[1] Si bien la contaminación entre ficción y cotidianidad, la hibridación de fotrmas artísticas, la negociación entre realidades de vida y muerte, es una situación casi común en Latinoamérica; tal vez sea en Colombia uno de los espacios de mayor manifestación. Practicando el riesgoso arte de la sobrevivencia, habitar y cruzar límites es una cuestión bastante cotidiana para su población civil, desgastada por los enfrentamientos y las infecundas negociaciones de paz entre las diferentes guerrillas y el Estado, las ofensivas de paramilitares y narcotraficantes, y el exterminio sistemático de los milllones de indigentes que han sido catalogados como ‘desechables’. Durante muchos años, Bogotá ha ocupado la mayor cifra de muertes diarias, en relación a ciudades de altos índices en estos rubros, como Rio de Janeiro y Nueva York[2].

En ese complejo entorno que ha generado una cultura de la violencia, han emergido importantes movimientos y propuestas estéticas, una literatura y un arte significativamente poético y vital que «transpira el lugar donde se elabora» (Sandoval, 2004), y particularmente, una teatralidad que ha sido pionera de muchos cambios y proposiciones en este continente. Como ha expresado Santiago García[3]:

La violencia de nuestras obras es el trasunto de esta realidad cruel que vivimos desde hace más de cincuenta años en Colombia, donde quiera o no, toda nuestra literatura, nuestro teatro, nuestra pintura están impregnados de ella, porque el arte lo que hace es reflejar los grandes defectos de una sociedad, de una nación, porque son materia prima que las vuelve expresiones estéticas (538, en Duque y Prada, 2004).

En este contexto específico, el Nuevo Teatro colombiano[4] tuvo como propósito fundamental la creación de una dramaturgia propia, entendiendo por ésta no sólo la producción de textos, sino toda la concepción escénica, actoral, escenográfica; es decir todo un sistema de producción teatral no jerarquizado, sino profundamente colectivizado que retomaba tradiciones desarrolladas por la Comedia del Arte italiana, privilegiando el trabajo en equipos, la creatividad y el desarrollo actoral, las partituras escénicas como fundamento para la escritura dramatúrgica, el diálogo con sus públicos abordando temas y problemáticas que produjeran reflexiones sobre el estado actual de las relaciones humanas y sociales, y practicando el teatro como un espacio de artesanía para la producción de un bien común. Estas propuestas fueron reconocidas como parte de una nueva -y a la vez antigua- forma de trabajo: la ‘creación colectiva’, estrategia en la cual destacaron grupos como La Candelaria de Bogotá y el Teatro Experimental de Cali.
Sin instituciones que los sustentaran, sin programas de becas ni de subsidios, sin sueldos fijos, el movimiento teatral colombiano ha impulsado el teatro como espacio de encuentro, de búsqueda, de investigación, de diálogo, como acto de fe en la profesión por el puro goce de ejercerla[5].

