(¿POR ESO NECESITAMOS PALABRAS, PARA TENER PARTE DE LOS OTROS, PARA DEJAR DE SER NOSOTROS MISMOS?)

UNA POSIBILIDAD (DE SALVACIÓN)

NO EN LA PALABRA SINO DE LA PALABRA

(¿QUÉ SIGNIFICARÁ «SALVARSE DE LA PALABRA»?)

LA PALABRA ES EL HORIZONTE (HISTÓRICO) QUE NOS DA LA POSIBILIDAD

DE UN SENTIDO

QUE, SIN EMBARGO, NO SE ENCUENTRA DENTRO DE LA PALABRA

(ESTO ES UN TRABALENGUAS)

LO MEJOR ESTÁ FUERA

LO FUNDAMENTAL ES LO OTRO, A LO QUE NO SABEMOS PONER PALABRAS

(LO QUE ESTÁ MÁS ALLÁ DE ESTA PÁGINA, DE ESTA PALABRA, DE NOSOTROS MISMOS) PERDÓN POR EL TEATRO (DE LA PALABRA) (¿HAY ALGÚN TEATRO QUE NO SEA EL DE LA PALABRA?) (¿HAY ALGUNA PALABRA QUE NO SEA PARTE DE UN TEATRO?)

 

En Castellio contra Calvino, Stefan Zweig recoge la famosa sentencia del humanista Sebastián Castellio, «Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre». El contexto de la frase es el proceso judicial contra Miguel Servet, que terminó con su muerte en la hoguera. El contenido de la cita puede resultar excesivo para discutir las relaciones entre teoría y práctica, pero su lógica se mantiene más allá de la cualidad del acto. Hacer algo por defender una idea no es defender una idea, sino hacer algo. Son dos lugares distintos: matar lleva la lógica de la acción en cuanto forma de ponerse en relación con alguien a su extremo más ilógico, suprimir al otro; mientras que defender o rechazar una doctrina, como era el caso en la polémica entre Calvino y Servet, es una actividad que por trabajar con las ideas tiene menor visibilidad como acción. La distancia que separa estos planos, en cierto modo tan nítida, tiene algo de ideal, o teórica. Desde un punto de visto práctico es imposible considerar una idea fuera de una situación precisa, atravesada por intereses, inclinaciones y afectos, que son los que terminan convirtiendo esa idea en una sentencia de muerte o algún otro tipo de acción. Aunque teóricamente es posible considerar un medio habitado únicamente por las ideas, un plano puro de los pensamientos, desde un punto de vista práctico es imposible desligar una idea de un momento, un lugar y unas formas concretas a través de las cuales se realiza. En otras palabras, no existe una idea al margen de una práctica que la sostenga. Históricamente, la universidad ha sido el espacio por definición de un conocimiento que no está al servicio de ningún interés ajeno al desarrollo del propio conocimiento, lo que motivó la defensa de la libertad de cátedra como un rasgo histórico de esta institución que expresa su necesidad de autonomía. No obstante, el hecho de poner el conocimiento al margen de los vaivenes políticos, un conocimiento que será calificado de científico, ha funcionado como un arma de doble filo. La gran falacia de la teoría es creer en la posibilidad de un conocimiento que no se apoye en unas prácticas que lo articulan socialmente y le dan una forma determinada. Lo que la contemporaneidad ha puesto de manifiesto con el creciente interés por las prácticas no es la existencia de un conocimiento teórico, sino al contrario, su imposibilidad, o en todo caso los privilegios que lo sostienen. Ya en las Tesis sobre Feuerbach, donde se anunciaba el fin de la filosofía clásica alemana, ligada también a la posibilidad de las ideas en términos absolutos, Marx insiste en esta falsa dicotomía: El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico55. Pero aunque todo pueda reducirse a una cuestión de prácticas, como señaló Castellio denunciando la lógica perversa de Calvino, el mundo de las ideas y el mundo de la acción operan de forma distinta. O dicho de otro modo, hay una diferencia sustancial entre defender una idea y matar a un hombre. La división entre teoría y práctica atraviesa la cultura contemporánea, recogiendo la herencia de otras divisiones como pensamiento y acción, o mente y cuerpo. La novedad que trae la modernidad no es el nacimiento de la teoría, sino la creciente valoración de las prácticas, a lo que apunta la cita de Marx, que por oposición han hecho visible el otro lado. Es con relación a estas como el espacio y la función de la teoría se ha ido redefiniendo en un complejo diálogo que esconde más de lo que muestra. La confrontación entre teoría y práctica obliga a revisar la aparente condición teórica de la propia teoría, sacando a la luz su dimensión práctica. El escaso cuestionamiento de las prácticas básicas que sostienen el ejercicio de la teoría, como las formas de escribir, discutirla o exponerla, hace que se haya buscado una relación de complementariedad con otro tipo de prácticas de algún modo subordinadas a la teoría, que legitimen los privilegios de esta sin llegar a transformar el espacio social que ocupa. Poner en relación la teoría con la práctica se ha presentado históricamente como la solución para superar las limitaciones de una y otra sin que se rompa la jerarquización que regula esta relación. Esto abre un espacio de relaciones no recíprocas entre fenómenos que se mueven a niveles distintos. La consideración del conocimiento según se haga desde un punto de vista teórico o práctico da lugar a paisajes distintos. Mientras que la teoría busca en la práctica una proyección mayor o al menos un asentamiento en una realidad más concreta, la práctica necesita de la teoría su legitimación como forma de conocimiento autorizado. Se trata de dos movimientos que no llegan ni siquiera a ser opuestos, por no hablar de una posible relación de continuidad, ya que operan con lógicas distintas. Las prácticas tienen un pensamiento propio, que no pasa por las palabras, igual que la teoría tiene una lógica específica. El concepto de inconmensurabilidad, desarrollado por Thomas Kuhn y Paul Feyerabend para referirse a la relación entre ideas científicas que no remiten a un lenguaje común, sirve también para expresar esta imposibilidad de traducir una teoría a través de una práctica y viceversa56. El interés por esta complementariedad no tiene que ver, como podría suponerse teóricamente, con alcanzar un tipo de conocimiento más pleno que supere las limitaciones que la teoría o la práctica pueden tener por separado, sino por defender los privilegios de una concepción del conocimiento que solo por oposición a la práctica ha sido calificada como teórica. Esto no implica que dicha relación no sea necesaria. Pero el punto de partida, al menos en el sentido como estos dos campos se han conformado históricamente, parece claro: tanto la teoría como la práctica definen fenómenos suficientes en sí mismos. En algún sentido, ni la teoría necesita de las prácticas, ni las prácticas de las teorías. Basta con echar un vistazo a la historia para darse cuenta de hasta qué punto uno y otro lugar se han desarrollado de forma autónoma. Teorías que no hay cómo demostrar, ideas con escaso asidero en el mundo real o discursos con dudosas probabilidad de éxito, han movido el mundo de la religión, la política y el arte sin necesidad de ninguna práctica que demuestre la veracidad de estos lugares teóricos. Por su parte, una práctica basta con que funcione para que, más allá de ninguna explicación teórica, tenga un sentido y un provecho. Plantear la relación entre teoría y práctica desde algún tipo de continuidad supone situarse únicamente en el plano teórico. La aparente horizontalidad de esta continuidad termina desequilibrándose siempre hacia el mismo lado, el lado de la teoría como principio que debe dar cuenta de una totalidad. Solo desde la ruptura es posible establecer una relación entre teoría y práctica que reconozca a cada una de estas dimensiones su propiedad. El conflicto se hace más evidente entre ámbitos cercanos, como la teoría y la práctica del arte. La impresión de continuidad entre una y otra es engañosa, la teoría y práctica de las artes delimitan espacios formalmente distintos, aunque a nivel referencial apunten al mismo sitio. Si admitimos que cualquier campo de conocimiento posee una práctica y una teoría propias, establecer un espacio común de relaciones obliga a buscar las líneas de interrupción no entre áreas distintas, sino