Por momentos podría parecer que el teatro, con su pesada naturaleza de cuerpos y espacios, ocupa un lugar extraño en una historia de la Modernidad acelerada al ritmo de las tele-comunicaciones y aligerada por las tecnologías de la imagen. Quizá una de las cosas que hace que siga teniendo interés escribir un ensayo sobre teatro es la posibilidad de cuestionar incluso la existencia de este espacio milenario de imitación —o quizá dicho en un tono menos aristotélico, menos idealista: espacio de actuación—. No sorprende que en esta época de defunciones también aceleradas de Dios, el Hombre y la Historia, se haya planteado la supervivencia —empleando ya un término cercano al mundo poético de Beatriz Catani— del teatro, como también de la propia naturaleza, amenazada por la historia del progreso. Desde este planteamiento competitivo una de las ventajas de la naturaleza del teatro frente al paisaje virtual de las artes visuales puede ser justamente la posibilidad de cuestionar incluso la legitimidad de un arte tan antiguo en una sociedad en la que ser moderno, o en otras palabras: ser actual, se convierte en una suerte de imperativo. Si se puede afirmar que la cultura actual es sobre todo una cultura de la imagen, sería más arriesgado decir que es una cultura del teatro, como parece que fue en otros tiempos, aunque nunca se hayan hecho tantas representaciones como ahora y los cuerpos parezcan tener tanta visibilidad. En esa confrontación entre la modernidad última y el teatro, entre la historia de la primera, envuelta en luces de neón, y la naturaleza ajada del segundo, parece que hubiera algo disonante, como un mecanismo que chirría, tomando la imagen con la que Jean-François Lyotard caracteriza aquellas representaciones que quieren llegar más allá de su condición de tales, llegar a hacer visible que hay algo que escapa a lo visible, algo que está más allá de la representación, quizá tan antiguo como la naturaleza, acaso lo real de una historia (de la naturaleza) constantemente reprimida. A pesar de todo parece coherente enfrentarse, desde un medio artístico que se ha declarado en continuo estado de crisis y necesidad de cambio, a un mundo que ha asumido igualmente el estado de crisis como una cualidad intrínseca. En el ensayo “Acerca de lo real” Beatriz Catani reflexiona sobre la realidad y la crisis; habla de una situación histórica precisa, la de Argentina en el 2001, atravesada por una profunda crisis económica, fracturada, y al mismo tiempo se refiere, como reflejo de ésta, a la crisis de unas formas de representación (teatrales) que parecen obsoletas, que han dejado de comunicar; la crisis de las ficciones como síntoma de la crisis de la realidad, o dicho de otro modo: las ficciones, y con ellas las representaciones, cuestionadas porque no llegan a atrapar esa realidad que también parece estar en crisis. Lo que habría motivado el desplazamiento de las representaciones, que en otros tiempos quizá funcionaron, es el desplazamiento de lo que se entiende por “lo real”. Dando la vuelta a la ecuación diríamos que no está en crisis en primer lugar la representación, y más concretamente la representación teatral, sino la propia realidad, continuamente desplazada. Esta realidad fisurada, de la que habla Catani, afecta de modo especial a la escena, porque en la escena hay mucha realidad, quizá demasiada para una sociedad que ha sabido reducir casi todo a palabras e imágenes que vehiculan abstracciones carentes de cuerpos, ideas que no se dejan tocar, y por ende más fácil de manipular; por ahí asoman tal vez las fracturas de la escena, reflejo de las fisuras de lo real, en los hiatos abiertos entre lo real de la naturaleza y la historia. No es extraño, por tanto, que la autora termine relacionando una y otra crisis, la de lo real y la del teatro, la de la historia y la de sus formas de representación, la de los discursos, de escasa credibilidad, y la de los cuerpos, invisibles en su aparente proliferación, la del pensamiento (de la historia) y la de la naturaleza (de la actuación). Esta reflexión acompaña la obra de la dramaturga y directora afincada en la ciudad de La Plata, una reflexión que trasladada a un nivel artístico más visceral llegaría a conformar una de esas obsesiones capaz de dar vida a un proyecto artístico: aprehender lo real a toda costa, aun a riesgo —o mejor dicho: a condición— de poner en peligro la propia representación (de la historia). ¿Qué teatro para qué realidad? Quizá una pregunta reenvíe a la otra; el teatro, entendido como el arte de la imitación, debe saber primero qué imitar, a dónde mirar para construir su actuación. Las páginas que siguen no intentan contestar preguntas de calado tan hondo; tienen un objetivo más concreto en su historiografía y menos abstracto filosóficamente como el de hacer algunas reflexiones que ayuden a pensar una obra que no ha dejado de girar en torno a estos interrogantes, el teatro y lo real. La confrontación con el teatro de Beatriz Catani obliga a plantearse estas cuestiones —y es por esto que las adoptamos como punto de partida—, pero con el objetivo no de encontrarles una respuesta, sino más bien para que el propio discurso, reflejando el mundo escénico al que se dirige, se construya sobre ellas, sobre ese vacío final al que remiten estos interrogantes. Sin tratar de contestarlos, sí discutiremos diversos acercamientos, desvíos y atajos que su producción dramática y escénica ha recorrido en torno al hecho teatral y su realidad como un modo de pensar la historia y el yo. En tanto que punto de partida «lo real» aparece, por tanto, en el horizonte de este estudio como un fracaso, un fracaso metodológico por excesivamente general y un fracaso teórico porque no conducirá a una solución final; consideraremos lo real como un estado que se puede atravesar, pero difícilmente poseer, ni para mostrarlo, ni para explicarlo, sin desistir por ello en el intento de avanzar hacia ese punto en fuga, hacia ese imposible. De esta realidad también habla el arte y especialmente el teatro, de una realidad inaprehensible por fugaz, que tan pronto como se crea desaparece, continuamente desplazada. Cada proyecto de Catani ha estado movido por una búsqueda de lo real, una búsqueda de lo imposible, aunque esto no le resta eficacia a este proceso articulado por estrategias siempre diversas, como diversos han sido los tipos de realidad a los que se ha querido aproximar. De esta diversidad quiere dar muestra este libro recuperando textos y escenarios tan diferentes. Su teatro parece estar ligado a una cierta idea de fracaso, rótulo que hemos adoptado para una Trilogía que se cierra tanto sobre un pasado de cuerpos muertos, desapariciones y utopías frustradas, como se proyecta hacia otros espacios históricos y personales que no dejan de abrirse hacia un difuso horizonte. Adoptando el modelo teatral “en negativo” que la autora propone en la conversación inicial, podemos definir este enfoque también como una metodología en negativo, que no estaría lejos de aquella Dialéctica negativa de Adorno. Esta metodología —o Teoría Crítica en términos del filósofo alemán— parte de la aceptación de lo desmesurado de su ambición, como la propia obra teatral, de la imposibilidad de llegar a alcanzar, ni siquiera (o sobre todo no) teóricamente, esa realidad a la que apunta, pero sin que ello lleve a la renuncia de esta búsqueda. Lo real quedaría finalmente, en paralelo con el pensamiento posestructuralista desarrollado en aquellos años sesenta y setenta, que son también los años de formación de Beatriz Catani, como un acercamiento (a lo real), un estar buscando sin llegar a encontrar; lo real sería el vacío que se abre por el desajuste entre donde yo estoy, el escenario en el que me encuentro, teórico o teatral, y el sitio al que miro, una verdad imposible a la que no se puede renunciar, o en términos lacanianos, lo que escapa al símbolo, pero impone su simbolización. Tratándose aquí de teatro, empecemos por esa búsqueda en el plano más físico e inmediato de lo real material que ocupa el escenario; descendamos desde las heladas aguas de la abstracción a las que se refería Benjamin, desde la jovialidad del hombre teórico al que acusa Nietzsche, a la naturaleza física del actor en escena. Ya sea en tanto que directora o actriz, Beatriz Catani se comienza acercando al teatro desde ese lado material, como comunicación física desde un escenario, desde la dramaturgia de la actuación, que llega a traducirse en su propio yo soy, en el sentido corporal, puesto en escena, transformado en un yo actúo. Esto no es un azar, sino que determina la concepción que entonces va a tener del teatro y que va a acompañar toda su trayectoria, como ella explica en la conversación inicial cuando se refiere a su descubrimiento a finales de los ochenta de esa energía colectiva y física que anima el hecho teatral, y que le devuelve un sentido grupal, y por ello acaso político, de la vida. Esta mirada performativa, la focalización de la actuación en el sentido no de imitación sino de acción, va a atravesar su mundo creativo, tanto en el plano material de la realización escénica como en el de su imaginario poético. En lo que al paisaje teatral argentino se refiere, este recorrido no es exclusivo de la autora de Cuerpos A banderados, sino que fue transitado de manera comparable por otros creadores, como continúa diciendo Beatriz Catani, que comienzan igualmente en estos últimos años ochenta y primeros noventa a plantearse el hecho de la creación desde un enfoque radicalmente escénico, distanciándose así de los acercamientos contenidistas que primaron en el teatro de compromiso social hasta entonces. Los recorridos más inquietos del teatro argentino en la última década pasan en gran medida por un replanteamiento del hecho de la actuación y el espacio del actor; un proceso de reflexión que a su vez ha sido alentado por la sólida tradición interpretativa que llega hasta los años ochenta. En este camino el paso por los talleres de Ricardo Bartís a comienzo de los noventa, compartido por no pocos creadores de la escena argentina contemporánea, ya se trate de actores, autores dramáticos o directores, supone una estación fundamental. Más allá de su poética específica el pensamiento teatral de Bartís ha impulsado con firmeza una concepción de la actuación como materia prima de la creación escénica; una empresa cuyo motor principal ha sido la necesidad, como ha insistido el director del Sportivo Teatral, de construir un relato de actuación autónomo; una huella que dará lugar a lenguajes escénicos muy distintos. La última palabra la tienen ahora los actores, como ha sido en buena parte de la historia universal del teatro, a pesar de que esto siga suscitando fuertes resistencias en el ámbito cultural y académico, reflejo acaso de las resistencias a lo real. En esos talleres Catani coincide con Federico León y Alfredo Martín, con los que formó el Grupo de Teatro Doméstico. Su primera obra, Del chiflete que se filtra, se construye ya a partir de improvisaciones, sobre las que se escribe el texto. Interesado por los resultados, Daniel Veronese les propone un nuevo trabajo, que terminará siendo El líquido táctil. Este encuentro tampoco es un dato baladí; por estos años el autor de Mujeres soñaron caballos está empezando a plantearse un modo de trabajo que le permita desarrollar un lenguaje actoral nacido desde dentro de la obra y no impuesto desde afuera, que le permitirá llevar a escena sus propios textos. En estos primeros años noventa inicia una trayectoria singular como director, en paralelo a lo que venía haciendo con El Periférico de Objetos. La evolución desde el oscuro universo mudo de los muñecos de El Periférico, donde los cuerpos empezaron estando al servicio de éstos, hasta el nuevo teatro de los actores resulta significativa de este momento en el que el teatro argentino busca transformar la interpretación en una acción creadora, en materia de la construcción teatral. Es entonces cuando la actuación adquiere la mayoría de edad en cuanto a un lenguaje específico de creación artística. Pensar el teatro desde el actor, desde un cuerpo físico, y por ello histórico, la historia de alguien que se encuentra aquí y ahora, frente al público, hablando desde su yo personal y político inaugura uno de los capítulos más específicos de la historia del teatro a finales del siglo XX, y no sólo en Argentina. Ahora bien, las concreciones de este revolucionario giro van a ser muy distintas, dependiendo de cada creador. Dentro de este amplio abanico se encuentran lenguajes que tienen ya poco en común, más allá del hecho de levantarse a partir de la realidad física, procesual e inmediata de la actuación. Pero volvamos con lo concreto, si no ahora de la escena teatral, sí de la escena de la historia. Estamos a finales de los años ochenta en un país que trata de mirar hacia delante, de abrir una página nueva tras un Proceso de Reorganización Nacional (1976-1982) que puso fin de manera traumática a los movimientos de izquierda que se habían gestado a lo largo de los años sesenta y setenta, de los que Beatriz Catani llegó a participar a través de la Juventud Peronista. Una década después del Proceso, a comienzos de los noventa, la situación política de Argentina y en términos generales de todo el panorama internacional, era muy diferente, pero la asimilación de un trauma histórico que hunde sus raíces mucho antes del golpe de Estado de 1976 no es una tarea fácil. Este pasado de muerte, miedo y frustraciones se convierte en una presencia amenazante en la Trilogía y todavía en Los finales se oyen distintas versiones de la marcha peronista, sin que los personajes lleguen a hacer ninguna alusión directa a esta música tan cargada de historia y tan presente en el escenario cultural argentino. El encuentro con el teatro diez años después de aquel tiempo de activismo político y pensamiento colectivo supone la recuperación de una dimensión grupal que había quedado interrumpida de raíz con el fin de aquella época, aunque esta recuperación se haga desde el lado más personal, y por ello también poético. La experiencia teatral, el sentido procesual, comunitario y físico que implica llevar adelante un proyecto escénico, canaliza un sentido colectivo, pero también político, en el sentido amplio de este término, que ya marcó no sólo los círculos teatrales más renovadores de los años sesenta y setenta, sino una manera de entender la sociedad en función de una utopía de futuro. No es un azar que la entrevista inicial comience con el recuerdo de estos años, en los que se hunden los orígenes de su teatro. Esta dimensión temporal, reflejo de una mirada