Un rasgo distintivo de esta nueva teatralidad fue el acento en lo performativo, en lo propiamente escénico y actoral, implicando otras maneras de entender y extender la idea de dramaturgia[6]. En diálogo permanente con las propuestas teóricas y lingüísticas cada vez tuvieron más importancia las nociones de Lenguaje No Verbal, de polifonía y dialogismo bajtiniano, de Antiteatro, de minimalismo plástico, así como las experiencias de la performance art, el happening y las instalaciones. En los trabajos desarrollados por La Candelaria desde finales de la década del ochenta, se fue perfilando una concentración en la creación de personajes y figuras escénicas, cada vez más a partir de las vivencias y experiencias de los actores, con una mayor participación de la subjetividad, de las pequeñas acciones y gestos que se inspiraban en la estética cinematográfica y en el desarrollo de los lenguajes no verbales (El Paso, 1988). La construcción del relato general cedió lugar a la asociación sincrónica de las situaciones elaboradas en los procesos de creación colectiva, buscando una relación más sinecdóquica que respondiera a las influencias de las teorías del caos y la fractalidad que entonces investigaban (De Caos y Deca-Caos, 2002). La polifonía, el dialogismo y los conceptos de carnavalización bajtinianos que durante años habían estado en el centro de sus discusiones estéticas, alcanzaron una elaboración paradigmàtica en la carnavalesca imaginería que les permitió reelaborar una dimensión topográfica diferente del realismo mágico, explorando la marginalidad como sórdido espacio poético y metáfora de alternativas escénicas y humanas (En la Raya, 1992). Recientemente, la inmersión en las estrategias de las artes visuales y la indagación en discursos escénicos más performativos, les dio los medios para abordar la creación de una instalación escénica – Nayra, 2004- sobre la memoria personal y colectiva, los mitos urbanos populares, los detritus de la indigencia, la violencia ‘sicaria’, la muerte como territorio cotidiano y la pequeña fe en la sobrevivencia azarosa. A estas alturas del trabajo artístico, algunos miembros de La Candelaria, con más de treinta años en la escena, han afirmado que en este último ‘espectáculo’ ellos no actúan, sino que acompañan un proceso donde se involucran sus vivencias más dolorosas[7]. En una relación directa con lo que Santiago García ha llamado «la estatuaria performática» (573, en Duque y Prada, 2004), estos ‘personajes’-presencias de una realidad acelerada por los mecanismos de violencia y sobrevivencia que la determinan, emergen como un inventario de la vida cotidiana del colombiano actual. Casi al finalizar el acto escénico y vital que es Nayra, ‘el Borracho’ lee o recita una larga lista de los tantos asesinados y desaparecidos que hoy configuran el relato de muertes reales que hicieron de Macondo un sitio de horror. La ficción es ahuecada por la irrupción de lo real, la memoria de esos actores irrumpe en el imaginario escénico y transparenta la frágil codición de una ciudadanía que ha aprendido a convivir con el dolor y a practicar el arte como testimonio del estado de vida común, como lacerantes metáforas de agonías personales y colectivas.

Aunque de manera general observo la liminalidad como un fenómeno efímero y temporal, asociado a instancias metafóricas, en los ejemplos que aquí expongo considero lo liminal como una condición particularmente ‘topográfica’ y experiencial, implicada en los complejos ‘ritos de paso’ de los precarios bordes urbanos, en las calles y barrios donde sobreviven miles de indigentes, en contacto con sus cuerpos, con materias orgánicas, con los objetos y los detritus de la mugre y la guerra cotidiana. Retomo directamente el concepto antropológico de Víctor Turner: la liminalidad asociada a situaciones concretas de marginalidad, de oscuridad e invisibilidad (102, 1988); a communitas no poéticas –condición que utilizo para las situaciones configuradas desde los actos artísticos o sociales-. En esos casos de liminalidad real y «topográfica» -ya que se trata de espacios o lugares de límites sociales, barrios con una alta población de marginales e indigentes viviendo en las calles, sobreviviendo al olvido, al hambre y al frío a través de ‘ritos de viaje’ con las sustancias más baratas (el pegamento o ‘cemento’)- los «entes liminales» no son poéticos, sino seres marginales instalados por tiempo indefinido en las calles, cloacas y puentes de la ciudad.
Una parte de la creación plástica y artística ha optado por vincularse a estas problemáticas, tal vez en un acto singular de responsabilidad humana, en un gesto que marca la distancia con un entorno de indiferencias, en una especie de acto religador con la mundana y mortífera ‘sacralidad’ de su urbe. En cualquier caso, constituyen acciones que hacen visibles las complejas márgenes sociales donde las estructuras lanzan sus ‘desechos’.

Destacados creadores visuales, escénicos, cineastas y escritores han explorado y concebido sus obras no sólo como complejas metáforas que intentan poetizar un mundo sórdido, sino también como acciones en las cuales se manifiesta o explicita directamente ‘lo real’, propiciando la emergencia de nuevas cartografías y sujetos en los territorios de lo artístico. En lugar de actores y de espacios ficcionales, el arte colombiano también ha explorado la realidad dada y cotidiana de sus más golpeados habitantes, en los promiscuos laberintos del bajo comercio y consumo de narcóticos, incluyendo como protagonistas a los habitantes de las calles y de los sórdidos reductos habitacionales. Fenómenos de presencia más que de representación; expresiones subalternas desde lo subalterno, sin mediatización representacional.