dentro de cada una de ellas; buscar los espacios de conflicto entre teoría y práctica dentro de la propia teoría del arte, y dentro de las prácticas artísticas. Trayendo esto al episodio entre Calvino y Servet, y solo a modo de ejemplo, diríamos que la discusión entre ambos tiene un fondo teórico, pero también está sostenida por un tipo de práctica discursiva y, por otro lado, la condena a muerte tiene una idea detrás, relacionada con el poder, y por supuesto un lamentable lado práctico. Esto resulta difícil de plantear en aquellos espacios estrechamente identificados, ya sea con una tradición teórica, como sucede con la mayoría de las humanidades, ya sea con la práctica, como las artes. Sin embargo, es este régimen de rupturas internas lo que define la singularidad del conocimiento y las formas de acción desde el punto de vista de su práctica. Desde estas líneas de no coincidencia sería posible establecer relaciones en un espacio no jerarquizado. El umbral de quiebre de cada campo está delimitado por la imposibilidad de hacer coincidir una práctica con una teoría, o un pensamiento con el modo de exponerlo. A partir de ahí se llega a un umbral de inseguridad donde los saberes, ya sean prácticos o teóricos, se confrontan desde sus limitaciones, y no desde lo ya sabido como forma de afirmación que busca imponerse. Dada la dificultad para establecer estos umbrales de inestabilidad dentro del campo teórico, hay que insistir al menos en que es desde la heterogeneidad de la práctica frente a la teoría, y viceversa, desde donde resulta efectiva dicha relación como espacio de conflicto; lo contrario sería reducir la potencialidad de uno de estos aspectos para ponerlo al servicio del otro. El interés de estas relaciones en el campo de las artes no estaría en reafirmar la validez de una teoría a través de la práctica, o al revés, de una práctica legitimada por medio de una teoría, sino en buscar espacios de confrontación que sitúan cada uno de estos campos con sus propios límites. En otras palabras, la manera de hablar del conocimiento teórico con una cierta distancia no es con más conocimiento teórico, sino desde ese afuera que abre la práctica del conocimiento cuando se la acepta como un espacio singular y suficiente en su propia insuficiencia. Esto afecta tanto a las relaciones entre teoría y práctica dentro del ámbito académico, como en espacios identificados con la práctica, como las artes, que se han visto igualmente desbordados por la teoría en su necesidad de dialogar con otras esferas sociales con las que el idioma común ha terminado siendo en la mayoría de los casos la teoría. Los rasgos con los que Arendt57 define la acción como una actividad de efectos impredecibles, pero irreversibles, a través de la cual se hace visible un agente y un receptor, resultan relevantes para reconsiderar el conocimiento desde un punto de vista práctico. Al igual que la acción, el conocimiento tiene algo de proyección y al mismo tiempo de desconocimiento de sus efectos; implica un riesgo, se abre a la posibilidad del error, y es al mismo tiempo una apuesta que compromete a quien la realiza. ¿Es posible el conocimiento sin el riesgo que supone este compromiso? El episodio de Fausto, rodeado de libros, buscando un saber para el que los libros no son ya suficiente, nos sirve nuevamente como escena fundacional de una manera de entender el conocimiento escindida entre el yo pienso y el yo siento, o entre el sujeto del conocimiento teórico y el sujeto de la experiencia. Sustituyendo la palabra por la acción como principio de realidad, Fausto apela a otra forma de saber que no viene directamente de los libros, un medio que a partir de entonces será percibido como excesivamente pasivo para el nuevo horizonte social al que debe responder el conocimiento, en relación no ya con los saberes generales, sino con una vida singular de alguien en particular. Los límites de la palabra, la insuficiencia de lo ya sabido, hacen sentir la necesidad de otra forma de conocimiento que pasa por un lugar de pérdida, por la incertidumbre y la experiencia de lo que aún no se sabe porque todavía no se ha vivido. Fausto quiere que el conocimiento le ayude no a saber más cosas, sino a tener más vida. Este es el lugar de las prácticas, un espacio que se construye con relación a un no saber, un espacio de inestabilidad que funciona como punto de fuga frente al cual el sujeto mismo se desconoce, queda en suspenso, se reinventa con relación a la posibilidad de lo imprevisto. Una práctica implica atravesar este espacio de inestabilidad. Esto es lo que tienen en común todos los practicantes de cualquier actividad realizada como parte de un proceso de aprendizaje. Independientemente de la diferencia en los niveles de conocimiento, todos comparten una misma experiencia de no saber frente a un ámbito común de conocimiento. Considerar una actividad como práctica, por ejemplo, tocar un instrumento o hablar una lengua, supone que no se domina aún, que todavía se está aprendiendo. De alguna manera cualquier actividad puede considerarse como una práctica en la medida en que sea posible seguir situándose frente a ella desde el desconocimiento, que es a lo que a su vez alimenta el deseo. Las prácticas producen un sentimiento de pertenencia genérica creando un espacio común de límites imprecisos formado por todo lo que aún no sabemos con respecto a una determinada actividad. Por eso están en la base de una idea de comunidad que es siempre una comunidad de aprendizaje, en la que lo que se comparte es en primer lugar un saber hacer, que es también un no saber hacerlo todavía. Por medio de la confrontación con lo que aún no se domina, las prácticas generan un medio donde el yo es menos yo para convertirse en parte de un grupo, colectivo o especie, con el que comparte un deseo de saber. A través de la participación en un medio de conocimiento que está por encima del individuo, este se expone a una dimensión colectiva que implica formar parte de algo que, como se afirmaba de las palabras en El desenterrador, es de todos y de nadie. A diferencia del conocimiento teórico, la relación con el conocimiento práctico no es de pertenencia, sino de apropiación. El tiempo de las prácticas también es distinto de la temporalidad que sostiene el conocimiento teórico. El primero se despliega en un presente que aún no se sabe presente, porque todavía no tiene relación con un pasado y un futuro, es un presente imperfecto recorrido por lo inesperado. Una práctica es más eficaz en la medida en que sea capaz de exponerse a ese lugar de no saber, de indeterminación, en la medida en que esté abierta a algo que puede ocurrir por primera vez. La teoría vive también en un presente, pero no es un presente inmediato, sino un tiempo ahistórico que aspira a su permanencia por encima del momento singular en que esa teoría tuvo un dónde, un cómo y un cuándo. La posibilidad de referirse a la teoría más allá de un espacio y un contexto histórico concretos, más allá de su «terrenalidad », es una posibilidad en sí misma teórica, o una cuestión escolástica, como decía Marx. Desde un punto de vista histórico, no existe una teoría sin una práctica que la actualice desde un presente. Siguiendo a Coccia58, una teoría no necesita en primer lugar un quién, sin embargo, ese sujeto, convertido en autoridad, es lo único que será salvado del momento singular en que una idea se materializa. Refiriéndose al averroísmo, una corriente que formaba parte precisamente de la escolástica medieval, Coccia describe el lugar de las ideas como un espacio sin tiempo, por encima del mundo concreto de las cosas. Es un espacio en que de forma abstracta habitan todas las ideas que han sido, son y serán pensadas, todos los recuerdos que ya fueron recordados y los que todavía no lo han sido, todas las teorías ya formuladas y las que aún están por desarrollarse. En este plano, las ideas carecen de forma. Cada vez que una idea se actualiza, recibe una forma concreta, un espacio, un lugar y una manera. Es a través de estas formas que