histórica, se concreta de una u otra manera en cada obra de Beatriz Catani. A la altura de los noventa, el modo de vivir la política y la historia han cambiado radicalmente con respecto a aquellos años setenta. Siguiendo las tesis desarrolladas ya en estas décadas por pensadores de izquierda y activistas políticos como Michel Foucault o Antonio Negri, la política ha pasado a convertirse en algo más amplio, lo que el filósofo francés denomina biopolítica; de un sentido restringido de este término como actividad ligada al campo fundamentalmente de lo económico y el trabajo se pasa a una concepción de lo político que integra todos los niveles de la realidad, desde lo más interior y natural, como la biología, a lo más colectivo y exterior, como el ámbito de lo público y el espacio del trabajo en su sentido clásico. Estos desplazamientos vienen unidos a una concepción del poder que tampoco se reduce ya al espacio de la fábrica. Esta introducción no es el lugar para discutir el porqué de ese complejo desbordamiento de las instancias que articularon el discurso político moderno, como el sindicato y el Estado, el patrón y el obrero; en todo caso, podemos acordar que a partir de los setenta el sentido de lo político y del poder conoce una transformación que pone al descubierto al ser humano en todas sus facetas, comenzando por el propio cuerpo como destinatario físico y real del poder. El cuerpo se hace visible como la superficie natural sobre la que la Historia deja sus huellas, una superficie de inscripción, como lo serán los Cuerpos de Beatriz Catani, puesta ahora en escena. De este modo, la escritura del poder ya no se hará visible únicamente en los escenarios clásicos de la política, arropados con sus vestiduras más espectaculares, sino también en lo más íntimo de la persona, en su naturaleza muda, sobre su propio cuerpo. La latencia de un pasado de violencia que, como se ve en Todo crinado, tampoco puede reducirse, ni siquiera en Argentina, a esos años setenta, termina cruzándose con la crisis económica que lleva a la devaluación del peso argentino frente al dólar a partir del 2001. El quiebre del sistema monetario produce un estallido de inestabilidad que agudiza el sentimiento de crisis, que Beatriz Catani relaciona con el cuestionamiento de las formas de representación teatrales. La fractura económica termina de sacar a la luz una situación de empobrecimiento agravada tras décadas de liberalismo económico. Esto deja al descubierto una fisura que hace difícil incluir en un mismo escenario, de forma unitaria y con un sentido de totalidad, todas las historias, la política y la natural, la social y la personal; una representación homogénea que deje ver de manera lógica la relación entre el pasado y el presente, entre el yo y los otros, en función de un único sentido. De esta imposibilidad de reducir lo heterogéneo a un único plano crece un sentido de lo complejo, de lo que no se deja reducir a una lectura unívoca, que está en el centro del pensamiento poético de Beatriz Catani. Su obra nace, por tanto, desde un profundo sentido de lo histórico, del momento social y personal que le ha ido tocando; ése es también, como ella misma señala en más de una ocasión, la fundamental dimensión política de su trabajo, el hecho de estar motivado desde un sentimiento de formar parte de una historia y una comunidad, a la que está ligado su yo enfrentado a la historia —especialmente a los orígenes de esa historia— y en última instancia a la propia naturaleza del teatro al que se terminará dedicando, extrañamente vinculado, incluso en la era de las telecomunicaciones, a la oscuridad del pasado y la indefinición del presente, a lo más local, el ámbito de lo inmediato como fuente de lo más complejo, a esa materia prima redescubierta en el cuerpo del actor. Como otros proyectos artísticos desarrollados con especial intensidad en la Argentina de los noventa, la obra de Beatriz Catani supone un enfrentamiento personal con una crisis histórica que abre un vacío desde el que se trata de encontrar lo real, una fisura puesta en acto en cada uno de sus mundos poéticos, como repeticiones imposibles de un origen del que nace una historia, personal y colectiva. Retomando la tesis de Kristeva sobre la materialidad de la escritura, en este caso no sólo de las palabras, sino sobre todo y en primer lugar de los propios cuerpos, la escritura escénica alcanza una función sustitutoria —más evidente quizá tratándose de teatro— de un pasado que forzosamente hay que (re)presentar para poner en marcha esa historia (de lo real), sobre la que trata de sostenerse el propio yo. Desde aquellos pequeños escenarios de sus primeras obras, que significativamente se han ido haciendo más íntimos, más subjetivos, también por eso más poéticos, hasta llegar a trabajos recientes como Los finales, que transcurre en la intimidad de una noche, la poesía escénica de Beatriz Catani ha ido brotando desde una confrontación, como explica Leonor Arfuch (2005: 266) en su estudio sobre los espacios de la intimidad, con “esa brecha trágica que la desaparición dejó en las subjetividades, la historia y las memorias públicas”, aunque en este caso la construcción en clave poética de estos escenarios permite proyectarlos hacia otros universos menos concretos históricamente. Lo histórico se cruza así con lo personal hasta hacerse difícilmente separable, pero sin dejar de expresar un campo de tensiones entre lo construido (de la historia) y lo natural de esta construcción del yo y las historias; entre lo que parece que está ahí desde siempre, desde antes de la historia, como lo desconocido de la naturaleza que habita el cuerpo, y su devenir como sujeto/objeto de la historia. Estos dos polos tan dispares y tan cercanos al mismo tiempo, tan extrañamente familiares, forman un espacio de tensiones en el que se mueve la obra de Beatriz Catani, nacida de esta rara confluencia que le confiere esa extraña complejidad característica de su teatro. Esta combinación se convierte, en última instancia, en el capítulo central de esa búsqueda de lo real a la que nos referíamos más arriba. Lo real parece esconderse tras una difícil conjugación de lo social a través de lo más íntimo del yo, o al revés: de lo más natural, como el cuerpo o un paisaje, visto como algo extrañamente histórico, es decir, con un grado de construcción artificial que lo denuncia como algo forzado, lo innatural de la naturaleza, un debate que se termina retomando en Los finales como una obsesión de los propios personajes. Ambos polos, lo histórico y lo natural, se potencian en un juego de tensiones recíprocas. Si lo natural es aquello que no es producido por la mano del hombre, la historia es justamente lo contrario: todo lo que existe como resultado de la industria humana. Lo real no puede ser más que político, en la medida en que sucede en un escenario histórico determinado, en un aquí y un ahora concretos; incluso un paisaje natural se ve inevitablemente rodeado por una historia política, implícita en la mirada de quien se sitúa, como espectador, frente a ese teatro infinito de la naturaleza con el que soñó Mallarmé. Bajo esta perspectiva de cruce, el cuerpo se revela como la unidad mínima de confluencia de elementos aparentemente contradictorios, lo histórico y lo natural. Buscar en lo más natural las trazas de la historia, encontrar en el cuerpo las inscripciones del paso del tiempo (político), se convierten en una obsesión que moviliza las acciones escénicas, el teatro (de la historia) y la obra poética que nos ocupa. La paradoja de esta historia natural, o invirtiendo los términos: de lo natural de la historia, puede entenderse también como un capítulo más de un debate sobre lo político abierto en las últimas décadas en respuesta a su aparente desaparición. Se trata de un enfoque que trata de salvar un sentido material e inmediato de lo real, que podríamos calificar de escénicos, sin renunciar a una aproximación política; un sentido de lo político que no quiere ya dejar de contar con aquello que tradicionalmente parecía excluido del ámbito de la política, el factor humano, la biología, la naturaleza, los instintos, los miedos y los deseos que mueven a las personas y a las comunidades, lo que Roberto Expósito agrupa como Categorías de lo impolítico, aludiendo a los límites necesarios para vislumbrar los márgenes exteriores de este campo más difuso que nunca, el perímetro de una actividad definida ahora por lo que queda afuera. En los dos últimos siglos la filosofía materialista ha intentado corregir los excesos del idealismo trascendental mediante una mirada estética que salve el sentido escénico (material) de una realidad que quería ser recuperada como un continuo acontecer. Tratando de responder a esta búsqueda, el pensamiento moderno, consolidado a lo largo del siglo XIX desde una radical toma de conciencia de la condición histórica, no ha dejado de reflexionar en torno a estos dos polos, historia y naturaleza, hasta llegar a cruzarlos en una paradójica historia natural. Una de las últimas formulaciones de este debate lo desarrolla Paolo Virno; el filósofo italiano abre su libro Cuando la palabra se hace carne aludiendo a las prácticas culturales que no dejan una obra como resultado final —las que Hannah Arendt califica como las más políticas—, aquéllas que sólo acontecen como realización inmediata de una potencia, y termina destacando la lengua, el lenguaje puesto en escena a través de su realización verbal, como metáfora de esta condición esencial de lo social que constituye al ser humano en primer lugar como ser político. Yo hablo se revela como el enunciado performativo absoluto, una acción que remite a sí misma, que se crea y se agota en el acto de su pronunciación. A través de esa acción la lengua deja de ser potencia para ser acto físico, escénico y material. Detrás de cualquier otro enunciado verbal se esconde éste; lo primero que alguien dice/hace cuando habla es afirmarse a sí mismo, en un sentido físico, pero también político, por medio de ese yo hablo, o sea, yo puedo hablar. No es casualidad que la búsqueda de lo real en el teatro de Catani venga de la mano de una extraña conciencia lingü.stica que se ha ido proyectando de manera cada vez más compleja en su obra. Por su cualidad espacial y física este acercamiento a la historia natural desde su dimensión performativa primera —yo hablo— se deja trasladar fácilmente al teatro: el resultado es una concepción del hecho escénico como síntoma de una potencia, de una posibilidad consistente en llevar a cabo una acción, un proceso de producción de realidad que comienza con una actuación. Si la lengua, como reducción última de lo humano histórico, remite a la realización física de una facultad, la de hablar; el teatro apunta de modo comparable a esa otra facultad que es la de actuar, íntimamente ligada a la del habla. Lo primero y lo último que un actor dice a través de su trabajo es un yo actúo, una afirmación de la condición física del hecho que está ocurriendo en ese momento, de la puesta en acto de una capacidad, de un poder (de actuación) que en el teatro tiende a configurar un horizonte de representación, es decir, una historia. Una mirada tan cargada de teatralidad como la de Gombrowicz, por ejemplo, remite significativamente a una concepción de la realidad y de su propia escritura como una continua realización, una potencia que en el mundo del autor polaco se hace más patente en la adolescencia, cuando los cuerpos y las mentes están todavía sin formar del todo, cuando las acciones todavía no están suficientemente ensayadas, y cada actuación conserva ese sentido —escénico— de tentativa, como lo usó Benjamin, o de prueba, de experimentación de una facultad (de vida) que aún no se conoce lo suficiente, habitada por una fuerza informe no reducida en función de unos resultados. Volviendo al plano de lo colectivo, Virno se pregunta en qué momentos de la historia queda más patente esta condición del ser humano como capacidad, es decir, en qué momentos se pone de manifiesto con mayor claridad el componente biológico, invariante y pre-histórico del ser humano; para responder acude al antropólogo y filósofo italiano Ernesto de Martino. Ya en los años setenta De Martino afirma que es en las situaciones de inestabilidad histórica o cultural —y siguiendo a Gombrowicz podríamos añadir biológicas—, cuando es más necesario recurrir —poner en escena— esa potencia de actuación que define el ser. Cuando un sistema cultural queda en ruinas, en ese momento de transición, de máxima inestabilidad, cuando nada está ya garantizado por un sistema que salve a los individuos, que los respalde y complete en sus insuficiencias, es entonces cuando se pone de manifiesto esa cualidad natural del hombre, su ser como potencia y dinamis, como posibilidad de ser o proceso de construcción/actuación. Su mayor potencia escénica, es decir, histórica, nace de la necesidad de actuación aquí y ahora. De Martino explica que estos momentos de “Apocalipsis cultural” están marcados por un exceso de semanticidad que no se agota en unos pocos significados, consensuados socialmente. Ante la necesidad de salvarse empiezan a proliferar signos cuyo significado no queda claro, iniciativas personales no previstas por un sistema cultural que ya no funciona; entonces, continúa Virno (2003: 178): “el discurso, desvinculado de referencias unívocas, se carga de una ‘oscura alusividad’, entreteniéndose en el ámbito caótico del poder-decir (un poder-decir que supera a cualquier palabra dicha)”. Esta lengua, en tanto que metáfora del ser social, deja ver su cualidad como pura potencia, como un poder (decir) impelido a hacerse acto sin la apoyatura de una gramática cultural, social o económica preestablecida. En estas situaciones la historia natural, la condición invariante — biológica— del ser humano, atravesada por su más profunda determinación histórica, se hace visible —se pone en escena— por detrás de unos convencionalismos, de unas representaciones históricas e individuales que han dejado de funcionar. Virno concluye que en la sociedad posindustrial es el sistema económico, que recubre ya toda la realidad, el que ha adoptado las cualidades naturales del hombre en beneficio del propio sistema. Se entra así en una etapa cuyo modo de producción, siguiendo las característica con las que Negri define el nuevo Imperio mundial, obliga al individuo a mantenerse en un continuo estado de inestabilidad, potencia y flexibilidad, en palabras de Virno (2003: 179): “La naturaleza humana retorna al centro de la atención ya no por ocuparse de biología más que de historia, sino porque las prerrogativas