A grosso modo pueden mencionarse las producciones cinematográficas de Víctor Gaviria, filmando personas y ambientes reales de las comunas de Medellín, con niños y habitantes de la calle, que después del rodaje sobrevivían o morían en las mismas situaciones que registraba el celuloide[8]. Las instalaciones de Rosemberg Sandoval utilizando cuerpos de indigentes, fragmentos de cadáveres, residuos de las explosiones que acontecían en las calles de la ciudad. Las acciones y performances in situ de Mapa Teatro, con los habitantes del Barrio de Santa Inés-El Cartucho, en el centro de Bogotá.
En 1999, Miguel González, curador del Museo de Arte Moderno La Tertulia de «Cali-calabozo, uno de los lugares más peligrosos del mundo», convocó a los artistas a una experiencia colectiva bajo el nombre de Cadáver Exquisito, invitándoles a que se sumaran a la iconografía mortuoria que animaba al país (González, 179, 2002).

Todas estas intervenciones artísticas, que exploran en las topografías del límite, constituyen desde mi punto de vista situaciones en las que de una manera u otra se instalan dimensiones de liminalidad. El arte opera allí como una práctica de inversión, como una experiencia de borde, en los límites del propio cuerpo social. Si consideramos las prácticas litúrgicas y religadoras, propias de las situaciones liminales observadas por Turner, con los ‘ritos de paso’ como tentativas para liberarse de la estructura, quizás podamos ver allí una compleja metáfora para seguir pensando los entrañables vínculos del arte colombiano con su realidad.

La borrosa frontera entre la vida y la muerte, de la cual emergen la mayoría de estas acciones, no constituyen sólo un problema de naturaleza ideológica sino vital: más que defender ideas y propuestas de opción polìtica, se trata de un arte que intenta desesperadamente contribuir a la salvación y a la resistencia de la vida. En este espacio, las situaciones de liminalidad, incluso desde la mirada estética, tienen una tesitura más densa, más sombría, más austera, y a pesar de ser menos eufóricas y festivas, también configuran actos rituales.

En este contexto la teatralidad de Mapa Teatro, habitada por enriquecedores procesos contaminantes[9], se aleja radicalmente del concepto tradicional de montaje. Sus creadores y directores, Rolf y Heidi Abderhalden, son artistas que transitan desde las artes visuales al teatro, desarrollando instalaciones plásticas, video-instalaciones, performances y escrituras escénicas que interesan más como experiencias vividas que como representaciones[10]. Ellos han buscado acercarse a los conceptos de la plástica, alejándose de las convenciones de un teatro que gira en torno a un espacio ilusorio, proponiedo sus trabajos como «actos específicos», efímeros e irrepetibles.

Este ‘laboratorio de artistas’, como ellos mismos lo han definido, representa las nuevas estrategias de sobrevivencia de las estructuras colectivas, diferenciada de aquellas que animaron al Nuevo Teatro colombiano y latinoamericano desde los años sesenta. Configurado como núcleo generador de proyectos en el que se integran diversos artistas de manera no permanente, Mapa Teatro ha concebido la investigación –importante herramienta para la teatralidad latinoamericana independiente y experimental- como arma clave para la estructuración de proyectos artísticos insertos en determinadas comunidades. Practicantes del teatro como ‘experiencia total’, como ‘laboratorio del imaginario social’, han desarrollado diversas propuestas que expanden la teatralidad, ya sea por el modo en que configuran lo escénico, por los espacios que intervienen, como por el trabajo humano y social en el cual se implican. Sin quedarse en lo obvio, han buscado siempre que las problemáticas en las que se comprometen puedan atravesar el tiempo y el espacio íntimo como el colectivo.

En una inversión del tradicional principio que ha planteado el teatro como espejo, en el afán de que el arte indague en la vida, estos creadores parten de la convicción de que es la vida la que debe ahora tomarse el teatro, pensamiento que leo muy próximo a los propósitos de ‘irrupción’ que caracterizan a los llamados ‘teatros de lo real’ (M. Saisson).