pueden llegar a ser pensadas. La posibilidad del conocimiento teórico implica la muerte del sujeto, porque lo que es transmisible, como las ideas, supone su pervivencia más allá del individuo. A esta dimensión es a la que Coccia se refiere como la tradición. Ese sería el lugar en el que vive todo lo que puede ser pensado, a la espera de un escenario social desde el que concretarse históricamente: «El hecho de la tradición, el hecho de la enseñanza prueba que los pensamientos existen antes que todo como una posibilidad que considera a los hombres no como el propio quién, sino como su dónde, su cuándo y el cómo de su siempre eventual realidad»59. Pero al mismo tiempo, lo que puede ser transmitido empieza una vida más allá del sujeto, lo que hace aún más paradójica la estrecha dependencia entre el conocimiento teórico y el autor como forma de legitimación de ese conocimiento. A diferencia de este modo de transmisión de la teoría, Coccia insiste en que el acto poético, al que apuntan finalmente las prácticas artísticas, sería del todo intransmisible: «Solo puede transmitirse un texto que ha agotado su potencia poética, es decir, su potencia de ser escrito»60. Desde el punto de vista de su práctica el conocimiento se realiza como acción en ese ahora mismo que interrumpe la linealidad de la historia: «en el instante del conocimiento todas las cosas renuncian a su rango cronológico, dejan de ser pasado, presente o futuro, para hacerse simplemente contemporáneas a quien alcanza dicho conocimiento»61. Por todo ello, la función de la teoría y la función de la práctica responden a economías distintas. La primera es una parte fundamental en el proceso de legitimación del sujeto. Dada la definición del yo como sujeto pensante, este no es solo sujeto de conocimiento, sino también sujeto a conocimiento, hasta el punto de que alguien cuyas capacidades cognitivas no funcionan del modo habitual es apartado de la sociedad, y también al revés, quien posee más saber es también más sujeto, con lo que se le ofrecen más posibilidades sociales. El conocimiento teórico tiene una función de legitimación de aquel que expone ese conocimiento. El sujeto pasa a ser un sujeto autorizado, pero autorizado para qué. Si tenemos en cuenta la definición que da el diccionario de la teoría como un conocimiento especulativo con independencia de toda aplicación, hemos de pensar que esa autorización es una autorización para aplicar dicho conocimiento. De este modo, la justificación de la acción proviene de un campo teórico con una lógica distinta a la propia acción. Salvando las distancias, estaríamos nuevamente en el dilema de Calvino contra Servet, una idea puede autorizar una acción, pero esta va más allá de lo representado por esa idea, en cierto modo, da lugar a algo distinto de la idea a la que responde. El conocimiento teórico, entendido como aquel que se adquiere a través de una tradición, no tiene solamente un efecto de poder, sino, como dice De Certeau62, precisa incluso de un poder previo que hace posible que algo sea considerado previamente como conocimiento. Este mecanismo explica en qué medida una institución como la universidad, construida en torno al modelo del conocimiento teórico, a pesar de no tener un poder propio, está saturada de autoridades, jerarquías, egos y estrategias de poder. En La universidad sin condición, Derrida insiste en la ausencia de un poder propio por parte de la universidad: «Porque es ajena al poder, porque es heterogénea al principio de poder, la universidad carece también de poder propio»63, pero de ahí también su vulnerabilidad ante cualquier poder y la facilidad para ser utilizada en función de otros intereses, especialmente políticos o económicos. Prueba de ello es el lugar simbólico que ocupa la ciencia y las referencias frecuentes a la investigación dentro del discurso político como retórica de legitimación, defendiendo la necesidad de una relación más estrecha con la sociedad. El traspaso de la investigación en el Estado español al Ministerio de Economía y Competitividad podría calificarse en este sentido si no de honesta al menos de transparente en cuanto al tipo de rentabilidad –económica– que se espera del conocimiento. La escasa entidad de las prácticas de la teoría y su consideración como meros instrumentos, apoyados en las capacidades intelectuales a las que remitían las acciones mínimas revisadas más atrás, beneficia el efecto de autoridad. Estas prácticas, vinculadas a la palabra, quedan reducidas en muchos casos al ámbito personal del investigador, y por ello fuera del espacio público, o transformadas en convenciones, metodologías y protocolos previamente fijados, de manera más rígida en la medida en que son utilizados como criterios de valoración de los resultados de las investigaciones. Hacer visible el lugar de las prácticas con relación a la teoría, exponerlas abiertamente como un espacio de saber y al mismo tiempo de no saber, de inestabilidad y confrontación con los límites de lo que se está exponiendo, supondría el cuestionamiento de la autoridad como lugar del conocimiento. Iría en contra del principio de autoridad que mueve la teoría. Hacer visible el aquí y ahora del pensamiento, el contexto humano al que está sujeto y los intereses materiales que lo atraviesan, iría en detrimento de su ambición de universalidad. Si la teoría tiene un efecto de autorización del sujeto, la práctica se sitúa en un espacio, si no contrario, al menos diverso, al colocar a ese sujeto en una situación que deja ver lo que todavía no sabe, una situación en ese sentido de fragilidad. El conocimiento práctico sucede a través de la experiencia del no conocimiento. Coccia salva al individuo de ser únicamente sujeto de conocimiento, poniéndolo en relación con su no saber originario: «antes incluso de pensar o hablar, el hombre in-siste en el silencio, en la estupidez, en la ignorancia: parece que existe un retraso irreducible de todo individuo respecto del lenguaje y del conocimiento»64. Es por esto que difícilmente se encuentra una teoría, discurso o investigación sin autor que la sostenga, mientras que son numerosas las prácticas de las que se desconocen su origen y autor. Para el funcionamiento de las prácticas no es necesario conocer estos datos. Por la misma razón resulta más fácil hacer la historia de las ideas que la historia de las prácticas, cuyas «autoridades» han pasado en muchos casos a ser colectivas por la constante transformación que experimentan con el uso. Mientras que el discurso científico busca su legitimación a través de una densa red de fuentes y citas bibliográficas que ha crecido hasta la hipertrofia, una práctica no remite a un sujeto individual, sino al contexto y la situación en la que se desarrolla, a un presente abierto y en movimiento. Las ideas crean la ilusión de ser las mismas ahora y en el momento en el que se enunciaron por primera vez. De este modo, es característico del discurso científico el uso de citas de autoridad provenientes de tiempos y espacios remotos que poco tienen que ver con el momento actual, como si esos pensamientos no debieran nada al tiempo concreto en que fueron desarrollados, y también al revés, como si el investigador que ahora las utiliza no debiera tampoco nada al momento presente en el que escribe más que la necesidad de ser autorizado. El problema no es la validez de las transposiciones, que puede ser enriquecedora, sino el juego velado de autoridades para el que se utiliza. De este modo, el conocimiento teórico, aparentemente por encima de unos protocolos considerados como meros instrumentos formales, produce sujetos de conocimiento que funcionan como formas de poder. La universidad, como espacio institucional de este saber, se convierte en una comunidad de expertos cuya autoridad es proporcional a la distancia que se abre con respecto a quienes quedan desautorizados con relación a ese conocimiento especializado. Desarmar la investigación supondría dar la vuelta a sus estrategias de autorización para confrontar el conocimiento con el cuestionamiento