biológicas del animal humano han adquirido un inesperado relieve histórico en el actual proceso productivo”. Desde los años setenta se han levantado sobre el tablero de la historia unas reglas de juego instaladas en un permanente cambio, que afectan a unas condiciones laborales y modos de producción sujetos a una infinidad de variables. Al individuo se le exige ajustarse a esta situación de no permanencia, adaptarse a un proceso de formación ininterrumpida, en el que no se da nunca por cerrado su aprendizaje, lo que le obliga a reconstruirse una y otra vez sobre ese sustrato natural que hace visible al hombre, como al lenguaje, como una pura potencia (histórica). Los niveles de precariedad y nomadismo impuestos por los sistemas de producción obligan a sacar lo más permanente del ser humano, su condición natural última, que es también, como afirma Adorno desarrollando los presupuestos de Benjamin, su determinación histórica extrema. De este modo, lo más natural, el cuerpo, pasa a ser también lo más histórico. La crisis económica que inaugura el siglo XXI en Argentina puede ser tomada como metáfora de esta situación de inestabilidad a la que se refiere De Martino; aunque este sentimiento de crisis parece haberse instalado en el orden internacional desde que en los años ochenta acabara un equilibrio de fuerzas que marcó la segunda mitad del siglo XX. La obra de Catani está movida también por esta sensación de inestabilidad, que explica sus distintas aproximaciones al hecho escénico. Su teatro queda así bajo un signo de interrogación —de inestabilidad—, cercano a ese clima apocalíptico analizado por De Martino, que la lleva a ese proceso dinámico de reconsideración de los modos de abordar la escena y construir la representación. Esta aproximación se traduce en una pregunta sobre los fundamentos del hecho escénico y remite al mismo tiempo a una conciencia histórica, que en su caso se encuentra arraigada en el mapa político y social de Argentina. Esta sensación de Apocalipsis cultural no es resultado únicamente, por tanto, de una situación concreta, como la argentina, sino al mismo tiempo es producto de una sensación constituyente y compartida por el nuevo (des)orden mundial. De este modo, la universalidad última que alcanza la obra de Beatriz Catani se explica en función de unas condiciones histórico-culturales concretas, traducidas en un localismo característico de la mayor parte de sus procesos de trabajo, pero que enlazan significativamente con un paisaje humano y político más amplio. * * * Quizá sea por esta actitud de duda que el camino descrito a través de sus trabajos no responda tanto a una evolución lineal, sino más bien a un modelo orgánico que deja ver un mapa de recorridos entre unas y otras formas de hacer teatro. A pesar de las apariencias, posiciones tan distantes como su dramaturgia de ficción, desarrollada sobre todo a través de la Trilogía, pero también en Todo crinado o Los finales, y el teatro documental de Los 8 de julio o Los muertos, ambas en colaboración con Mariano Pensotti, un modo teatral al que está ligado también Félix. María. De 2 a 4 o Taller Edificio, así como su puesta en escena de Gli amori d´Apollo e di Dafne, pueden ser explicadas como reacciones artísticas a un mismo planteamiento de interrogantes y necesidades creativas. Dividir su obra en teatro de ficción frente a teatro de no ficción sería caer en una simplificación que sólo a nivel metodológico, y en contra de la evolución general de las artes escénicas hacia los espacios de indefinición, podría estar justificada; pero más allá de criterios didácticos en el mundo teatral de Beatriz Catani todo está extrañamente ligado. Se trata de modelos teatrales y líneas de creación ciertamente diversas, pero que a la luz del conjunto, de trabajos iniciales como los realizados con el Grupo de Teatro Doméstico, o recientes, como sus últimas piezas, Llanos de desgracia y Los finales, así como de los diversos proyectos que ha ido realizando en paralelo, tan diversos como Todo crinado o Gli amori, ofrecen un panorama en el que todo está más relacionado de lo que parece y en el que a menudo proyectos heterogéneos pueden verse como reacción o continuación de unos planteamientos comparables. Este complejo mapa de ramificaciones no impide pensar la Trilogía del Fracaso como un bloque unitario que gira en torno a una serie de imágenes trabajadas con unos procedimientos dramáticos y escénicos comunes, pero al mismo tiempo se puede entender como una condensación de motivos y necesidades creativas que no han dejado de conocer nuevos desarrollos en obras posteriores, conformando un espacio en el que no es fácil establecer límites precisos. El imaginario espacial con el que tratamos de esbozar este mapa de su obra alimenta en realidad todo su mundo creativo, ligado a un sentido de lo espacial muy concreto. Sobre estos espacios dramáticos se desarrollan acciones que adquieren una precisa materialidad, de un tipo casi artesanal, con un componente físico que rechaza cualquier estilización, justamente en la búsqueda de esa naturalidad que, paradójicamente, es también y sobre todo escénica. No es por tanto azaroso que estos microcosmos poéticos hayan buscado su expresión a través del medio teatral, de la concreción de los cuerpos en un espacio determinado, en un aquí y un ahora, que posteriormente ha conocido formulaciones en estilos diversos. En unos casos este imaginario ha buscado la ficción dramática y en otros la presentación documental; aunque uno y otro nivel puedan quedar estrechamente ligados. Ya sea en el plano de la ficción o en el de la materialidad escénica o en el cruce de ambos, su obra puede ser enfocada como la construcción de un sistema de tensiones entre estos frentes fundamentales, lo natural y lo histórico. La traducción artística de estos dos polos y la relación entre ambos varían según las obras y el nivel de expresión, ficcional o documental. En todo caso, el análisis de esta difícil confluencia, del modo como se expresan, se cruzan y chocan ambos frentes, resulta interesante como instrumento de análisis del complejo centro, nunca del todo definido, sobre el que se levanta el conflicto formal que da tensión a la obra, el punto ciego que pone la representación en movimiento. La referencia a una naturaleza oscura y amenazante, dominada por el signo de la muerte, ocupa el espacio referencial de los textos de la Trilogía, Cuerpos A banderados, Ojos de ciervo rumanos y Borrascas,1 construidos sobre un plano imaginario que contrasta con la concreción escénica que todo adquiere en el interior. En el afuera se despliega el paisaje misterioso donde tuvo lugar en algún momento impreciso la historia, sobre la que gira el presente escénico; suele ser un ambiente húmedo y nocturno, sofocante por el calor o la sequedad, invadido por la niebla, y a menudo habitado por actitudes enfermizas, como la tendencia al suicidio de los animales. Esta naturaleza escapa a los comportamientos lógicos, en ella abundan imágenes de muertes extrañas que parecieran tener una causa telúrica más que política, como el hombre que se ata al cuerpo de su caballo muerto, «un zaino de pelo alazán, portentoso, sólido» y se tira al estanque en Cuerpos, una imagen recuperada en Los finales como tantas otras de muertes violentas que habitan de forma intertextual todo el universo poético de la autora. Las muertes, sobre todo por ahogo —que según explica Amina es lo más natural en Ravino—, suelen ocurrir en medios húmedos que benefician los procesos de descomposición, descritos a menudo de manera directa y con detalle. En este sentido se podría hablar de un paisaje mítico en el que historia y naturaleza quedan ligadas a un tiempo de los orígenes, en los que se hacen patentes los signos de los finales. Esta historia originaria remite a los comienzos de algo, a un acontecimiento primero que determina lo que se va a hacer en escena, un presente ahogado por el peso de ese pasado que los personajes, quizá como la propia autora, tratan de conjurar. Los orígenes y la Historia guardan una extraña proximidad con lo real, si pensamos que en los comienzos, convertidos en mitos, queda cifrada una verdad cuya revelación tratan de alcanzar los personajes a través de sus acciones (teatrales). Acudir a los principios de la historia, de una historia tejida inextricablemente con la naturaleza, supone un intento de desvelamiento del presente. Encontrar la revelación de ese origen (histórico) desde la conciencia de finitud que preside la época moderna, como los propios escenarios de la Trilogía, es el impulso fundamental que hace de motor de la Trilogía. Las tramas escénicas, construidas de modo artificial, están movidas por un deseo casi instintivo —natural—, pero al mismo tiempo profundamente histórico, de comprender el presente a partir de sus orígenes. Como afirma Rosset (2004: 162), la actualización del pasado es «la vía de acceso más frecuente que conduce de lo real a la conciencia de lo real», y es a partir de la diferencia entre el pasado y el presente por donde se llega a captar lo real, un acercamiento al pasado y lo real que será tematizado de forma explícita en Los finales. Ya en el mismo título de Cuerpos A banderados se pone de manifiesto la yuxtaposición de lo natural de los cuerpos con lo forzado de la historia, a la que aluden las banderas. Éstas, rodeando el cuerpo muerto de Oli, son la marca de lo político sobre los cuerpos; la historia natural adopta la forma de una extraña alegoría. Toda la obra gira en torno a estas marcas, aunque nadie las haya podido ver directamente, porque en este lugar perdido los cadáveres desaparecen. En esta alegoría de otros lugares históricos más reales, como la propia Argentina, no se agota sin embargo el sentido de una obra que reflexiona sobre la voluntad de seguir adelante en contra de ese extraño impulso a la detención que preside todo el escenario. Los emprendimientos de las dos hermanas son observados atentamente por Amina. El tono con el que ésta habla y la distancia desde la que observa lo que está ocurriendo la sitúan en otro nivel: por un lado, pertenece a la historia, erigiéndose en una suerte de maestra de ceremonias, pero, por otro, su “enraizamiento” — como se dice en la acotación inicial— en el lugar, su escasa movilidad, sus continuas reflexiones sobre temas de la naturaleza, incluido el funcionamiento del lenguaje, que se trata de naturalizar, sus juegos de palabras y, ligado a todo esto, su mirada desde fuera de la trama, pero por ello todavía más dentro de ésta, como una parte natural de esa misma historia, le confiere un componente instintivo y lúdico a la vez, que hace pensar en esa paradójica naturaleza de la historia, guiada por un perverso instinto de crueldad, que le lleva a torturar las ratas hasta ahogarlas en una pecera. Ya al comienzo de la obra Amina insiste en la conveniencia de que las cosas sean naturales, aunque su insistencia en lo natural no deja de subrayar un inquietante artificio, lo inhumano de esa otra naturaleza — de la historia—: Cuidas los dientes para conservarlos naturales. Se debe poner el esfuerzo en las cosas duraderas. Eso trae beneficios… rinde. El pelo, los dientes, las uñas no mueren. Ley de sobrevivencia celular. Creo que el semen tampoco. Naturalidad. Amina se refiere a una naturalidad que está unida a lo duradero, lo que no cambia, lo que es siempre igual, pero también, como dirá a menudo, a una Ley de Rendimiento, una ley que aplica al propio lenguaje, dando prioridad a los nombres bíblicos que parecen estar en la historia desde siempre, como Ravino, Mateo o Poncio. La Cooperativa donde se desarrolla la acción de Cuerpos es un espacio gobernado por esta idea de la rentabilidad, presentada también como una siniestra tendencia natural de la historia. Al final de Cuerpos Ángeles defiende a toda costa su intención de hacer algo con su hermana, «hacer algo juntas», algo que las perpetúe, que deje rastro de ellas, de su amor recién descubierto, y para ello alude a la Ley de sobrevivencia expuesta por Amina. En contraste con lo efímero de lo histórico, que afecta necesariamente a la realidad escénica en su continuo estar-transcurriendo, lo natural es lo que siempre vuelve a repetirse, lo que siempre está muriendo, pero también naciendo, volviendo a ser. Frente a la arbitrariedad de la historia, la naturaleza apunta a una suerte de orden ciego que gobierna todas las cosas, las humanas y las que están más allá de lo humano, un orden que se proyecta sobre esta Historia naturalizada. Como ocurre con la representación (de la historia), la naturaleza se hace más visible al ser llevada al límite; entonces se hace presente en toda su potencia, una potencia extraña que atraviesa al ser humano, pero también amenaza con disolverle; le constituye al tiempo que le destruye. La naturaleza se convierte en imagen paradójica de una historia teñida de igual modo por lo inhumano. A menudo esta naturaleza se rescata desde los espacios de lo abyecto, aquello que ha sido excluido del campo cultural más visible, justamente como un requisito que permite la construcción de los sujetos y los discursos sobre los que se van a levantar las estrategias de poder que articulan la historia. Proyectando ese oscuro plano interior del sujeto hacia el plano colectivo, las numerosas referencias a elementos escatológicos iluminan un espacio marginal, con un enorme efecto de realidad, desde el que arrojar una mirada transversal a la Historia. Aurora encarece el sacrificio hecho por su hermana al desprenderse del cuerpo de Oli, que era la prueba, la verdad de una historia, el centro (real) que da sentido a una trama, la de su propia vida. Los términos que utiliza para explicar la importancia que este cuerpo debía tener para ella, un hecho necesariamente histórico resultado de un asesinato, resultan muy significativos, porque apuntan a un imaginario profundamente natural, vinculado a la posesión de un origen, no ya solo histórico: el cuerpo de Oli sería «el elemento unitivo, asociativo, lo más intrínseco a tu ser; el fondo de la trama; el secreto de tu telaraña; la baba hilante y espesa que va tejiendo la crisálida delicada de tu espiral; el festón tegumentoso del embrión…». Más adelante la misma Aurora califica las proposiciones de su hermana como una «carrera de degradación, de decreciente descascaramiento», lo que permite pensar la trama en términos de descomposición natural, como si no fuera solamente la materia orgánica de los cuerpos la que inevitablemente termina pudriéndose, sino también la misma Historia (de Argentina) como terrible maquinaria de represión y representación. Ángeles apela a su condición