. Igualmente se acentúa ese estadio de finitud y descomposición en el que parecen acontecer estas relaciones llevadas al extremo de su degradación, enlazando con un imaginario barroco: «El mundo se acaba, el mundo, que no es otra cosa que mi cuerpo enfermo», se dice en uno de los parlamentos de la obra, transcrito en el programa de mano. En comparación con su primer estreno, se presenta un trabajo más estilizado y medido en cada uno de sus planos escénicos, tendencia que había de ir acentuándose.

Frankestein supuso una incursión en el mundo de los títeres de grandes dimensiones manipulados por los actores según la técnica bunraku. La novela de Shelley sirve como punto de partida para recrear con marcado esteticismo un ambiente gótico, mortuorio y ceremonial. Esta experiencia resulta significativa dentro de la evolución de Atra Bilis hacia un tratamiento casi fetichista de los objetos. La relación entre el actor-manipulador y el muñeco-manipulado, entre el creador y el objeto, constituye otro de los ejes básicos de su dramaturgia, que se utilizará para traducir numerosas relaciones humanas a un esquema de torturador y torturado, expresado siempre en un tono ceremonial, donde el papel del torturado es con frecuencia ocupado por un muñeco, lo que subraya su indefensión e inocencia. Por medio de las velas, la actitud solemne de los manipuladores, la música romántica y la poesía de las palabras, se consigue transmitir una densa atmósfera de extrañeza y fantasía. Sin embargo, la antesala escénica que había de hacer posible el posterior Tríptico, exigía un tratamiento material más físico y concreto, romper con las limitaciones que impone la recreación de un mundo alejado de ficción, es decir, de engaño y fingimiento, sin por ello renunciar al drama y la palabra; ganar realidad escénica, sin menoscabo de la poesía; desarrollar una comunicación emocional que alcanzase al público de forma directa, sin perjuicio de un elaborado plano poético y lírico.

El deseo de incidir con mayor virulencia en el público impone en La falsa suicida, su siguiente espectáculo, una estructura narrativa más fragmentaria y menos dialogada, lo que posibilita un trabajo más performativo y físico. Al mismo tiempo que la acción comienza a tomar distancia con respecto al plano textual, a emanciparse sin por ello romper totalmente con la trama ficcional, el tratamiento escenográfico adquiere el aspecto de una instalación escénica, que hubiera podido funcionar también de modo autónomo, formado por muñecas ahorcadas en un inmenso espacio escénico. A este respecto, afirma la autora: «Creo en los espacios plásticos, simbólicos, creados para que signifiquen algo. Para mí, el escenario tiene tanta importancia como el texto, es un espacio que me permite expresarme de manera plástica y no sólo como dramaturga» (El Cultural 2-8.01.2000).

En La falsa suicida se desarrolla una vez más una siniestra relación entre una mujer que trabaja en un peep-show y un hombre que quedó lisiado tras salvarle la vida y ahora está condenado a vivir con su degradación física, que se hace también moral. La estructura dramática avanza sobre escenas que solo de modo fragmentario darán al espectador el total de la trama —lo que disgustó a un sector de la crítica—, abriendo una clara distancia entre la narración, a menudo contada por una voz en off, y las acciones que se realizan en escena, de fuerte sentido físico y material. Esto permite que cada lenguaje, verbal, físico, músical o material, adquiera una especial intensidad y concreción, al tiempo que hace posible que cada uno de ellos se desarrolle de modo autónomo, lo que permite, por ejemplo, un registro lírico que difícilmente se sostendría dentro de las convenciones ilusionistas. Igualmente, se acentúa la frontalidad en la comunicación con el público, haciendo visible su mirada en la escena a través de una situación de exposición explícita que tiene en la desnudez del cuerpo erótico una de sus herramientas más eficaces, como afirma la protagonista: «Las mujeres desnudas somos como los muertos: nadie puede dejar de mirarnos». De este modo, la mirada del espectador se hace coincidir con la del miserable tullido que acude cada día al peep-show.