de las propias prácticas que lo sostienen. Pero el conocimiento no se podría permitir semejante ejercicio público de desautorización si no fuera al precio de perder los privilegios acumulados. De este modo, el saber se desincorpora. El conocimiento se deslocaliza, como si lo que es cierto en un lugar tuviese que ser igualmente cierto en cualquier otro. «Al haber aceptado alegremente esta función» –dice el grupo Oblomoff, un movimiento colectivo que aglutina corrientes críticas contra los estándares oficiales de la investigación académica–, «los científicos se han condenado a una compartimentación cada vez más minuciosa de su trabajo, a la sujeción a la financiación pública y privada con el único fin de extraer beneficios económicos o ventajas estratégicas militares, y, en definitiva, a ignorar conscientemente para qué y para quién están haciendo ciencia»65. Si bien las humanidades pueden ser de escasa utilidad para las estrategias militares, la lógica y la economía del conocimiento son las mismas para todo el ámbito científico. Este para qué y para quién son los factores eliminados de la ciencia cuando esta deja de ser considerada como una práctica y empieza a ser entendida como un medio teórico, un instrumento para llegar a unos fines que son siempre distintos del medio. Únicamente como acción, desde el contexto humano y material al que remite toda acción, y no solo desde los contenidos que se exponen, es posible poner de manifiesto la política de la ciencia. Por esto, continúan los de Oblomoff, «es imposible ‘democratizar la ciencia’ sin cuestionar la naturaleza misma de la actividad científica»66. La deslocalización del conocimiento se hace más llamativa en campos como las humanidades. La homologación académica de los saberes hace que todos jueguen con las mismas reglas, imponiendo no unos contenidos, sino unas convenciones que regulan los foros de discusión y publicación de los resultados. La necesidad de evaluar el conocimiento resultado de una investigación ha llevado al absurdo de que la teoría del arte se mida con el mismo baremo, criterios y formas que, pongamos por caso, la biología molecular. Adaptarse a estas exigencias, respondiendo a la necesidad de universalidad de una institución que funciona como una maquinaria ciega, ha abierto una distancia entre la producción académica y la sociedad, que parece aceptarse como algo inevitable. El problema cae siempre en el tejado de los que menos saben según los criterios impuestos por los que más saben. El resultado es que la sociedad de afuera muestra escaso interés por las producciones académicas, si no es como un medio para obtener un título que le da acceso a un campo de trabajo. Si por un lado existe una clara conciencia de esta escisión, con el consecuente discurso de la necesidad de adaptar la investigación a los intereses públicos, por otro, las inercias de los funcionamientos administrativos, criterios de competitividad y el universalismo al que aspira la ciencia hace difícil abrir espacios de reflexión donde replantear no solo los objetivos y contenidos de la investigación, sino antes que eso la forma como se producen y se comunican, en caso de que ambos momentos puedan considerarse por separado. La rigidez de los formatos académicos es un reflejo de la rigidez de los métodos y formas de exposición reconocidos como válidos. En este sentido las artes funcionan una vez más como piedra de toque. Los problemas para fijar metodologías de investigación en artes van en paralelo a la dificultad para adaptarse a estos formatos de exposición, utilizados a su vez como criterio para valorar los resultados, y por tanto de legitimar esas formas de conocimiento. Tiene algo de contradictorio la necesidad de legitimar el arte como forma de conocimiento y la función crítica de las propias prácticas. Esta dificultad explica la creación de sociedades y espacios de publicación específicos, como la Society for Artistic Research, que tratan de conciliar los estándares académicos con un tipo de investigación que exige no solo formas propias, sino otro modo de relacionarse con el conocimiento. El mercado del conocimiento –parafraseando el título del proyecto de Hurtzig que presentaré a continuación– no es solo un mercado de contenidos, sino sobre todo de formas de comunicar esos contenidos, de formas legítimas y formas ilegítimas, que operan como policía de lo que debe ser y lo que no debe ser considerado conocimiento. Las cuestiones de método no son las más fáciles de resolver, a pesar de su apariencia subsidiaria. Chantal Maillard recuerda que Nietzsche tenía los métodos como el tipo de comprensión más costoso y por ello más valioso67. Se trata nada menos que de comprender los cauces mismos del conocimiento, lo que Maillard sitúa en el plano de la intuición, una intuición racional: la manera en la que se han de colocar los elementos para tener sentido. El camino que lleva al conocimiento, en un momento en que se piensa antes el proceso que el producto o la potencia que el acto, pasaría a ser en sí mismo objeto y resultado de la investigación, un camino que solo en la medida en que sea recorrido, es decir, practicado, llegará a ser conocido. Por eso, concluye Maillard, «el método es algo más que una simple dirección o el trazo de una línea; el método es un hacer dentro del magma»68. En contra de la objetividad cientificista y el positivismo lógico, Feyerabend afirma que los científicos más relevantes han construido sus propios métodos, es decir, han sido a su vez filósofos de la ciencia, creadores de una forma de hacer y un lenguaje propios, que es también un modo de pensar con las formas, «una habilidad, o un arte, pero no una ciencia en el sentido de una empresa ‘racional’ que obedece a estándares inalterables de la razón y que usa conceptos bien definidos, estables, ‘objetivos’ y por esto también independientes de la práctica»69. En Tratado contra el método y otros estudios nacidos a la luz de la polémica a la que dio lugar el primero, Feyerabend defiende la ciencia como una práctica ligada a un contexto preciso, lo que explica la dificultad de importar metodologías que pudieron servir en unos momentos y lugares, pero que no tienen por qué servir en situaciones distintas. Como corrector de esa tendencia a la universalidad, sospechosamente desinteresada, aboga por unas prácticas democráticas, por una ciencia –o un arte, podríamos añadir– que surge a partir y en diálogo con un contexto social preciso. A pesar de la insistencia por parte de las instancias oficiales en el carácter transversal, la apertura hacia la sociedad y el diálogo interdisciplinar, los espacios de conocimiento se han especializado cada vez más no solo en los contenidos, sino sobre todo en las formas de producirse y comunicarse. Aunque parezca contradictorio, en la denominada sociedad del conocimiento y del acceso abierto a la información, instituciones como la universidad, que han experimentado un crecimiento espectacular desde los años setenta, se han convertido en mundos aislados que la sociedad en general no deja de mirar con una cierta extrañeza cuando no indiferencia. La mayoría de la producción universitaria, incluso en campos más accesibles para un público amplio como las humanidades, apenas sale del mundo universitario, que es el contexto en el que nacen y mueren cientos de publicaciones, seminarios, congresos y conferencias, entendidos como productos especializados que articulan la vida de estas instituciones y justifica el presupuesto público en investigación. Como dicen una vez más los de Oblomoff, «se trata de una mercancía como cualquier otra, cuyas lógicas de producción generan todos los absurdos que se dan en las demás: carrera por la publicación, fraudes y sobre todo ausencia de reflexión de conjunto y de debate teórico»70. Aunque los tiempos tratan de ir en contra de estas inercias endogámicas, la especialización de los sistemas en beneficio de su competitividad y niveles de producción los convierte, paradójicamente, en sistemas autónomos ajenos al mundo de afuera.