natural de mujer para llevar a cabo sus planes de seducción de víctimas. Éstas deben prestar sus cuerpos con el fin de hacerles las correspondientes marcas y fotografiarlas, de modo que quede constancia de la realidad; pero finalmente es la propia Amina la que dirige, según el estricto ordenamiento (escénico) con el que debe funcionar todo en la Cooperativa, la escena final en la que Ángeles y Aurora orinan cada una en un tarro a fin de descomprimir la uretra y preparar el óvulo para recibir el semen extraído del cuerpo muerto de Oli; en otras palabras, el intento desesperado de hacer algo juntas, un gesto de amor del que quede huella, termina siendo guiado con inquietante precisión por Amina, encarnación de una pasión natural por la historia como ejercicio de ordenación, es decir, de poder, pero en un sentido también biológico que se va acentuando hasta llegar a esta escena final. La utilización de los cuerpos femeninos de Ángeles y Aurora como continentes pasivos de recepción del semen masculino se prestaría a una lectura desde las teorías del género ligadas al sicoanálisis posetructuralista por autores como Jacques Lacan, Julia Kristeva, Luce Irigaray o Judith Butler. En Cuerpos que importan Butler (1993) retoma la identificación que la cultura occidental ha hecho entre la materia y lo femenino; bajo esta perspectiva la materialidad es aquello que está unido a la posibilidad de la génesis y la procreación (mater, matriz), a los orígenes, a una potencia creadora y una capacidad de significación que, sin embargo, no llega a realizarse sin la intervención del falo masculino. “Este vinculo entre la materia, el origen y la significación sugiere la indisolubilidad de las nociones griegas clásicas de materialidad y significación”, afirma Butler (1993: 59), para concluir a continuación: “Lo que importa de un objeto es su materia”. Las situaciones de carencia masculina ocupan el centro de cada una de las piezas de la Trilogía, aunque en Ojos esto se exprese a través del desvalimiento del Padre ante la tarea de ser madre y padre a la vez. Estas situaciones podrían leerse desde la propuesta que hace Irigaray en “El poder del discurso” para llevar a cabo una resistencia frente a un poder masculino que sitúa la naturaleza de la mujer en un espacio de exclusión no significante: Para una mujer, jugar con la mimesis es, pues, tratar de recuperar el lugar de su explotación mediante el discurso, sin permitir que se la reduzca simplemente a él. Significa volver a someterse —puesto que está del lado de lo “perceptible” de la “materia”— a las “ideas”, en particular a las ideas sobre sí mismas que están elaboradas en una lógica masculina y por esa lógica, pero para poder hacer “visible”, mediante un efecto de repetición lúdica, lo que se supone que debe permanecer invisible: el encubrimiento de una posible operación de lo femenino en el lenguaje (cit. en Butler 1993: 84). Sin embargo, si bien la obra de Beatriz Catani nace desde un pensamiento del cuerpo, resaltado por su encarnación en personajes femeninos, esta crítica del poder adquiere su mayor eficacia cuando la proyectamos del campo sicoanalítico del sujeto femenino, donde sin duda también opera, al espacio colectivo de la Historia. Frente a esta última, la reflexión escénica sobre el cuerpo hace posible un espacio de cuestionamiento de esa otra (naturaleza) de la historia y sus formas poder, de las que el cuerpo guarda memoria. El cuerpo femenino —y ahora ya no sólo, siguiendo a Irigaray, en sentido de género— deja de ser esa materia informe previa a la significación, a la que lo redujo la cultura occidental desde Platon, para convertirse en una materialidad necesariamente ligada a la historia y la significación, desde donde denunciar los lugares de violencia sobre los que se articula el poder, sacando a la luz unos cuerpos y haciendo invisibles otros, los cadáveres mudos de la historia que pueblan el universo de Beatriz Catani. La naturaleza del cuerpo femenino puede entenderse también como metáfora de esos otros cuerpos silenciados, igualmente constituidos a través de una operación de violencia, o en palabras de Butler (1993: 65): “La materialidad es el efecto disimulado del poder”. También Ojos de ciervo rumanos gira en torno a un comienzo, un accidente, el instante de un alumbramiento, el nacimiento de Dacia o los inicios de la representación, es decir, del discurso, que tuvo lugar una noche de lluvia; dos elementos constantes, la noche y la lluvia, en una obra presidida por el signo de la tierra, la tierra en sentido material de los maceteros en los que se encuentra plantada Dacia, pero también la tierra que condujo al Padre hacia esa cantante rumana con la esperanza de que un país con buena tierra diera también buenos frutos. Ahora, sin embargo, la tierra está enferma, enferma de tristeza, afirma el Padre, y las plantas no crecen: “La tristeza arruinó todas las plantas. Se perdió el futuro. Otra vez”. A la tierra, como uno de los elementos básicos de la naturaleza, se le une la voz, el canto en una lengua incomprensible, una sonoridad surgida de un umbral de indefinición, de misterio, entre lo que tiene sentido y lo que no se puede entender porque está en una lengua extraña, participa de otra naturaleza. Curiosamente, también la palabra es identificada en la obra de Catani como algo de género femenino, como se dice en Patos hembras: “La palabra es hembra. Y así será”. La voz, como la tierra, aparecen como sustancias informes sobre las que se (des)dibuja la posibilidad de la historia, es decir, de la representación, y también sus orígenes. La lengua trae la voz del espacio de lo informe, de la matriz y los orígenes. Queda enfrentada con un límite más allá del cual se convierte en una sonoridad ininteligible. La sonoridad del rumano, presente físicamente en la obra a través de los cantos intercalados, se convierte en una imagen sonora de ese mundo misterioso de los orígenes que los personajes tratan de reconstruir. Con su telúrica sonoridad esta lengua se sitúa al mismo nivel poético que la tierra, un ámbito insondable del que viene la vida, pero también la muerte. Cuando Benya le pregunta a Dacia si tiene algún “movimiento-pensamiento” preferido, ésta le responde que “el sonorismo realista rumano o sensitivo realista”, mientras le pide insistentemente que le chupe la teta. La sonoridad del lenguaje remite a algo cercano al cuerpo, a lo físico, algo que sale desde dentro y que esconde algún misterio, como la acción de chupar la teta, enlazada igualmente con algún nacimiento, con algún origen (desconocido). La obra de Beatriz Catani despliega una significativa reflexión sobre el lenguaje, que ha ido adquiriendo mayor complejidad: lo que en Cuerpos parecía un mero juego de palabras se convierte en el germen de un plano de construcción en torno a la lengua, como un elemento natural que forma parte de lo interior, de lo más subjetivo, y al mismo tiempo es radicalmente histórico. Entre las reflexiones gramaticales de Amina y la sonoridad informe de Todo crinado o la confusión de voces en Borrascas o Patos hembras, sumidas ya en un territorio mítico, se abre un misterioso paisaje humano que se va a ir reformulando en cada obra. Como proyección de esa naturaleza misteriosa, el escenario se deja sentir a través de acciones que empujan todo hacia una suerte de límite, hasta rozar lo incomprensible, lo enfermizo, fatalmente emparentado con esa naturaleza de la historia. Lo que Benya afirma de Rumania se podría aplicar al escenario, un espacio de “una sobrevivencia al límite del escándalo, una arborescencia pampa que crece deformada, exagerada, extrañada, extranjera. Un dolor que hace abrir la tierra”, tanto al escenario teatral, como también al escenario histórico de Argentina. En el plano de la acción hay igualmente un fuerte componente natural, aunque ya no necesita ser explicitado a nivel referencial, porque se hace presente con una tremenda fuerza sensorial a través de los materiales, objetos y cuerpos que habitan la escena desde una sensación de pertenencia telúrica a ese lugar. Este componente natural se potencia por medio de las acciones, que en todos los casos insisten en cruzar la trama de la historia con los elementos naturales, de modo que una y otros terminan siendo confrontados en una inquietante cercanía: dos cosas distintas, pero extrañamente ligadas. Esta enigmática interferencia entre la naturaleza en su estado más instintivo y la historia, produce un raro contraste, potenciado por la fisicalidad de estas acciones (históricas) y de la impresión de realidad (natural) de los objetos, entre los que se incluyen los propios cuerpos convertidos en materiales pasivos, como instrumentos para la construcción de las acciones. Naturaleza, cuerpo y lenguaje, sobre el paisaje de fondo de la historia argentina, son los tres pies sobre los que se construye también Todo crinado, realizado en colaboración con Luis Cano para el ciclo Museos, coordinado por Vivi Tellas. El ciclo consistía en hacer teatro en distintos museos temáticos de la ciudad de Buenos Aires. Todo crinado se hizo para el Museo Criollo de los Corrales, en el barrio de Mataderos, dedicado a la figura del gaucho, un personaje central en el imaginario social argentino, recreación poética del hombre del campo, cuerpoobjeto al servicio del sistema. El proyecto se volvió a retomar como base para un segundo trabajo, del que resultó un monólogo, La desdicha, que se presentó en el marco del Festival Internacional de Buenos Aires. Como una especie de alegoría de la Argentina rural, Todo crinado toma como base de creación física y poética la imagen del cuerpo del gaucho, un cuerpo víctima de violaciones al que le ha sido negado una voz propia. La trama central de la obra consiste en el proceso de adoctrinamiento de este cuerpo analfabeto, al que hay que enseñar a hablar. La lengua inarticulada del gaucho corre en paralelo con su cuerpo reducido a un monigote, víctima de la violencia social. Pero al mismo tiempo el habla informe de Lana es la posibilidad para Rapisarda de llegar a comunicarse con la Madre, personaje representado por una cola de caballo que sólo emite ruidos animales. La animalización de estos personajes construye un universo sonoro en el que la palabra queda próxima a los mugidos indiferenciados de las bestias. Este acercamiento físico al lenguaje se traduce también en un tipo de escritura en la que se resalta entre paréntesis las sílabas tan y son, incluso cuando están en medio de una palabra. El cuerpo sin voz de Lana es un cuerpo desarmado —como las palabras fragmentadas— y su educación verbal pasa por darle un arma a través de la cual adquiere una voz. El aprendizaje de la lengua está, por tanto, unido a un aprendizaje de la violencia. Pero Lana da cuerpo también a un territorio primitivo del que nace un lenguaje poético, un lenguaje que no se ajusta todavía a la rigidez gramatical, a la violencia de las reglas, un lenguaje cuerpo a mitad de camino entre la naturaleza y la historia. Este diálogo entre naturaleza e historia alcanza, por tanto, una dimensión estética, desarrollada por Benjamin desde principios del siglo XX como respuesta a la necesidad de cruzar ambos planos aparentemente opuestos, tanto para escapar a las trampas de la Historia, de un relato construido en función de unas estrategias de poder, como para salvar la negación del tiempo histórico con la que se podría asociar lo natural. El resultado, expresado a modo de estrategia tanto formal como política, fue primero su lectura de la alegoría barroca, y más tarde la actualización de ésta en el concepto de imagen dialéctica, piedra angular de la historiografía materialista expuesta en El libro de los pasajes. La Trilogía podría ser entendida a modo de retablo alegórico en clave poética suspendido en el altar barroco de la historia argentina vista desde los estertores de un siglo XX cuya historia parece no querer acabar, repitiéndose una y otra vez. Aunque la referencia a ese paisaje de muertos que dejaron los años setenta es sólo una posibilidad interpretativa, quizá la que históricamente le toca, lo universal de estos referentes permiten la proyección de estas obras hacia horizontes culturales, poéticos y políticos muy diversos. El mundo poético de la Trilogía posee cierta afinidad con aquellos espacios oscuros donde el tiempo parece haberse quedado detenido en un constante repetirse, característicos de las alegorías barrocas, donde conviven elementos heterogéneos extraídos de realidades de procedencia distinta. Las alegorías se presentan como mundos codificados, jeroglíficos que esconden un sentido sólo accesible para el iniciado. Como analiza De Man en su explicación del sospechoso rechazo de las alegorías en la Modernidad, el espectador se encuentra frente a una representación que no le permite proyectar su yo, identificarse plenamente con lo que ve, sin dejar de reconocerlo como algo terriblemente cercano. Antes bien, este mundo se alza extraño y otro ante quien lo mira; le atrae al mismo tiempo que le rechaza, le seduce a la vez que le reta a descubrir lo que se esconde tras él; no se muestra como una prolongación ilusionista de su entorno, sino que se crea desde un espacio y un tiempo otros, perfectamente acotados por los límites espaciales de ese escenario en el que parecen atrapados los personajes por algún imperativo conceptual, por esa necesidad de significar que cohesiona la alegoría, pero al mismo tiempo de preservar el secreto que oculta, el sentido último de lo que allí se está diciendo/haciendo, la raíz oscura de la naturaleza humana o el sentido último de la historia. Benjamin rescata la alegoría barroca como modelo para pensar la imagen dialéctica —contradictoria— de una sociedad averiada, que va dejando tras de sí escombros sobre escombros, las huellas de un proceso interminable de destrucción, como señaló en aquella renombrada lectura del Ángel de la Historia que descubrió en el dibujo de Paul Klee, incluida en sus Tesis de filosofía de la historia. La alegoría nos habla de una representación que no conduce hacia delante, sino que gira sobre sí misma, condenada a repetirse, como las escenas entre el Padre y la Hija o los encuentros entre ésta y Benya en Ojos. Todo ocurre en un tiempo del después de; no hay futuro, sólo un pasado que vuelve de nuevo sobre el presente de la escena: pasado y presente, historia y naturaleza, ligadas en un campo de fuerzas que impide llegar a una unidad que termine resolviendo el antagonismo, calmando esa tensión que mantiene a los personajes enfrentados a su pasado con la esperanza de encontrar un sentido, una salida cuya posibilidad parece tan remota como