Estas propuestas se capitalizarán definitivamente en el Tríptico de la Aflicción, que recurre al campo abonado de la familia para llevar al límite este sistema de relaciones degeneradas basadas en la oposición de principios opuestos. Retomando una vez más el imaginario barroco del gótico tardío, que a su vez entronca con el motivo del loco y el marginado —constantes de su obra—, las tres piezas se presentan a modo de retablo donde se expone un fresco de historias de perversión y tortura, dolor, sufrimiento y culpabilidad. Este deseo de exposición señala uno de sus aspectos fundamentales: la enfatización de la mirada del otro, para la que se (re)construyen explícitamente estas acciones. Esto potencia la teatralidad de una estructura escénica organizada a modo de ritual sacrificial. Este registro ceremonial y hasta espiritual, al que contribuye la música barroca, permite resaltar el carácter explícitamente escénico de cada uno de los lenguajes empleados, su proyección simbólica y la distancia abierta entre ellos, lo que enfatiza a su vez la materialidad de cada uno. De este modo, el nivel narrativo se desarrolla en paralelo a las acciones, que a su vez pueden ser acciones únicamente físicas o enunciativas; lo importante es que cada elemento que aparece en escena ocurra, suceda de manera concreta y real frente al espectador, de modo directo, sin por ello dejar de ser un mundo de ficción. Se trata de un fingimiento, pero un fingimiento real en su acontecer como relato frente al público. El tono narrativo contribuye a esta estrategia de mostración como elemento escénico fundamental en todo retablo. Cada obra está dividida en episodios que cobran autonomía y cuyo efecto de fragmentación, más allá de las imposiciones de la lógica temporal, no ha dejado de ser acusado por la crítica más tradicionalista. Cada parte de la trilogía está contada desde una perspectiva distinta. En la primera, El matrimonio Palavrakis, son los padres los que se recrean en la horrorosa tragedia de haber matado a su hijo después de siete años de perversas relaciones; en la segunda, Once upon a time in West Asphixia, son dos niñas las que defienden una actitud radical de odio y violencia; en la tercera, Hysterica passio, es el hijo el que muestra, ante la mirada del público, a sus padres como objetos de un circo perverso.

La primera presenta el escenario cubierto de muñecos desmembrados, sobre los que tiene lugar la actuación, lo que dificulta los desplazamientos. Una voz en off al comienzo de la obra impone el ritmo narrativo característico, con elementos del género gótico: «Cuando Elsa y Mateo Palavrakis se despidieron del resto de los concursantes, no sabían que esa misma noche iban a estar muertos». A partir de ahí, el escenario se descubre como un espacio casi ceremonial de actuación, cuyas acciones, de profundo carácter físico, se desarrollan en paralelo a la narración dramática, pero sin reducirse nunca a una ilustración ilusionista de esta. La utilización de fluidos y alimentos en las acciones refuerza el aspecto material y físico, acentuando el componente sensorial. Como en las otras obras de la trilogía, la trama se (re)presenta de forma explícita desde un tiempo del después de y un espacio cerrado de honda dimensión escénica, el aquí y ahora de la actuación, desde el que los personajes, convertidos en una suerte de actores/ceremoniantes, reconstruyen su vida a partir de su dolorosa infancia, enfatizando una posición de frontalidad con el público, que no deja de sentirse inevitablemente aludido e incluso agredido, tanto por la crudeza de las acciones, como por el propio texto: «Fíjate en las caras de toda esa gente. Están destruidos, aniquilados, enfermos». En la construcción de esta suerte de mundo apocalíptico de una atormentada complejidad emocional la autora ha apuntado la influencia de la narrativa norteamericana, desde Faulkner hasta Los profetas, de Flannery O´Connor ( La Razón 18.09.2002). La constante comparación del tema central del nacimiento del niño con términos escatalógicos articula esa tensión entre elementos opuestos llevados al extremo, sobre la que se crea el efecto de grotesco característico de la poética de Liddell. Al mismo tiempo, dentro de esta dinámica de contrastes bruscos, se potencia un plano lírico basado en una palabra que se apoya tanto en el plano musical como en las acciones físicas.