 

 

El artista como investigador, o las artes escénicas como forma de conocimiento: Mercado negro del conocimiento útil y del no conocimiento, de Hannah Hurtzig   

 

En el contexto abierto por esta discusión las artes ocupan un lugar paradigmático. Proponen un espacio de reflexión sobre el hecho mismo de la práctica, más allá de cualquier finalidad.  Esto es también lo que hace que tenga algo de contradictorio la necesidad de homologar unas metodologías que las legitimen como formas de investigación, cuando la función de las artes consiste precisamente en el cuestionamiento de estos formatos autorizados. Lo específico de la creación artística en tanto que práctica de investigación pasa actualmente por la afirmación de su condición performativa como un fenómeno con unas características propias. El interés creciente por la dimensión escénica de las artes tiene que ver también con esta necesidad de mostrar el lado práctico que subyace a cualquier resultado artístico, y por extensión a cualquier actividad humana. En este sentido afirma Sloterdijk que «la obra ya no está en el mundo como un resultado autónomo, que se hubiese desacoplado para siempre de las condiciones de su gestación y colocado, con el predicado de ‘¡listo!’», sino que se presenta como «cristalización momentáneamente fijada del ejercicio artístico»71. A artistas y a científicos les ha tocado bajar del Olimpo para aproximarse a aquellos a los que se dirige; toca acortar distancias, es lo que marca la teatralidad de los tiempos, hacer si no al servicio, sí en relación con ese público que queda del otro lado; esa ecuación es la que da sentido a lo que se hace, y credibilidad a la escena del conocimiento o del arte. Atrás quedó la imagen del artista como alguien incapaz de articular un discurso sobre su propia obra, o el conferenciante que no consigue ponerse delante de un público si no está armado con un texto cargado de datos, autoridades y argumentos con los que defender su presencia. Cercanía, interacción, apertura son la respuesta, con una clara proyección escénica, a la necesidad de reconsiderar el lugar de la teoría frente a la práctica, o del conocimiento frente a la sociedad. Es dentro de este horizonte hermenéuintento de homologar la investigación en artes ha terminado de sacar a la luz los conflictos y contradicciones que subyacen a la tradicional oposición entre teoría y práctica72. Desde los años noventa han sido cada vez más los proyectos que han utilizado instrumentos de creación para cuestionar las formas del conocimiento. Algunas obras analizadas hasta aquí se refieren de uno u otro modo a un conocimiento tradicionalmente identificado con la teoría, que es cuestionado desde las prácticas que sostienen esa misma teoría, como What if everything we know is wrong?, a través de la reelaboración de documentos sobre arte o ciencia recuperados del pasado; El desenterrador, por medio de la exploración grupal a modo de conversación acerca de conceptos que sostienen los valores sociales; o Who’s afraid of representation?, sobre los imaginarios históricos construidos sobre las artes de acción o el conflicto social en oriente medio. La situación escénica a la que dan lugar estas obras hace sentir el conocimiento como un fenómeno colectivo de tipo práctico. Es por esto también que la palabra aparece en ellas como un lugar de cruce entre instrumento de transmisión del conocimiento y forma de acción colectiva. En este ámbito de creación confluyen formatos expositivos como el arte documental y el arte de archivo, las conferencias escénicas, proyectos comunitarios o pedagógicos, propuestos como investigaciones sobre la memoria colectiva, la construcción del pasado o la articulación del espacio social en espacios y momentos específicos. A través de las formas de presentar y compartir los materiales se enfatiza la dimensión pública del conocimiento como un fenómeno práctico, al tiempo que se rechazan las formas convencionales de entender el conocimiento como acumulación pasiva de información, ideas o teorías. Blackmarket for useful knonwledge and non-knowledge (Mercado negro del conocimiento útil y el no conocimiento), desarrollado por la Mobile Academy, bajo la dirección de Hannah Hurtzig, es un ejemplo de estos proyectos donde se replantea, en este caso de manera explícita, el espacio del conocimiento a través del modo como se produce. La obra se realizó por primera vez en Hamburgo en 2001 y desde entonces ha conocido numerosas ediciones en ciudades distintas. Para cada ocasión se escoge un tema relevante para el entorno en el que se va a realizar. El tema general se divide en categorías. A continuación, se buscan las personas que puedan aportar información sobre cada categoría. Dentro de la peculiar dramaturgia del conocimiento que sostiene la obra, estas personas van a llamarse expertos, y el público será tratado como clientes. Se retoman así las identidades convencionales en el conocimiento como ámbito de intercambio comercial, pero, como veremos, ni los expertos van a resultar tan expertos ni los clientes meros consumidores de información. Se invita a alrededor de 100 expertos que atenderán a los clientes de uno en uno. La parte central de este dispositivo consiste en un espacio amplio donde se disponen las mesas perfectamente alineadas. Cada experto se sentará en una pequeña mesa, y del otro lado estará el cliente. En la entrada se coloca el mostrador de administración, donde los potenciales clientes pueden consultar un enorme panel con el listado completo de todos los temas, el nombre del experto y su número de mesa. El tema será conocido como la oferta, que el cliente compra a cambio de 1 euro. Las entrevistas duran media hora, y para reservar una nueva entrevista hay que dejar pasar un turno. El comienzo y el final son indicados por un sonido, un golpe de campana, un gong o una sirena, que, como si del final de una jornada laboral se tratara, hace que se levanten los clientes y acuda una nueva tanda. Este procedimiento se repite varias veces a lo largo del evento, cuya duración puede abarcar desde varias horas a varios días. En el caso de que no quepan todas las mesas a la vez, los expertos irán cambiando, lo que tendrá lugar también al mismo tiempo. Es importante que estos movimientos de transición ocurran a la vez y respetando los tiempos fijados; de ello depende el ritmo de la obra, que le da a todo un aspecto empresarial y automatizado, como una especie de industria de producción en línea de conocimientos. Las formas de abordar las entrevistas pueden ser muy distintas. La diversidad de las categorías en las que se disecciona el tema general y el modo de considerar lo que puede ser conocimiento, hace que entre los expertos se encuentren personas de procedencia y con formación dispares. El principio que sostiene la propuesta es que cualquier persona es experta en algo. Aunque Hurtzig insiste en que la comunicación con el cliente tiene que adoptar la forma de un relato, que no se trata de transmitir una información, sino de narrar el conocimiento, lo cierto es que en la práctica de estos encuentros se despliega una diversidad de tonos, maneras y registros que pueden pasar por la conferencia, la charla informal, la confesión, el juego, la seducción, la demostración, el engaño o el ejercicio conjunto de algún tipo de actividad. Imaginemos, por ejemplo, que el tema fuera la corrupción. La división en categorías podría ir desde la corrupción política hasta la corrupción de la materia orgánica, de las ideas, de las formas artísticas o el comportamiento. Como expertos podrían estar desde profesores de ciencias políticas, economía, biología o teoría del arte, hasta representantes religiosos, sicólogos o instructores de yoga, así como personas que han vivido algunos de estos tipos de corrupción, como podrían ser un político, un empresario, un artista, un ludópata, un drogadicto, un enfermo terminal o simplemente una persona mayor.  