la de llegar a tener descendencia fertilizando un óvulo con el semen de un muerto o ser madre y padre al mismo tiempo. Lo fantástico de estas empresas no resta credibilidad a lo real de estas voluntades, siempre al borde de la desesperación. La puesta en escena de estos intentos constituye el centro de estas alegorías escénicas; hacia ahí conduce el desarrollo de la obra y sobre esas acciones giran los personajes tratando de encontrar una salida al laberinto de esta larga noche de la historia (argentina) a la que parecen estar sujetos de manera natural. Estas escenas centrales son cuidadosamente preparadas por los personajes. En Cuerpos es Amina quien dirige la operación y en Ojos será el Padre quien insiste en seguir con el cultivo de su Dacia, tratando en vano de llevar adelante la historia. Al mismo tiempo estas construcciones se convierten en expresión física y material de imágenes intemporales que giran en torno al núcleo poético de la obra, a ese centro oscuro del que emana la representación (de la historia). Frente a la abstracción de las imágenes referidas, las alegorías presentan, antes incluso de lo que re-presentan, un escenario físico y material. Esta fisicalidad inmediata es el campo de batalla fundamental donde se libra la creación teatral. Es importante que estas acciones lleguen a tener el máximo grado de realidad física, de lo contrario la alegoría dejaría de funcionar, al menos como alegoría teatral, y se convertiría en una construcción conceptual carente de cuerpo, es decir, de sentido como tal alegoría. Al igual que las alegorías plásticas o las literarias subrayan a través de la pintura o la escritura su carácter material, su condición de paisajes artificiales, detenidos en el tiempo, las alegorías teatrales se levantan también sobre su propia materialidad objetual y física. En la medida en que esta percepción física de la escena no llegue a comunicarse, dejaría de proyectarse como un interrogante frente al espectador, que lo único que vería sería una abstracción teórica, cuando es precisamente desde su materia prima que debe levantarse la interrogación última acerca del sentido imposible de lo que allí está ocurriendo, de esa historia (natural). La obsesión de Dacia es conocer su historia, el relato de sus orígenes, una historia que está en poder del Padre, pues es el único testigo, el único que la puede contar. El acto de relatar esta trama viene unido a una precisa escenificación que vehicula —pone en escena— este acto de revelación (de la historia); la historia queda ritualizada de un extraño modo, tan preciso en su concreción como críptico en su abstracción: el Padre ha de subirse a un árbol y Dacia, abajo, debe usar un pullover verde. Como corresponde a la construcción críptica de la alegoría, también aquí el acto de relatar está ligado a un paseo que no lleva a ningún sitio, un relato sin final, o peor aún, que ya ha acabado. El cajón-confesionario-invernadero, de donde sale y entra el Padre, maestro de ceremonias de estos ceremoniales, carga de connotaciones este ritual, que como todos los ritos tiene que ver con la actualización de un tiempo pasado, un misterio que sólo puede revelarse de modo confesional y a cambio de un sacrificio. Esta imagen recurrente, junto con la del Padre regando a la Hija con zumo de naranja, sintetizan el deseo de que ésta crezca, como la propia cosecha de naranjas, cuyos árboles plantados en macetas ocupan el fondo del escenario, una presencia de algo natural que termina adquiriendo, como corresponde a las alegorías, una proyección simbólica, pero sin agotarse en ésta, como lo real en Lacan. Este plano se cruza con la historia de los orígenes, el punto ciego sobre el que avanza la representación: la naturaleza enferma de la historia y la historia de esa naturaleza parecen superponerse. De este modo, por ejemplo, Dacia le cuenta a Benya ya en su primer encuentro (aunque se trata de un encuentro más, de los muchos que han tenido y seguirán teniendo lugar, siempre uno más, como se dice en la acotación inicial) sus extrañas visiones, que se cruzan con los recuerdos que tiene éste de su nacimiento. Benya le pide insistentemente a Dacia que le cuente más, y ésta, como un oráculo, le va revelando pedazos de un escenario que ni ella misma consigue recomponer: “Un árbol, un tronco añoso y medio hueco, hay un ciervo muerto adentro, con media cabeza afuera… parece que está por nacer. Del árbol”; pero ante las explicaciones cientificistas de por qué Dacia puede llegar a tener visiones, ésta vuelve una y otra vez con un pedido cuya naturaleza física, real e inmediata contrasta radicalmente con lo borroso de estas imágenes: “Dale, chupame un poquito, frotate acá…”. Lo incomprensible de las visiones se complementa en otro nivel con lo irracional de las acciones físicas; éstas últimas consiguen ponerse a la altura de las primeras, de modo que la abstracción no ahogue la realidad — escénica— de la obra, su única verdad (natural). Por eso cuando Benya insiste en entender de manera lógica esta capacidad visionaria de Dacia, ésta contrapone al racionalismo científico el poder de la música, del jugo o del pullover, objetos en los que su presencia material está en relación inversa a su función lógica dentro de un posible discurso que llegara a revelar el sentido de la historia. Del mismo modo, las acciones físicas, como cuadros recurrentes de una alegoría suspendida en el tiempo, imponen su opacidad material, tan enigmática como aparentemente arbitraria, a la posibilidad de un sentido único, de una salida, de una totalidad. Las imágenes funcionan como puntos de referencia, brújulas para guiarse en este laberinto oscuro de la historia personal y colectiva en la que se encuentran encerrados los personajes; de ahí que en un momento de desesperación exclame Dacia acerca de una Madre inexistente: “Su voz no me dice nada, papá, no me dice nada. Me siento como si flotara dolorosamente, sin existencia. Sin aproximación, sin recuerdo, sin imagen amorosa… qué desolación…”, y más adelante el Padre se hunda en la misma frustración al vincular el futuro, algo de naturaleza tan poco real, con un objeto tan concreto como las naranjas: “Las naranjas me anuncian, nos anuncian el futuro. Antes creía en eso. Podía confiar. ¿Pero ahora? ¿Cuál es el futuro ahora?… No hay más naranjas: ¿No hay más padre?”. A la naturaleza secundaria de la historia se le opone la otra naturaleza, la más instintiva y biológica, en la que se confía para contrarrestar el poder de la primera: «Ya sabemos que tienen todo controlado. Pero rebelate un poco… Vamos a ver si pueden controlar las fuerzas naturales. Inundaciones, sequías, y el humo, el humo que hay», le explica Ángeles a Aurora en Cuerpos intentando subvertir el orden sofocante que lo controla todo en Ravino, incluso a los muertos. Ambas naturalezas comparten esa condición común de lo que está sujeto a un funcionamiento que supera lo humano, un funcionamiento ciego que responde a un imperativo de orden superior. La naturaleza se hace visible en la medida en que se hace inhumana, en que va más allá de lo lógico, de lo comprensible. La clave cifrada de estas alegorías queda inscrita en una extraña sucesión de acciones, sintetizadas en uno o varios cuadros. Esto crea un paisaje fragmentario característico del relato alegórico. Elementos de procedencia diversa se congregan en torno a un espacio único, que es el marco escénico que contiene la alegoría, donde naturaleza y artificio quedan entrelazados de un modo extraño. Atrapada en este fragmentarismo Dacia protesta por la imposibilidad de llegar a algún tipo de coherencia: “Yo quiero ser coherente, pero no tengo una visión. Una sola visión. Una visión simultánea. Veo como cuadros, discontinuo, sin sincronización […] Como una repetición. Eso puede ser coherente. Me esfuerzo por racionalizar”. Este modo de construcción confiere a este teatro una rara capacidad de conjugar concreción y abstracción, poesía y realidad. En Borrascas se hace evidente una evolución que ya se podía percibir en Ojos con respecto a Cuerpos: las imágenes difusas, a modo de ensoñaciones o recuerdos vagos, van ocupando mayor espacio. El espacio exterior al escenario donde se encuentran las tres Borrascas, madre, hija y abuela, está situado ya en el terreno de lo visionario, a mitad de camino entre el pasado, los sueños y el deseo. Ya en Ojos cualquier referencia a un antes de ese presente escénico remite a un episodio de los inicios, cuando tuvo lugar el accidente, tanto de coche como del nacimiento, pero aún ese momento posee cierta consistencia como un pasado real, a pesar de vivir en una continua reinvención. En comparación con Ojos, el reducido espacio de la Cooperativa de Ravino se construye en contraposición a un exterior dominado ya por una extraña naturaleza, pero con el que aún parece haber una comunicación real, sobre todo a través de los cuerpos que llegan de ese afuera, de donde también regresa Ángeles. Como en estas dos obras, Borrascas transcurre en un espacio pequeño y sofocante, más aún por el hecho de que la mayor parte de la acción tiene lugar encima de un techo de paja, lo que dificulta los movimientos. Este espacio se presenta una vez más como una suerte de tabla de salvación frente al espacio exterior, la laguna, un paisaje natural desecado, dominado por la sal, los recuerdos y las personas que viven únicamente en la memoria, los que murieron o los que todavía no han nacido. La realidad de este espacio se hace más difusa que en las obras anteriores, y a ello se le suman las continuas visiones de Clama, la hija, que como Dacia, diluye la realidad entre el deseo (de futuro) y el recuerdo borroso del pasado. El espacio de lo poético, de la introspección intimista, contaminado nuevamente por los elementos naturales, como la tierra, la noche, las pajas, el esparto, la sal o el viento, deja menos lugar a la realidad material, defendida por los objetos y cuerpos que ocupan la escena, pero sobre todo por las acciones de estos cuerpos en su intento por aclarar o encontrar una salida a este piélago de brumas del que tratan de escapar aferrándose a alguna certeza que permita describir un movimiento de la representación (de la historia) hacia delante. La pasividad de Carda, la abuela, y de la Madre, deja a Clama sola en su búsqueda desesperada de un hijo —de una esperanza— que no se sabe si realmente vivió y las abandonó, como todos los varones de la familia, si se lo robaron o solamente fue un sueño de Clama, o incluso lo mató ella misma, porque según insiste su Madre, “FALLÓ TU NATURALEZA DE MAMÁ”; aunque ella trata de afirmarse en mitad de la desolación ante tanta incertidumbre en su convicción de que no fue así: “Sé que le di teta Madre, le di teta y después… es todo borroso. Se lo llevan y me lo traen cada tanto… No puedo ubicarme. ¿Qué pasó? ¿Lo maté, dijiste?”. Al igual que las pajas que las tres mujeres, como personajes de un relato mítico, entrelazan afanosamente para sostener el frágil techo sobre el que viven, las imágenes se cruzan hasta llegar a alcanzar más consistencia que la propia realidad. En dos ocasiones Clama sale al exterior y llega hasta la laguna, pero allí no quedan más que voces y fantasmas. La imagen central de las tres mujeres, pero especialmente de Carda, la abuela, y la Madre como pájaros encaramados en su nido, unidos a él por una suerte de destino (natural), enraizados a ese espacio, como ocurría también con Amina a la Cooperativa o Dacia a su macetero, llega a transformar la realidad, hasta el punto de que éstas terminan moviéndose a saltos, dejando ver garras en lugar de manos, como resultado de una progresiva metamorfosis que dinamita la realidad material de la escena y hunde el conjunto en la atmósfera surreal de un paisaje onírico. De este afuera consigue Clama traer una vara como todo testimonio de una realidad cada vez menos real. Al igual que Amina, Carda exalta las virtudes naturales de ese reducido espacio para disuadir a Clama de seguir buscando afuera: “Las aves viven así. Y son familias armónicas. Se cuida y se picotean con gusto. Hacele caso a tu madre. Y date por bienvenida”. El escenario ya no es el lugar de unas acciones que se van a realizar cuidadosamente a lo largo de la obra, orquestadas por Amina o el Padre de Dacia, en las que el propio cuerpo de los actores/personajes constituye la materia prima; en Borrascas estas acciones, más reiterativas y mecánicas, quedan reducidas al infatigable trenzado diario del techo de pajas, Clama excavando agujeros en la tierra o la Madre subiendo una y otra vez al techo a la hija semiatada a una silla. Estas acciones, que empezaron a realizarse ya antes del comienzo de la obra y que continuarán después, como en Ojos, pero con un grado mayor de abandono, de fatal automatismo, terminan asimilándose a un ámbito de ensoñación donde la posibilidad de una potencia transformadora, de una capacidad de llegar a ser, de una facultad de actuar que ponga en marcha la historia, queda ahogada por un ambiente de sofocante pasividad. El espacio de los sueños, que es también el espacio de los muertos, se adueña del escenario, y no queda posibilidad para el futuro, como explica Clama: “Cuando vine embarazada yo también pensé: Papá. Pensé Papá y pensé Futuro. En la laguna no se puede pensar más. Si vieras. Quemados. Todo…” Si la trama de Cuerpos comienza con el regreso de Ángeles, en el caso de Borrascas nadie va a regresar, ni siquiera se sabe si hay alguien que pueda hacerlo; tan sólo una vez volvió la propia Clama engañada por el señuelo de la muerte de la madre, pero incluso este regreso queda envuelto en lo confuso de los sueños que han engullido el pasado: “Vine y estoy contenta. Esto no es un sueño, ¿no? ¿Y mi ‘Hijo’?, ¿vendrá?”