En Once upon a time in West Asphixia, cuyo título pone de manifiesto ya el tono narrativo, el techo está recubierto de ositos de peluche colgados, y junto a los objetos y vestidos que hacen referencia al mundo infantil se introducen referencias a las películas del Oeste (detrás de las cuales late el referente del director Sergio Leone), también en un tono lúdico. Solo en la escena final las dos niñas cambian sus provocativos vestiditos rosas por unos atuendos que remiten a algún oscuro ceremonial escénico. Como elemento clave de todo el ciclo, un fuerte componente sádico y fetichista, así como la importancia de la mirada en este tipo prácticas, se traslada a la escena para alcanzar una profunda y al mismo tiempo perversa teatralidad, que hereda de los comportamientos pornográficos el deseo extremo de mostrarse abiertamente para obtener un efecto de desestabilización en el que mira: «Seguro que está mirando. / ¡Allí, en la ventana! / Quiere que nos vistamos para él. […] Debemos complacerle. / Mira, dulce ogro, voy a vestirme para ti»; una mirada externa que acentúa esa consciencia permanente de estar actuando, y viceversa: el carácter explícito y casi pornográfico de la actuación convoca desde la escena la mirada del espectador que se ve así descubierto e implicado en este juego (escénico) de perversiones. Una vez más, aunque ahora en boca de las niñas, la autora despliega su profundo horror hacia el mundo de padres, médicos y profesores que bajo sus aparentes buenas intenciones ocultan profundas perversiones. Frente al medio de los adultos (West Asphixia), las niñas ensalzan el ejemplo de Simón, quien mató a sus padres antes de suicidarse, para abanderar una campaña mesiánica a través del odio y la destrucción, poniéndose de lado de los colectivos de marginados, excluidos, débiles y desterrados, de aquellos que están del otro lado de los muros de los hospitales y las cárceles. La obra se abre y se cierra con testimonios en vídeo de diferentes personas que conocieron a las niñas, lo cual introduce una voz más en ese juego de polifonías con el que se va construyendo, siempre de forma fragmentaria, el relato escénico. A los testimonios grabados y la voz en off, su suman los escasos diálogos, que en la mayor parte de los casos están resueltos a modo de largos monólogos enunciados directamente de cara al público, como los sermones finales de las niñas antes de poner punto final a su macabra misión de pervertir hasta el extremo las convenciones sociales y especialmente las que sostienen la estructura familiar. La niñez se presenta como el espacio de la otredad, lo otro del racionalismo burgués, lo monstruoso; la locura, pero también la poesía. Siguiendo las raíces antropológicas del rito, la estética escénica, basada en este tipo de celebración/acontecimiento social, se confirma como la rigurosa puesta en escena de una práctica de transgresión, contaminación o perversión a través de la cual se subrayan minuciosamente todos y cada uno de los elementos empleados, palabras dichas o acciones realizadas mediante su ejecución en el aquí y ahora de la escena de la ceremonia (teatral).

Hysterica passio evoca un espacio que hace pensar en un circo o barraca de feria, con elementos navideños, y un fuerte tono tono de perversa ritualidad. En el centro de la pista aparecen las figuras siniestras del padre y la madre (Angélica González y Gumersindo Puche) que serán presentados por el hijo —figura del superviviente—, convertido ahora en un no menos perverso maestro de ceremonias. Este dirigirá toda la función imponiendo un tono narrativo que alterna con las voces en off de los padres, lo que contribuye a ese juego de distancias entre voces y acciones. Una vez más se apuesta por una concepción directa y frontal de la comunicación escénica hacia un público hecho presente, para su propia incomodidad moral y física, en este macabro auto de fe de la sacrosanta institución de la familia, subrayado con su período de esplendor, la Navidad. Como estrategia enunciativa para convertir la palabra en acción se recurre al interrogatorio, una forma que permite enfatizar la dimensión performativa y dinámica de una palabra emitida y viva, que cobra así fuerza material y tactilidad poética, o como explica la autora: «El interrogatorio es la acción, consiste en ver sudar a las palabras» (El Cultural 16.01.2003). Como en las otras obras de la trilogía, es frecuente el recurso a los alimentos y los objetos, que adquieren un valor simbólico, subrayando su concreción material a través de lo performativo, ya sea mediante la utilización de juguetes mecánicos o electrónicos que funcionan en escena, o aplicándoles algún proceso de destrucción, como el muñeco de Papa Noel, introducido en una cacerola con agua sobre una hornilla, que se va derritiendo a lo largo de la representación.

La trilogía fue seleccionada por el Festival Escena Contemporánea (2003) de Madrid para su sección dedicada a un único autor, lo que supuso un reconocimiento público a la originalidad de su trayectoria. Como presentación de la trilogía, Liddell presenta un performance en el que se aleja de la ficción para acercarse a esa realidad descarnada y profundamente sincera que parece sostener la trilogía. En Lesiones incompatibles con la vida, la autora expone sus razones para no tener hijos, recuperando una vez más los motivos centrales de su obra, la conciencia de su cuerpo enfermo como reflejo de una realidad igualmente degradada. A lo largo de unos veinte minutos, Liddell, desnuda y con los pies introducidos en dos bloques de escayola, va desplazándose lentamente de un lado a otro de una pared, sobre la que se proyectan diapositivas de carteles urbanos, indigentes, supermercados…, mientras sostiene una foto de familia. Al final, los espectadores son invitados a escribir algo sobre los bloques de escayola. Este espectáculo anuncia la evolución de Liddell hacia la crítica social de carácter político, expresada igualmente a través del cuerpo como lenguaje básico de la escena:

No quiero tener hijos. / Es mi manera de protestar. Mi cuerpo es mi protesta. / Mi cuerpo renuncia a la fertilidad. / Mi cuerpo es mi protesta contra la sociedad, contra la injusticia, contra el linchamiento, contra la guerra. / Mi cuerpo es la crítica y el compromiso con el dolor humano. / Quiero que mi cuerpo sea estéril como mi sufrimiento. (p. 7)

Este tono social adelanta su siguiente espectáculo, Y los peces salieron a combatir contra los hombres, donde se da un marcado desplazamiento desde el mundo de las emociones, la subjetividad y el afecto, a la esfera de lo histórico. Angélica González realiza un trabajo interpretativo de hondo carácter físico en un tono expresionista y exaltado. El texto consiste en un monólogo puesto en boca de una prostituta, vestida a la usanza del barroquismo folclórico español, que se dirige a un Señor Puta, personificación imaginaria de los sectores más conservadores y patrióticos del país, para expresarle su pánico por el hecho de que los peces empiecen a tener ojos de hombre de tanto alimentarse con los cadáveres de los inmigrantes africanos que mueren tratando de llegar a las costas de España. En la escenografía, aparte del recargado vestido de la protagonista, destacan una enorme cruz hecha con lavadoras, numerosas botellas llenas de agua que se irán utilizando en diversas acciones, y una lámpara de araña. La intérprete es acompañada por Gumersindo Puche, quien con la cara pintada de negro, interpreta el cuerpo sin voz de tantos inmigrantes muertos, cuerpo entregado, pasivo, mutilado. El espectáculo es interrumpido en un momento de la representación para hacer una exposición detallada de algunos acontecimientos que rodearon la escritura de la obra, la proyección de diversas diapositivas de acciones realizadas en Madrid, en las costas gaditanas y, finalmente, la documentación de la acción de cruzar a Marruecos con una camiseta del Real Madrid. El verbo poético, de proliferante condición barroca, se hace realidad a través de su tratamiento material, de ahí la importancia de sus diferentes modos de enunciación y los juegos de contrastes con diferentes tonos de voz. «Ella es un monstruo escénico: modula la voz de arriba abajo, mueve los brazos, desvía el cuerpo como nos imaginamos que se hacía en la tragedia griega, expresa con la cara y las manos; y es autora de la palabra», dice Haro Tecglen (El País 7.04.2004). El dolor, motor de la creación artística, se convierte en un ritual de destrucción que, en última instancia, debe atentar contra el propio cuerpo (de la palabra), la realidad irreducible de la escena, como explica Liddell: «El cuerpo es el lugar de la humillación y de la muerte. El lugar del dolor. La palabra agoniza en el cuerpo. El cuerpo es el lugar del «pathos» de la palabra. La palabra tiene que convertirse en emoción agónica en el cuerpo» ( La Razón 18.09.2002). El ansia por llevar al extremo la expresión de ese dolor justifica esta evolución hacia un teatro abiertamente político. El lenguaje físico, desgarrado y poético de Liddell solo puede entenderse, finalmente, como un acto de resistencia —«actos de resistencia contra la muerte» dice la autora con respecto a la trilogía (El Cultural 1.04.2004), evocando la figura de Pasolini, cuyo rostro aparece al final de la obra (cfr. Liddell 2003)—; una resistencia que se hace realidad en el proceso aquí y ahora de su ejecución escénica, innegable, material y verdadera, al menos y sobre todo en su concreción teatral, lo que confiere a todo su lenguaje esa violencia comunicativa característica que apela de forma directa al público, y cuya eficacia obtuvo una inmejorable acogida en el Festival de Sitges (2004) —«Es un teatro vanguardista y político, lleno de sentido, absolutamente necesario»(María José Ragué, El Mundo 3.06.2004)—, donde se la relacionó con algunas actitudes teatrales de los años sesenta y setenta, y otras propuestas ya coetáneas, si bien poéticamente muy diversas, de denuncia radical, como las de Rodrigo García o Roger Bernat.