Ocupar el puesto de cliente es solo una de las maneras de participar de una obra que tiene, como señala la directora73, una dimensión visual como dispositivo de observación. También es posible escuchar algunas conversaciones desde las gradas por medio de auriculares, seguir el encuentro a través de la imagen proyectada en una pantalla gigante o asistir desde afuera, observando ese impresionante espacio, tenuemente iluminado, desbordado por el sonido de las voces confundiéndose a lo largo de un tiempo en el que, a pesar de la impresión de caos, todo parece estar perfectamente organizado. Asimismo, se pueden observar los espacios de transición que rodean el antes y después de las entrevistas, como, por ejemplo, las actitudes de los clientes frente al mostrador de administración dejándose aconsejar por los encargados acerca de qué oferta comprar cuando la que habían escogido ya estaba ocupada. Un sentido de la economía y del aprovechamiento hace pensar en el modelo neoliberal del conocimiento como una mercancía que debe ser rentabilizada al máximo. Sin embargo, al mismo tiempo, hay un aspecto fantasmagórico que le da a todo un carácter irreal, desdibujando los referentes más inmediatos para provocar otro tipo de asociaciones. Como explica Hurtzig, generalmente los clientes no obtienen lo que esperan. Todo es lo que parece: literalmente un encuentro minuciosamente preparado para que ocurra la mayor cantidad de intercambios con la mayor intensidad posible; pero al mismo tiempo, lo que está ocurriendo es algo más difícil de identificar; no tiene relación solo con el conocimiento, sino también con lo que no es conocimiento, con esa impresión de caos alucinante que parece cuestionar las posibilidades reales del conocimiento y sus límites.  En una grabación realizada para el programa From Sketch de la cadena de televisión Arte, Hurtzig expone de forma esquemática, en no más de 10 minutos, y con la ayuda de un papel y un rotulador, el funcionamiento escénico y dramatúrgico de la obra. En este vídeo, cuyo enlace puede encontrarse al comienzo de la página web de la Mobile Academy74, donde está disponible también una exhaustiva documentación sobre el proyecto, la directora no empieza hablando sobre el conocimiento, sino sobre el no conocimiento como posibilidad del conocimiento. En realidad, y a pesar de la impresión de solidez y eficacia que transmite toda la organización, Blackmarket se refiere a los conocimientos que se denominan útiles, pero también, como si de su otro lado se tratara, a los no conocimientos. Al final de la grabación, Hurtzig retoma este último punto para subrayar tres elementos necesarios para que la obra alcance el lugar al que quiere llegar y que son opuestos al conocimiento. Uno es el ritmo repetitivo que organiza todo el evento. Cuando los clientes se levantan de la mesa, todo vuelve a empezar con una ronda nueva de clientes. El procedimiento se repite de forma automática una y otra vez, lo que parece ir en contra de la novedad que acompaña el conocimiento y su dimensión humana. Otro es la creencia en la posibilidad de la transmisión de ese conocimiento. Tanto por parte del experto como del cliente es necesaria una cierta fe en que ese encuentro cara a cara vaya a dar el resultado esperado. Experto y cliente deben aceptar ese pacto. Y el último es el aspecto alucinatorio que termina ofreciendo todo el dispositivo. La heterogeneidad de los temas, listados en el mostrador de entrada, las cuestiones, puntos de vista y tonos distintos que se desprenden de las ofertas, confieren al evento algo de excesivo, un desbordamiento que termina haciendo sentir lo que no se ve a simple vista. Hurtzig se refiere a la intoxicación del conocimiento compartido, que pone en cuestión finalmente los límites entre experto y cliente. Ya al comienzo de la grabación, hace una rápida advertencia sobre su acercamiento al proyecto. «Me ocupo del conocimiento como un aprendiz profesional», añadiendo que la característica del aprendiz –«diletante», dice exactamente– consiste en estar un poco perdido frente al conocimiento, porque no sabe cómo llegar a él y por momentos desea adquirirlo todo a la vez, de un modo excesivo y hasta confuso. La gente circulando entre las mesas, transitando por los espacios intermedios, la cualidad que toda la obra tiene de espacio para ser mirado, de espectáculo desplegándose en tiempo real, hace que se imponga un sentimiento de duda acerca de la pretendida eficacia comunicativa, pero al mismo tiempo una sensación de placer colectivo que va más allá de la rentabilidad del conocimiento adquirido, lo que termina siendo un tema menor cuando no una excusa. Los encuentros con los expertos son solo una parte de un mecanismo más complejo que abarca también a quien lo observa. Hurtzig afirma que el conocimiento no es un saber que esté esperando en algún sitio y al que en un momento dado se tiene acceso, sino que es resultado de una negociación. En el Blackmarket este acuerdo va más allá del que pueda darse entre experto y cliente; se trata finalmente de un acuerdo colectivo que, aunque no llegue a hacerse explícito, ocurre entre todos los que están allí desde sitios distintos, como dice Hurtzig: «I don’t think that the only reason the Black Market functions is that one personally learns something very essential and new. It has to do with being one among 500 people in a public space and there is a floating concentration that comprises everyone»75. Esa cierta decepción no es solo del cliente, sino también del experto. Nada ocurre exactamente como se esperaba. La impresión industrial de todo el conjunto es traicionada por el caos humano. Entre los lemas del Blackmarket figura una idea de Oswald Wiener: solo cuando escuché cómo me entendiste supe lo que quería decir. Blackmarket propone una práctica colectiva envuelta en una dramaturgia inspirada en el modelo del intercambio comercial, y el conocimiento como mercancía. No es casualidad que el intercambio fuera el tema del Blackmarket que se hizo en Graz en 2007. En esta práctica se comercia con dos tipos de mercancías, el conocimiento útil y otro fenómeno, que por oposición podría haberse denominado conocimiento inútil, pero que se le llama no conocimiento y cuya utilidad respondería a otro tipo de lógica. La convención obligaría a situar la teoría del lado de los expertos y el conocimiento autorizado que van a transmitir. Pero es en la forma de transmitirlo, a través de una práctica regulada por este complejo dispositivo, que la posibilidad del conocimiento deja ver su otra cara, lo que no es conocimiento