. La imagen recurrente de una persona amamantando a otra, que en Ojos se llega a poner en escena, físicamente y con variaciones, ahora queda referida por Clama entre dudas de si realmente ocurrió. La trama (de la historia) se hace difícilmente aprehensible, rodeada de sueños y voces que la disuelven, mientras que todo está gobernado por esa naturaleza onírica, desolada por un destino (natural) que trajo pestes y enfermedades; abrumada por tantas huellas de muertes que terminó quedando suspendida, sin historia que llevar adelante, en la quietud circular del tiempo, como explica Clama tras su vuelta de la laguna: “Está todo cambiado. Muchas cañas en cruz. Arrumbadas. Casi no hay agua. La Laguna es sal, una capa gorda de sal… dura, sólida”. En relación a lo natural podemos entender el desarrollo de un plano sonoro que va ganando también espacio, mientras que las reflexiones explícitas sobre la gramática del lenguaje, que tanto abundan en Cuerpos, es decir, sobre la dimensión construida del lenguaje, de alguna manera menos natural, desaparecen. El espacio escénico, el espacio de la construcción hecha visible, queda ocupado por una historia ya naturalizada, saturada de pasados, sueños y recuerdos, que llega del exterior. Esta naturalización del lenguaje implica también la naturalización de la historia. La apelación a esos nombres bíblicos, nombres eternos, que en Cuerpos es una referencia tangencial, en Borrascas se convierte en un punto de partida, el destino (histórico) queda contenido en el nombre de cada uno, que se convierte en su segunda naturaleza; o como explica la Madre: “nunca me hubiese ocurrido quejarme por mi nombre, (Madre), a mi madre. Si fue confuso para mí, sobrellevé ese peso para convertirlo en algo bueno. Miro al futuro pensando que Madre Borrasca es el destino que Carda Borrasca pensó para mí. Solo puedo tratar de enaltecerlo”. “Los nombres no son más importantes que los ruidos de las cosas”, afirma Carda, al tiempo que sus charlas, encaramadas al techo de paja de la habitación, se terminan asimilando al ruido ininteligible del canto de los pájaros. Paralelamente Clama repite que en ese paisaje desecado por la sal que es la laguna, no se oyen más que voces —“Las voces. Muchas voces. Parecían un coro implorando”—, voces como cuchillos que terminan convirtiéndose en onomatopeyas, con las que se comunican Carda y la Madre, mientras que la hija no deja de quejarse de ese farfulleo insoportable. Ruidos, sonidos, cantos y voces sustituyen a las palabras como expresión de la sonoridad humana. El lenguaje se hace informe, como un magma sonoro del que salen y al que vuelven las palabras, un estado pre-expresivo sobre el que se desdibuja una historia imposible. Esta evolución se terminaría de completar en Patos hembras, un texto breve donde la acumulación de imágenes se desborda y las acciones pierden la dimensión performativa que aún tenían en Cuerpos u Ojos, tan cuidadosamente organizadas por los mismos personajes en cada detalle físico. La propia escritura dramática, participando de la condición liminal de este texto, diluye las convenciones del género: nombres de personajes, acotaciones y diálogos se confunden en un espacio único de escritura que no diferencia diálogo de acotación, lo dicho de lo pensado, intervenciones a menudo narradas por uno o varios personajes cuyos nombres se van acortando a lo largo de la obra, como el de La Mujer Madre del cuello como mordido, que en su proceso de reducción llega al extremo de violentar la gramática: “La Mujer Madre del”. Como el resto de la naturaleza, ésta, la naturaleza del lenguaje, parece también enferma, extrañamente dislocada, así, por ejemplo, cuando más adelante La Mujer Madre del dice que Avezota decía “Tu pequeñez quede claro”, y “así todos los días”, en un acto de reafirmación de lo que ya no funciona, del fracaso del propio lenguaje en su función de llegar a expresar algo con claridad: “la pequeñez. / Claro”, y más adelante: “Claro / La Pequeñez”. Como si la conciencia de esa imposibilidad, que es también la conciencia de una realidad (histórica), tendente inevitablemente al fracaso, se hubiera apoderado de las convenciones del texto dramático, y la misma escritura, conociendo quizá el fracaso de su deseo imposible de llegar a ser puesta en escena, apuntara más bien a otro medio de expresión menos físico y material, como la pantalla, que pudiera dar salida a ese mundo saturado que ya no puede ser contenido en los cuerpos escénicos (vivos), porque ya están muertos. El punto de llegada es ese paisaje fragmentario del que se quejaba Dacia, pero llevado ahora al extremo. Las imágenes formadas por estas situaciones familiares podrían confundirse con las que aparecen pintadas en un cuadro o talladas en una madera, y lo que piensan los personajes o lo que recuerdan, que ocupa una gran parte del texto, pudiera intercambiarse con lo que realmente ocurre, sin que haya un adentro y un afuera —tan claramente delimitado todavía en la Trilogía— que separe lo real de lo irreal; de este modo, la cabeza de una mujer tallada en una hebilla, un objeto central en la obra, presenta un cuello “que está por quebrarse en el próximo instante. Un cuello que avanza sobre la madera”. Este juego de cajas chinas se complica cuando estos pensamientos, que en un momento se enumeran del uno al tres, son a su vez parte de un sueño: “Ambos sueñan que piensan”, en un juego de multiplicación que convierten el espacio poético en algo cada vez más denso, también por ello más teatral, resultado de una progresiva reducción que había comenzado con Cuerpos y Ojos. Todo lo que ocurre es dudoso, como en un sueño que apenas se consigue recordar, por ejemplo cuando se afirma que “El Hijo, en babia rompe el plato y saltan pedazos de astillas blancas que parecen incrustarse en la cabeza del Hijo”, para repetir a continuación la misma acción en condicional perfecto—“Que se hubieran incrustado”—, es decir, como algo que hubiera ocurrido si hubiera sucedido alguna otra cosa que ya no conocemos; todo ocurre de una determinada manera, pero podría ser de otro modo, podrían darse otras posibilidades en el infinito juego de repeticiones en el que están atrapados los personajes: “El Hijo no va al sofá. Tal vez esté mirando la bragueta de su pantalón mal abrochada. En ese caso, desviaría la vista hacia la ventana”. En ese ámbito de sombras el lenguaje, convertido en acción, vuelve a adquirir protagonismo. Los cuerpos de estos personajes ausentes se hacen visibles en el acto de decir esas palabras, enmarcadas por las comillas, como los lemas que se despliegan enigmáticos al pie de las alegorías. Al explotar en el espacio las palabras dejan ver los rostros huecos de donde vienen, las máscaras de quienes las pronuncian. El acto de decir se convierte en una acción proyectada en el plano poético al mismo nivel que el pensar, el recordar o el soñar; lo que se dice, se piensa, se recuerda o se sueña, queda no sólo necesariamente ligado al cuerpo de la persona donde se produce ese hecho, sino que este acto de dicción/de pensamiento revela su mayor realidad en el momento fugaz —escénico— de su ejecución. El hecho en sí no es solamente el contenido de ese sueño, o de esas palabras, sino sobre todo el proceso físico de su acontecimiento, el instante puesto en escena de una enunciación. De este modo se enumeran los pensamientos, pero también los actos de dicción:

Y dicen, “La mujer lo mira y mira las cosas. Tres veces”. Yo pienso: Lo mira y mira las cosas. […] Y dicen “Ni hizo falta tres veces”. Dicen “Ella solo dijo: la palabra es hembra. Y así será.” Dicen las tres “Así será” Aparentemente en las antípodas de estos abigarrados mundos poéticos, el teatro de lo real de Los 8 de julio o Los muertos, construido con un evidente tono documental, plantea otras formas de relación entre lo natural y la historia, dos polos que sin embargo no dejan de estar presentes, aunque retomados desde otros espacios. La dimensión natural de la condición humana queda iluminada ahora bajo una mirada que se pretende objetiva, que se pone en escena a sí misma como un instrumento de análisis empírico —y aparentemente no ya poético— de la realidad. En Los 8 de julio se focaliza la naturalidad, paradójicamente escénica, con la que se muestran las vidas de tres personas, cuyo único nexo, aparte del azar de haber nacido el mismo día, es el de ser argentinas. La obra consiste en documentar sus vidas a través de tres estrategias distintas. A estos tres retratos se suman los que aparecen en la filmación de la Plaza de Mayo al comienzo y al final de la obra, personas hablando de ellas mismas, de lo que están haciendo en esa Plaza ese día de diciembre de 2001, casualmente con el ruido de los disturbios entre policía y piqueteros de fondo, y de qué creen que estarán haciendo un día tal como ese dentro de cinco años. Los 8 de julio muestra la naturaleza humana, pero no en abstracto, sino en el aquí y ahora de situaciones concretas, de espacios y tiempos determinados histórica y políticamente. Nuevamente la naturaleza por un lado y la historia por otro, cruzándose de manera inextricable, como dos polos entre los que se abre un extraño campo de fuerzas: ¿dónde acaba la naturaleza y empieza la historia?, o en los términos más teatrales en los que se planteó el ciclo Biodramas, coordinado por Vivi Tellas, para el que se hizo esta obra: ¿dónde empieza lo real y acaba la ficción?, ¿es posible separar ambos espacios? Personas todas iguales y todas distintas que comparten tanto como les distancia. Ahí radica su primera compresión del teatro, confiesa Alfredo Martín al comienzo de su intervención hablando de cara al público frente a un micrófono: en aquello que a él como observador le separa del otro, de aquel a quien está mirando; lo insondable de la naturaleza de un rostro que tenemos ahí en frente, justo delante nuestra, con el que compartimos tanto y al mismo tiempo tan poco, tan cercano y tan lejano a la vez, tan cotidiano en su realidad, en su naturaleza humana, y tan extraño como ficción, como pedazo de realidad forzado a convertirse en una historia, como la de las personas que protagonizan este relato (escénico). Con un título tan afin al tema central de la Trilogía, en Los muertos se despliega una reflexión sobre otro de los aspectos constituyentes de la naturaleza humana; un modo distinto de hablar del otro, de un otro todavía más lejano, el otro por excelencia, el que ya no está. Igual que en Los 8 de julio, no se trata ahora de pensar sobre la muerte en abstracto, sino sobre muertes muy concretas, la de aquellos que murieron en la provincia de Buenos Aires durante los seis meses que duró el proceso de creación de esta obra, la de muertos célebres argentinos, la representación de las muertes en los cementerios o en películas argentinas. Así pues se ofrecen estadísticas y datos precisos del modo como murieron, mientras que se proyectan imágenes de distintos tipos de tumbas del cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires. En una palabra, se trata de la puesta en escena que una sociedad hace para sí misma de la muerte. La muerte, lo más natural, cruzado con la historia, o dicho de otro modo: la historia de los muertos en Buenos Aires a comienzos del siglo XXI, sus modos de representación, la manera de recordar a los ausentes, o en términos más económicos, de administrar la muerte, ese teatro de los muertos que nos conduciría hasta los orígenes rituales de la representación. Historiar la muerte, mostrar la historia del ser humano, sin dejar de pensar en el lado natural que hace que todas las muertes, como todos los seres humanos, tengan algo en común, a pesar de sus diferencias históricas; pensar el tiempo que lo muda todo y al mismo tiempo aquello que parece ahistórico, que permanece más allá del tiempo, porque está en la naturaleza esencial del hombre, su condición fundamentalmente histórica. Intercalándose con las intervenciones de Matías Vertiz, en las que se ofrece estos datos precisos, Alfredo Martín refiere aquella representación del cuento de James Joyce, Los muertos, que supuestamente tuvo lugar en la provincia de Corrientes hace treinta años. Tras describir la escenografía y los problemas que fueron surgiendo para montarla, se dedica a la reconstrucción de las escenas centrales, pasando con rapidez de un personaje a otro. Representar una representación hace visible el lado más artificial de este acto de imitación, pero al mismo tiempo deja ver el componente profundamente humano que esconde este ejercicio tan artístico como social de la imitación del otro, hacer presente al que está ausente, un fenómeno que está en la raíz de los rituales religiosos. El artificio de la verdad termina mostrando la verdad del artificio, del juego de la representación. Este momento de revelación ocurre con mayor intensidad en la medida en que consigue expresar al mismo tiempo el artificio de una historia, fundamentalmente escénica, la historia de una reconstrucción, y la verdad (natural) que oculta ese mecanismo de representación, doblemente artificioso. En la representación que hace Alfredo Martín del monólogo final, tal y como él recuerda que debió de ser aquella escena, se alcanza el clímax de la obra; en esa escena la actuación alcanza una intensidad que termina por imponer una verdad, una emoción desbordada en mitad de ese espacio donde todo suena a experimento escénico o conferencia teatral, en la que todo parece estar perfectamente medido. En mitad de la medida algo se desborda, no la emoción del personaje representado por Alfredo Martín, sino la del propio actor en ese acto de interpretación, en ese viaje al pasado de los ausentes desde un presente real, que es el presente de la actuación y desde un cuerpo también real. Una vez más, en ese punto de máxima intensidad (física), el artificio de una historia, el truco de una trama, se cruza con la naturaleza (humana) de quien finge esa historia, del actor como metáfora universal del ser humano. Además de las historias (naturales) a las que remiten estas obras, historias de vidas y muertes, están las otras historias, las tramas escénicas articulada a través del modo de (re)presentación. Esas tramas son las que apuntan, por la forma como están construidas, a la máxima transparencia, a un efecto de objetividad que se apoya en una puesta en escena minimalista que trata de evitar convenciones o efectos de estilo. Ahora bien, esa depuración escénica, que reduce la obra a su esqueleto visible, se convierte en la trama de la misma obra, la historia de un proceso de construcción. El resultado de una serie de reglas precisas y no pocos azares se presenta — más que re-presenta— en Los 8 de julio. Esta historia de una presentación tiene, por tanto, un alto nivel de artificio, pero al mismo tiempo está formada, como toda historia, por un componente temporal esencial, que la pone en relación con un plano natural que no deja de tener algo de escénico, de ahí el subtítulo “Experiencia sobre registros del paso del tiempo”. Desde esa complejidad histórica o estrategia escénica se llega a atrapar la naturaleza humana en todo lo que tiene de sencillo y extraño al mismo tiempo, de transparente y opaco. La historia escénica de Los muertos puede parecer menos compleja, pero no deja de estar presente ahí, en escena: por un lado, una investigación sobre la muerte en Buenos Aires y, por otro, una reconstrucción de una representación. Ambas investigaciones articulan una trama casi detectivesca de búsqueda de datos, entrevistas, interrogaciones que llevan el proceso por un camino u otro.

Este proceso es la trama construida desde dentro de la misma obra, una trama que, al igual que en Los 8 de julio, se hace pasar por verdadera. Aunque no todo lo que se dice en Los muertos es cierto, como esa supuesta representación de Los muertos en Corrientes, la transparencia con la que se presenta le exige al espectador que crea en la verdad objetiva, y no únicamente teatral, de lo que allí se está contando. Cuando la escena se impone con una potencia propia, con su verdad específica, lo de menos es si lo que allí se dice es ficción o realidad. Frente al paisaje de fondo de ambas obras, vidas cotidianas y escenografías de la muerte, se levanta un entramado que es el proceso (de construcción), un proceso temporal minuciosamente desarrollado, en el que todo está pensando para que tenga su preciso lugar en la obra, incluso la figura del intérprete, realizado por Nikolaus Kirstein, con una presencia tan visible como serena, que desde un segundo plano y en un sugerente tono de neutralidad va traduciendo lo que dicen uno y otro. Como afirma Amina insistentemente, “cada cosa en su cucheta”; aunque ahora se trate de un espacio aparentemente de no ficción, todo queda cuidadosamente dispuesto para mostrar el resultado de esta especie de experimento teatral. Una vez más, frente al elemento natural que aparece por un lado y otro, los azares de la vida y sus incertidumbres, lo incomprensible de la muerte, el exceso de la emoción, se alza una historia, cuidadosamente puesta en escena, cuidadosamente pensada en un esfuerzo imposible para llegar a desvelar lo que se oculta detrás de estas vidas. Ese exceso escénico es lo que fisura la representación, el quiebre de la representatividad política argentina a la que se refiere Beatriz Catani, que motiva su evolución hacia este teatro documental; y este componente excesivo es también el que forma parte de esa naturaleza (de la historia), que se hace más visible, como explica De Martino, en los momentos de desorden histórico/escénico. En el Taller Edificio, realizado en la Casa de América de Madrid, con el significativo subtítulo de “Dramaturgias de lo real”, se vuelve a traer a escena ese complejo campo de tensiones entre una verdad humana y social a la que se quiere llegar, en este caso la de los vecinos de un edificio del madrileño barrio de Lavapiés, y la mediación artificial (escénica) puesta en juego para llegar a atrapar algo de esa esquiva naturaleza. Entre un plano y otro se dejan ver las figuras de quienes llevan a cabo estas reconstrucciones, la de los propios actores-autores que acuden a este edificio para entrevistar a sus vecinos y luego, en muchos casos con la participación de los propios vecinos, poner en escena las vidas cotidianas de éstos, dramatizar sus miedos, los azares que atravesaron sus existencias, sueños y fracasos. Entre la realidad observada y lo que se representa se encuentra la mirada de quien documenta todo esto y lo traslada al espacio artificial de la escena. Entre la espontaneidad de unas vidas, que se resisten a ser reducidas a un escenario, y el artificio de un teatro, se encuentra una mirada subjetiva, que también se escapa constantemente, escindida entre su yo más profundo y la necesidad de poner en escena de manera objetiva a otra persona.

Nuevamente asistimos a una historia de búsqueda, de documentación, de preguntas y posibles estrategias de representación, posibles historias escénicas, y frente a ellas una realidad que parece estar escapándose, en virtud justamente de su componente más natural, que paradójicamente es también el más histórico, la vida de estas personas ligadas a tantos azares, decisiones, proyectos y realidades. En este campo de experimentación con lo real, a mitad de camino entre lo natural y lo histórico, se sitúa también Félix. María. De2 a 4, una obra que se realizó a modo de recorrido por diferentes espacios públicos de la ciudad, primero en La Plata y luego en Córdoba, por los que se desplaza la pareja protagonista, Félix y María, seguidos por los espectadores, que escuchan los diálogos de los personajes a través de auriculares. La impresión de realidad que se obtiene por la utilización de un espacio real choca con la trama folletinesca, a modo de telenovela, interpretan los dos personajes. Este componente ficcional, apoyado sobre convenciones fácilmente identificables, contrasta con la realidad objetiva de estos escenarios. La naturalidad de estos últimos se opone al artificio de la historia, poniendo de manifiesto la distancia entre una y otra, y al mismo tiempo su extraña cercanía. A pesar de la radical transparencia con la que se exhiben estas obras, a diferencia de las alegorías, el espectador termina chocando sin embargo con una realidad en bruto que ya no puede atravesar; en el centro de ese escenario documental late —y ahí radica el reto artístico de este teatro de lo real— algo tan insondable como esas imágenes recurrentes sobre las que se levantan las alegorías, aunque ahora parezcan recortadas directamente de la realidad. La vida tan normal de esas personas, sus rutinas cotidianas, sus miedos e ilusiones, tan fácilmente reconocibles, terminan teniendo algo de extraño; lo más natural se hace enigmático. El rostro de una persona, visto de cerca, que ya aparecía en esta obra, sobre todo en las filmaciones de las personas que pasaban ese día por la Plaza de Mayo, se presenta como algo tan humano como insondable. Ya Lévinas pensó en el rostro como la cara insondable del otro, de aquél que me exige una infinita responsabilidad, previa incluso a todo conocimiento, es decir, a toda representación. Ese rostro nos mira desde ese otro lado que nunca se agota. Al final del Taller Edificio, cada actor, sentados en línea al fondo de un amplio espacio, frente al público, que ocupa el otro fondo de la sala, e iluminados por focos y hablando frente a un micrófono, hace un retrato de sí mismo, de él mismo como objeto de investigación (escénica), que también va a ser puesto en escena, su yo más profundo convertido en una historia, en un interrogante. A la entrada al espacio donde se representa la obra hay varios monitores donde se proyectan películas de directores que han trabajado intensamente con el rostro, como Bergman, Godard, Casavettes, Akerman o Dreyer, y en el programa de mano aparece una cita de este último: “No hay nada en el mundo que pueda ser comparado con un rostro humano. Es una tierra, que cuando se la explora, jamás harta”. Estos autorretratos son comparables a los que hacen de sí mismos los actores que Beatriz Catani introduce en la ópera de Francesco Cavalli, Gli amori d´Apollo e di Dafne. Metamorfosis de los sueños y las pasiones. Estos actores, de edad avanzanda, cuentan sus primeras historias de amor, al tiempo que reflexionan, desde su propio cuerpo envejecido, desde el aquí y ahora del escenario donde se encuentran, sobre el paso del tiempo y la transformación de las pasiones, sobre sus historias personales y la naturaleza (del tiempo) a la que sus cuerpos se encuentran visiblemente sujetos. Los cuerpos, los rostros, las voces, lo más natural de uno mismo, convertido en relato de la historia, en textos vitales (físicos) que esconden siempre más de lo que muestran. A través de esta irrupción de lo real, se consigue proyectar el alegorismo barroco del siglo XVII al presente actual al que remiten esas vidas y esos cuerpos. El escenario barroco, diría Benjamin, queda ahora transformado en una imagen dialéctica construida sobre un eje de contrarios llevados al extremo. Sobre este eje se organiza extrañamente la vida: el contraste entre lo natural y lo histórico, entre la tierra, un árbol y los propios cuerpos desnudos, que llenan el escenario, y el artificio del universo barroco, de un libreto de Giovanni Francesco Busenello, algunos de cuyos fragmentos son escritos en una pantalla gigante por los propios intérpretes, poniendo de manifiesto el carácter enigmático que tiene en el fondo toda escritura, o de las fotografías que muestran los actores de sí mismos de jóvenes; un mundo de textos e imágenes, de representaciones humanas que hablan de lo inexplicable del paso del tiempo, de la naturaleza y las pasiones, de ese complejo tejido natural sujeto a una continua transformación (histórica). En Los finales se retoma el mundo de ficción que había quedado interrumpido tras Cuerpos, Ojos y Borrascas, sin embargo, el paso por el tono de documental de estos últimos trabajos había de dejar una huella en este regreso a lo poético en el que lo real del mundo escénico va a adquirir mayor presencia hasta llegar a una suerte de poesía física. Los finales nos devuelven a aquellos reducidos espacios donde los personajes parecían estar atrapados, pero desde un planteamiento dramático en el que la ficción se adelgaza en favor del aquí y ahora físicos de la escena. De este modo se potencia un efecto de presente que se alarga de manera informe, un presente suspendido, como también ocurría en Ojos, pero ahora la relación con ese pasado que regulaba el mundo de Dacia, Benya y el Padre, va a ser distinta. A diferencia de los textos de la Trilogía, que ya estaban más o menos acabados al comienzo de los ensayos, Los finales fueron creciendo desde el trabajo directo con los actores, lo que hace que, también a nivel escénico, la historia (dramática) tenga un peso distinto. Esta nueva relación texto-escena afecta a la vinculación entre el presente (escénico) y el pasado (textual), entre la naturaleza y la historia. La naturaleza dominante ya no tiene como referencia central ese afuera de la escena, convertido en un paisaje natural de signo apocalíptico, sino que se genera de manera orgánica a partir del ritmo físico de las actuaciones. La primera escena se abre con una extraña acción que llega a convertirse en metáfora de toda la obra: «Amelia sigue con la vista una cucaracha y la aplasta y la observa”, un episodio que remite, como se dice en la conversación entre Beatriz Catani y Guillermina Mongan, a una de las fuentes que inspiró la obra, La pasión según G.H., de Clarice Lispector. Esta cucaracha seguirá muriéndose durante todo el transcurso de la acción, mientras que de tiempo en tiempo es observada por alguno de los personajes, que la presentan como “bicho emblema de la resistencia pasiva”, del seguir estando ahí, en ese continuo presente, a pesar del tiempo, de la historia y las catástrofes naturales que ha sufrido el mundo: “Su único sentimiento es la atención de vivir. La atención puesta solamente en vivir…”, sobrevivientes, como esos personajes enraizados a la tierra de la Trilogía, habitantes de un mundo del después de un antes del que en Los finales parece que se quiere escapar tratando de cerrar en vano un capítulo de la historia, de poner un final a algo que, como la propia obra, se resiste a terminar, llenándose de ese vacío en el que parece encerrarse algo de lo real, como dice Lispector (1978: 111) de cierta páginas de la literatura, que ahora podríamos sustituir por escenarios: “Ciertas páginas [escenarios], vacías de acontecimientos, me dan la sensación de estar tocando la cosa en sí, y es la mayor sinceridad”. Como en la Trilogía, se suceden imágenes obsesivas traídas del pasado, recuerdos que llegan hasta el presente; aunque desde el comienzo insiste Julia, después de preguntar si se nota que se está moviendo, mientras rebota cada vez más fuerte contra el sillón, que se acabó la densidad. Magdalena se deja contagiar por los movimientos de Julia y le da las gracias porque esto le ayuda a pensar, quizá por esta falta de densidad, esta reconquistada sensación de ligereza, de aquí y ahora, que le permite volver a pensar en el futuro y en tiempo futuro, como ella afirma después de que Amelia les confiese que ella también se siente bien, porque oyó por los auriculares, que llevan puestos cada una y por los que se oyen distintas versiones de la marcha peronista, que “Si hasta hoy fui mutilada. Ya no”, consigna que repiten las tres, en lo que es la primera alusión a otro de los intertextos de Los finales, el Tito Andrónico de Shakespeare, cuyo imaginario de mutilaciones y muertes violentas llenan una vez más el mundo poético de Beatriz Catani. En términos estéticos esa densidad, que es también física, se traduce en una densidad poética que convierte este espacio, aparentemente familiar, en un escenario que desde la inmediatez de sus cuerpos se proyecta hacia ámbitos tan difusos como la imposibilidad del presente, los límites de lo natural o el peso de la historia. El universo femenino de Beatriz Catani, en diálogo directo con esa materialidad informe que nos habla de lo interior, del origen (de la historia) y el sentido presente de los cuerpos, es ahora potenciado a través de acciones que una vez más se adentran en esa “zona de inhabitabilidad” de lo abyecto, como lo define Butler (1993: 20), en aquellos espacios que por excluidos ponen en peligro la integridad del yo: “Esta zona de inhabitabilidad constituirá el límite que defina el terreno del sujeto; constituirá ese sitio de identificaciones temidas contra las cuales —y en virtud de las cuales— el terreno del sujeto circunscribirá su propia pretensión a la autonomía y a la vida”; aunque aquí esa defensa habrá de jugarse contra un espacio síquico y natural profundamente atravesado por lo histórico. Las acciones que articulan la obra insisten en esa sensación de presente amorfo, de inmediatez que se agota en sí misma, como la repetición compulsiva de un movimiento sin finalidad aparente más que el hecho de moverse, de sentir uno mismo que se está moviendo, repetir una y otra vez lo mismo, la misma afirmación, la misma pregunta, insistentemente —»¿Soy fea? ¿Soy fea? ¿Soy fea? ¿Soy fea? ¿Soy fea?»—, listados interminables de enfermedades que Magdalena se pregunta si tendrá o no tendrá en el futuro, a las que MV va añadiendo «Yo también», catálogos de finales, juegos triviales que se acaban en sí mismos, como jugar con la pelota o hacer pompas de jabón, el tirarse una a otra de los elásticos del corpiño y la bombacha, mientras dicen: «Pasividad del género», hasta llegar al daño físico, o el acto de masturbarse, metáfora por excelencia de la gratuidad de lo excesivo del placer que define la naturaleza, pero también la diluye más allá de los márgenes de lo culturalmente establecido. El carácter excesivo de estas acciones, desbordadas de realidad, como la propia agonía de la cucaracha, en constante diálogo con la muerte, la violencia, el placer o lo inútil, abre una fisura, un vacío sobre el que se termina levantando una pregunta acerca de lo real inmediato, un interrogante sobre la mera posibilidad de un sentido —¿”Qué pasa? ¿Alguien sabe qué está pasando?”, se pregunta Julia—. Esta reflexión teatral, girando de manera errática en torno a ese presente físico y real de los actores, pero también de los espectadores, va construyendo una trama escénica, como también se terminaba generando en el teatro documental, historias que crecen desde dentro y que hablan por omisión de todo aquello que se apunta pero no se acierta a decir, el punto ciego sobre el que se construyen, una y otra vez, en torno al mismo pasado que no deja de brotar desde dentro de uno mismo. Esa actitud de pasividad, como de cierta indolencia, presente en la obra de Beatriz Catani y que ahora se acentúa, hace visible un estadio de lo real anterior a las apariencias, una pasividad inasumible, el “psiquismo previo que es la significación por excelencia”, que Lévinas (1974: 127), en De otro modo que ser, o más allá de la esencia, adopta como base última del pensamiento ético y que Beatriz Catani presenta como la naturaleza última desde la que seguir resistiendo. Liviandad, movimiento, posibilidad de cambiar, futuro y placer del presente, del puro presente como reducto último de la felicidad, son las consignas con las que se inician Los finales. Resulta significativo de esta nueva actitud ante el pasado el propio título del primer capítulo «Nuevos propósitos», aunque nuevamente la empresa esté seriamente amenazada por el fracaso: «Ahora no puedo. Me provocaron hasta acá.