en el sentido autorizado de la palabra, pero transmite otro tipo de saber. El conocimiento adquirido a través de las prácticas artísticas atraviesa este momento de pérdida que le permite llegar a ser una experiencia. Es una forma de legitimación distinta a la legitimación como autoridad a la que apunta el conocimiento teórico. Blackmarket hace visible el espacio intermedio entre la posibilidad del conocimiento y el no conocimiento, donde se alojan las artes escénicas como posibilidad de un medio inestable y frágil que caracteriza una práctica. A este instante en el que el conocimiento se hace posible como una forma de experiencia es a lo que se refería Coccia cuando hablaba de la potencia poética como el momento en el que todo renuncia a una ordenación espacial para hacerse contemporáneo a quien la experimenta. Apelar a la práctica del conocimiento, es decir, considerarlo desde el modo como se produce y se transmite, supone devolverlo a un terreno movedizo donde el acierto convive con el error y la posibilidad de aprendizaje con el no saber. Aunque parezca contradictorio, esto implica, como afirmaba Hurtzig acerca de los elementos del no saber en Blackmarket, una fe en lo que se está haciendo, no a partir de unos resultados en muchos casos previsibles, sino como algo que acontece y que deja de ser en el momento en que ya ha sido. Es en este sentido que la acción del conocimiento implica también una apuesta y, por tanto, el riesgo de una pérdida. Recuperando la etimología de la palabra profesor como alguien que profesa el saber, Derrida insiste en la dimensión performativa que implica todo acto de profesión por el hecho de realizarse cada vez que se hace. Frente a las funciones constativas o prescriptivas del conocimiento, propone esta otra función que consiste en su afirmación como un acto de fe en el saber, más allá y en contra de su instrumentalización como estrategia de poder sicológico, social o económico: «‘Hacer profesión de fe’ es declarar en voz alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser, pidiéndole al otro que crea en esta declaración bajo palabra»76. El conocimiento puede ser una ciencia, pero no es solo una ciencia. Esto es especialmente cierto para las humanidades. La práctica del saber remite a la actualización de esta promesa, que como toda promesa ligada a una acción, es una promesa de cambio que empieza por el cambio de las propias convenciones que envuelven el conocimiento identificándolo con la teoría. En el 2012 se clausuró la última edición del festival In-Presentable, que se había celebrado durante diez años en La Casa Encendida de Madrid, con una versión libre de Blackmarket. Para su última edición se convocó a unas 100 personas relacionadas con el mundo de las artes escénicas. A diferencia de las ediciones regulares, en este caso no había un tema previo, lo que marcaba una interesante diferencia con respecto al formato habitual. Los «expertos» fueron convocados con la intención de que el tema fuera acordado entre todos, lo que obligó a cada uno a plantearse desde qué lugar asumir su condición de experto. Tras varios meses de discusión vía internet, en los que la propuesta dominante parecía ser la «radicalidad », las conversaciones se prolongaron durante la semana del Festival y a duras penas se pudo llegar a un acuerdo. Finalmente se recurrió a un título amplio, inspirado en una canción de R.E.M., «El final del mundo tal y como lo venimos conociendo», que contentase a todos. En cualquier caso, el interés de esta edición del Blackmarket no radicaba en el tema, que estaba definido por la propia selección de expertos y el hecho de que todos ellos tuvieran que ver con el mismo ámbito. La discusión de fondo iba a ser inevitablemente sobre las artes escénicas. Pero esto fue solo a nivel explícito, implícitamente el tema de esta edición volvió a ser la posibilidad del conocimiento, que en realidad es la cuestión de fondo del proyecto de Hurtzig. Aunque ella aclaró el sentido amplio con que se utilizaba el término experto, el rechazo que suscitó en muchos participantes acentuó la discusión sobre lo que podía ser considerado conocimiento. La relevancia de aquello que los participantes pudieran contarles a sus clientes podía llegar a ser menor en comparación con la forma del encuentro. No olvidemos que la propia impulsora del proyecto comenzaba presentándose como diletante. La posibilidad o imposibilidad del conocimiento en sí mismo se transformó en el conflicto –escénico– que sostuvo esta edición. Para unos expertos que lo que tenían en común era su relación con las prácticas escénicas, la responsabilidad no radicaba tanto en el contenido sino en la forma. La dramaturgia del conocimiento se hizo doblemente ficticia, o doblemente teatral. Lo específico del conocimiento práctico, a lo que remitía finalmente la condición de creadores por la que fueron invitados la mayoría de los participantes, no es la información que fueran a transmitir, sino lo que durante ese tiempo pudiera pasar como posibilidad de una experiencia que pasa por la forma de comunicar algo antes que por el contenido. De este modo, junto a las propuestas más ortodoxas, se desplegó un amplio abanico de opciones que iban desde ofrecerle una almohada para que dedicara la media hora a dormir hasta tararearle una partitura sinfónica, enseñarle a tejer con lana o invitarle a compartir un bizcocho. Con respecto a la propiedad del conocimiento teórico de afirmarse como autoridad, el conocimiento a través de las artes tendría un carácter impropio, desautorizado por el lugar imprevisto que implica todo lo que está vivo porque está ocurriendo. El único conocimiento propio de la obra es acerca del modo formal de realizarla, pero con relación a algún otro tipo de conocimiento remite a otra forma saber que lo salva de ser solamente una técnica. El artista no es un experto en historia, ciencias políticas o física atómica, sin embargo, su obra puede hablar de todo esto de este modo impropio, a través de un rodeo, como si de una alegoría del propio conocimiento se tratara. Con respecto a la información que podría transmitir un experto en un libro o en una conferencia, la diferencia no radica en el contenido, que idealmente podría haberse trasladado con todo detalle a la obra, sino en la forma de exponerlo, una forma que traiciona lo que dice, dejando de estar a su servicio; una forma convertida en una acción que no tiene la seguridad de adónde conduce y que tiene que sostenerse por sí misma cada vez que vuelve a realizarse. En la medida en que está haciéndose, la obra, como modelo de un hacer desde la práctica, piensa y propone, cuestiona y juega, invitando al espectador a una actividad que no está cerrada ni trata de llegar a una conclusión. En cuanto práctica, la obra se hace o no se hace, pasa o no pasa. Es desde su dimensión teórica que se le da un principio y un final, convirtiéndola en un relato, en una historia o en una teoría. Pero el conocimiento (im)propio del arte no radica en ese relato ya construido, sino en un estar haciéndose siempre a punto de fracasar, de perder la apuesta. El conocimiento a través de las artes, consideradas desde su dimensión práctica, nos recuerda, como diría Hurtzig, que todos somos aprendices en casi todo.