El pasado es así, no lo podés nombrar tanto. / Vuelve. / Estoy fracasando, ¿se nota?… no puedo hablar en futuro, no me sirvió nada, ni entrenar, ni perfeccionarme, nada». El exceso físico que caracteriza las acciones se convierte en la puerta de atrás por la que estos cuerpos atraviesan el tiempo. La ordenación lineal que gobierna la historia queda interrumpida por estas formas de exceso, como la violencia física, la masturbación, el llanto, los juegos y las representaciones teatrales, o incluso los diálogos intranscendentes. Todo ello hace que la actuación crezca desde dentro, de forma aparentemente inmotivada o al margen de una causalidad lógica, abriéndose hacia una indeterminación acerca de lo que allí está pasando, de algo que podría acabar en cualquier momento o que incluso podría haber acabado ya, mientras todo se va cargando de esa confusa insignificancia con la que Clément Rosset define lo real en su Tratado de la idiotez. Estas historias físicas, como intentos desesperados por salvarse una vez más de la Historia, se entrelazan con las numerosas historias referidas, historias de accidentes o finales, de muertes violentas o extraños acontecimientos que cuestionan una y otra vez los límites de la naturaleza, las fronteras entre el cuerpo y la historia. Como se explica acudiendo a la imagen de la cucaracha agonizante, la materia inmunda que sale de su cuerpo sería como ese pasado que se expulsa desde el presente del propio cuerpo, la historia —igualmente inmunda— que vuelve una y otra vez sobre el escenario del presente. Materia e historia, cuerpo y pasado, son convocados en la inmediatez de un mismo espacio construido a modo de accidentes, de finales que no consiguen cerrar la representación (de la historia), como afirma Magadalena: “EL PASADO ES ASÍ. Historias, historias… materia que se expulsa para afuera”. Desde ese tiempo de reflexión, carente de una ordenación fija, como el abismo de una noche de insomnio a la que se hace referencia, se acumulan disquisiciones, comentarios o polémicas sobre el tiempo, el pasado y el futuro, los hijos y la figura de la madre, la oposición entre naturaleza y accidente, la felicidad y las cosas antiguas, los sueños y la realidad, temas que en obras anteriores aparecían de forma implícita, integrados dentro de la trama, y ahora son abordados de manera directa, igual que la pasividad como forma natural de resistencia. Siguiendo esta lógica de superficie, de desplegar las profundidades sobre la superficie del presente escénico, como si se diera la vuelta a un calcetín — utilizando la imagen que propuso Richard Foreman para explicar su teatro—, se podría entender que en esta obra, aparentemente con un peso menor de la historia, aparezca una de las referencias históricas más explícitas en toda la obra de Beatriz Catani, como es la marcha peronista, sonando a través de los auriculares en distintos ritmos. Historia y naturaleza se cruzan de un modo más azaroso y menos lineal, quizá también por ello más natural, ligado a esa especie de insignificancia de la que brota lo real, que conforma la materialidad informe de los cuerpos, y ya no sólo a nivel referencial, sino sobre todo escénico. A diferencia de lo que ocurría en la Trilogía, donde todas las posibilidades estaban ya predeterminadas por una historia (pasada), ahora se abre un espacio donde se plantea la posibilidad de pensar algo, aunque no se sepa muy bien qué, empezar a pensar de nuevo. Más que a un proceso de negación asistimos a un acto de afirmación, que sólo de manera indirecta termina construyendo una historia, que nos habla una vez más de la naturaleza, de la naturaleza excesiva del instante, del presente, de un tiempo inmediato que da vida a los cuerpos para quedar luego arrumbado, detenido, en un pasado del que ya no se quiere hablar, aunque tampoco se niegue, mientras se sigue resistiendo (físicamente): Dejar que las cosas pasen. Entretenerse, bah. Con la aceptación de no poder otra cosa. Una suspensión de la realidad, no enfrentarla, apenas una mínima resistencia para estar parada, para sostenerse, y seguir…. Como la cucaracha. Un estado de mínima vitalidad, lo mínimo para moverse… y está la esperanza… * * * El objeto de estudio último de este ensayo, como de cualquier escrito sobre teatro, es algo que no está contenido en estas páginas, pero tampoco está fuera de ellas, es algo difícil de delimitar, como lo real; son las representaciones, hechos escénicos, acontecimientos teatrales, acciones y los procesos de ensayo que condujeron hasta esos resultados finales que fueron (re)presentados frente a un público. Afirmar que la realidad de estos sucesos escénicos sólo existe mientras se están haciendo resulta a estas alturas un tópico de la teoría teatral, pero no por ello menos cierto. El estudio del teatro sólo puede entenderse como un modo de acercamiento a algo que ha desaparecido, como lo real, que únicamente existe desapareciendo; quedan, eso sí, restos, algunos de los cuales rescatamos en este libro, huellas de una realidad que ocurrió en un momento preciso: los textos que inspiraron esos espectáculos, las palabras que dijeron los actores, las imágenes grabadas o las impresiones que causaron en quienes lo vieron. Desde un punto de vista metodológico, pero también artístico, el teatro supone una metáfora idónea para pensar lo real, que anticipábamos al comienzo de este ensayo, lo real como un imposible que sólo admite aproximaciones, como la propia representación teatral, o mejor aún: la aproximación a lo real como la única realidad; una empresa por tanto el teatro, como la búsqueda de lo real, que nace bajo el signo del fracaso. Esto no le resta intensidad, al contrario, su imposibilidad, lo desmesurado de la empresa, le confiere esa informe cohesión que tienen las aventuras que sólo se justifican desde sí mismas, desde el aquí y ahora en el que se están realizando, como una buena obra teatral. Ésa es la fuerza del teatro, metáfora de cualquier otro hecho artístico sostenido en primer lugar sobre sí mismo, pero también de lo real como acontecimiento cuya intensidad hace que escape a cualquier determinismo, representación, discurso o lógica, a cualquier abstracción que no sea el espacio y el tiempo en el que está ocurriendo. La confrontación entre la realidad física del actor y la presencia del espectador, espacio de inestabilidades, de encuentro y pérdida, apunta a una comunicación sensorial e intelectual al mismo tiempo, aunque esto segundo se deba levantar necesariamente sobre lo primero, de lo contrario sería menos teatro para ser más reflexión teórica, discurso ideológico o relato de ficción, todo menos una realidad (escénica). Es a partir de las sensaciones que despierta una obra, en la inmediatez de su acontecer, que se puede sostener la construcción intelectual; sin el denso plano de lo sensorial el resto sería como un ejercicio sobre un vacío de realidad (teatral). Esa realidad que ocurre durante la representación, y que no es la representación en sí misma, sino un plus, un exceso que se filtra y que es finalmente la única realidad del arte y de la vida, entendida igualmente como acontecimiento, como un devenir físico, naturaleza puesta en escena, convertida en historia, aquí y ahora. Este complejo plano material y físico se traduce en un acto de afirmación (de lo real) que adquiere una condición revolucionaria en cuanto afirmación de algo imposible de detener, de entender plenamente, algo fugaz, pero esencial al mismo tiempo, que únicamente ocurre en el momento de una pérdida, a través de un acto de destrucción, de una pulsión de cierre sobre sí misma, de fracaso y muerte; aunque, como dice Lyotard (1970: 299), «no porque busque la muerte, sino porque es afirmación parcial, singular, y subversión de totalidades aparentes (el Ego, la Sociedad) en el instante de la afirmación». Esta voluntad escénica, que responde también a un deseo de disolverse en el momento fugaz de la actuación, se enfrenta a lo acabado de la Historia o de la obra teatral, oponiéndole la naturaleza, igualmente fugaz y escénica, de lo histórico, de lo que está constantemente sucediendo, no sobre los cuerpos, sino en los cuerpos, como una escritura física (natural) de una historia que es siempre, como el teatro, una historia de fracasos, de destrucción y muerte, un documento de barbarie, diría Bejamin en las tesis sobre el concepto de la historia. Ligar la historia con la naturaleza permite, siguiendo al pensador alemán, salvar la historia de la Historia, salvar la realidad de una trama construida necesariamente en función de una lógica narrativa, de unos intereses y una ideología, para devolverle su potencia natural, que sólo adquiere en su máximo grado de historicidad, a través de una temporalidad emancipada en el instante de su acontecer (físico), aquí y ahora; una tarea de salvación de lo real histórico que implica también la recuperación de la naturaleza de los cuerpos, de los paisajes y la vida, convertidos en historia —biopolítica—, que Benjamin calificó de revolucionaria. Es a través de esta potencia de afirmación —percibida sensorial e intelectualmente—, de las actuaciones y los sonidos, incluidas las palabras, de esos espacios y esos cuerpos, que la realidad (representada) adquiere la naturaleza de lo real, una naturaleza fugaz, como todo lo vivo, pero motivada desde la concreción que sólo tienen las cosas hechas por el hombre, la historia. Relatada de manera fragmentaria, entrevista entre las acciones, la historia deja de ser el producto de una invención, para adquirir la realidad de lo inevitable de una confluencia azarosa de motivos y cuerpos, de espacios y tiempos, en los que se ve atrapado el espectador. De estas cuestiones profundamente materiales nos hablan a veces las críticas de teatro —acaso las mejores—, cuando se convierten en testimonios de un instante de percepción profunda de una realidad (escénica), así, por ejemplo, podemos entender las alusiones de Hervé Guay, tras haber asistido a la representación de Ojos, a esas «naranjas exprimidas con las que el padre alimenta a su hija», a los «cambios de pulóveres», a esa «tierra desecada que se desprende incluso de los muebles», transformadas, por esa potencia física —escénica— que llegan a adquirir, en una realidad necesariamente incomprensible que escapa de la inmediatez de la que nació; esa impresión de realidad física, convertida en un interrogante, es lo que finalmente nos deja el (buen) teatro: Aún pienso en esa lejana Rumania, en los ciervos, en el muslo de Júpiter a los cuales alude el texto. ¿Cómo olvidar fragmentos de frases tan lapidarios como «todo nos abandona», «un dolor que hace abrir la tierra» o «la tristeza de los cítricos? Esas pocas palabras bastan para evocar una desesperación sorda, propiamente incomprensible.

Notas

  1. Las dos primeras, Cuerpos A banderados y Ojos de ciervo rumanos, han sido llevadas a la escena por la propia autora, desarrollando así todo ese imaginario escénico y físico del que nacen estos textos. La tercera, Borrascas, quizá por responder a unos procedimientos dramáticos y escénicos ya experimentados en estos dos primeros textos, permanece sin estrenar.

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