Notas

55 Karl Marx y Friedrich Engels, Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos [1845], trad. W. Roces, Barcelona, Grijalbo, 1974, p. 6.

56 Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas [1962], Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2005; Paul Feyerabend, Problems of Empirism, Reino Unido, Cambridge University Press, 1970.

57 Arendt, «La revelación del agente en el discurso y la acción», La condición humana, pp. 205 ss. 58 Emanuele Coccia, Filosofía de la imaginación. Averroes y el averroísmo [2005], trad. María Teresa D’Meza, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008.

59 Ibid., p. 100.

60 Ibid., p. 33.

61 Ibid., p. 37.

62 «Sería legítimo definir el poder del conocimiento por medio de esta capacidad de transformar las incertidumbres de la historia en espacios legibles. Pero es más exacto reconocer en estas ‘estrategias’ un tipo específico de conocimiento, el que sustenta y determina el poder de darse un lugar propio. […] un poder es la condición previa del conocimiento, y no sólo su efecto o su atributo. Permite e impone sus características», Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. I. Artes de hacer [1980], trad. de Alejandro Pescador, México, Universidad Iberoamericana, 2007, p. 46.

63 Jacques Derrida, La Universidad sin condición [2001], trad. de Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Madrid, Trotta, 2002, p. 16. 64 Ibid., p. 130.

65 Oblomoff, Un futuro sin porvenir. Por qué no hay que salvar la investigación científica [2009], trad. Javier Rodríguez Hidalgo, Madrid, Ediciones El Salmón, 2014, p. 13.

66 Ibid., p. 97.

67 Chantal Maillard, Filosofía en los días críticos. Diarios 1996-1998, Valencia, Pre-Textos, 2001.

68 Ibid., p. 52.

69 Paul Feyerabend, Adiós a la razón, trad. José R. de Rivera, Madrid, Tecnos, 1984, p. 32.

70 Oblomoff, Un futuro sin porvenir, p. 66.

71 Peter Sloterdijk, Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnicas [2009], trad. Pedro Madrigal, Valencia, Pre-Textos, 2012, p. 274.

72 Como acercamiento a este debate en el Estado español pueden consultarse el monográfico de la revista Práctica e investigación, Cairón, 13 (2010), coordinado por Victoria Pérez Royo y José Antonio Sánchez, o el volumen editado por Selina Blasco, Investigación artística y universidad: materiales para un debate, Madrid, Ediciones Asimétricas/Bellas Artes Universidad Complutense de Madrid, 2013.

73 «An image of the mass and of collective learning», en Maske und Kothurn, Internationale Beiträge zur Theater-, Film und Medienwissenschaft, Böhlau Verlag Wien, Köln, Weimar, 2007. Disponible en en http://www.mobileacademy-berlin.com/ englisch/bm_texte/interview.html.Co. Consultado el 8 de febrero de 2015.

74 http://www.mobileacademy-berlin.com/

75 «No creo que la única razón de que Blackmarket funcione es que uno personalmente aprenda algo muy esencial y nuevo. Tiene que ver con ser uno entre 500 personas en un espacio público y con una concentración flotante que abarca a todos». Ibid. 76 Derrida, La universidad sin condición, p. 33.