Mapa Teatro es un colectivo de amplio reconocimiento en festivales nacionales e internacionales, que se ha distinguido por la alta elaboración de metáforas visuales, como por el compromiso humano y artístico con proyectos vinculados a situaciones sociales complejas y comunidades de extrema marginalidad. Precisamente en este vínculo observo un importante atributo de liminalidad: se trata de experiencias producidas en los intersticios y márgenes de las estructuras sociales, donde se junta una amplia población de esos que en el vocabulario sociológico han sido llamados de ‘los últimos peldaños’, verdaderos desposeídos de todo derecho y posibilidad, espontánea communitas de los expulsados por la sociedad. Si tenemos en cuenta el pensamiento utópico y visionario de Víctor Turner, para quien la liminalidad, la marginalidad y la inferioridad estructural constituyen condiciones en las que con frecuencia se generan mitos, símbolos, rituales, sistemas filosóficos y obras de arte; hay que considerar la potencialidad poética que puede habitar en estos estigmatizados espacios.

Entre los primeros trabajos escénicos de Mapa Teatro estuvo una creación con los presidiarios de la Penitenciaría Central de Colombia, La Picota, a partir del Horacio de Heiner Müller (1993). Interesados en desarrollar experiencias y procesos experimentales en situaciones límites, han trabajado con poblaciones marginales, como reclusos (Proyecto Horacio), indigentes y excluídos sociales (Proyecto Prometeo); además de trabajar con artistas plásticos y actores en formación, sin descartar la posibilidad de incluir actores tradicionales. Comprometidos con la experimentación fronteriza, están menos interesados en el actor como ‘agente de ficción’, proponiendo un funcionamiento de «operadores» que busca la comprensión de la teatralidad en tanto «acción no representada», o presentación: «una acción real en tiempo real»(23).
Los ambientes escénicos son concebidos como instalaciones que pueden ser recorridas por el público al terminar el suceso teatral. En Ricardo III (2000), versión realizada a partir del texto de Shakespeare, las metáforas visuales creadas a partir de materiales y recursos plásticos –el escenario cubierto de calaveras, artefactos y materiales bélicos interviniendo los vestuarios, como coronas de de municiones, mezclados con sedas y tejidos de camuflaje militar- sugerían configuraciones icónicas de la violencia cotidiana.
Uno de los más recientes trabajos de Mapa Teatro, ha sido concebido como una nueva experimentación en los límites entre el teatro y las artes plásticas[11], una instalación audiovisual. Psicosis 4:48′, de la británica Sarah Kane, dirigida por Heidi Abderhalden, con la colaboración visual de Rolf Abderhalden, puede también percibirse como una performance o acción plástica: No hay actor representando, apenas una figura humana cruza la escena configurada como un telón, donde se proyectan imágenes, mientras se escucha el último ‘texto-gesto’ de Sarah Kane, consumado con su suicidio.
Una parte importante de las últimas creaciones de este colectivo han girado en torno a la desaparición forzosa de una zona del barrio de Santa Inés, El Cartucho, un límite en pleno centro de Bogotá, en el cual sobrevivía una numerosa población de estigmatizados y excluídos sociales[12]. Los cambios del paisaje urbano en Bogotá, desde finales de los años noventa, han estado vinculados a propósitos de ‘mejoramiento de la imagen’ de la ciudad, mediante soluciones urbanísticas que implicaron el desplazamiento y nunca la solución del problema de la indigencia[13].

El Proyecto C’úndua fue desarrollado entre los años 2001 y 2003, período del segundo mandato del singular alcalde Antanas Mockus[14], promotor del lúdico y complejo programa «Cultura Ciudadana», propuesta que bien podría considerarse digna de analizar en tanto detonador de ciertas liminalidades, si no fuera por la notable jerarquización estatal que lo impulsaba.
Trascendiendo los propósitos de ‘animación cultural’ que caracterizaban el marco institucional en el cual estaba inserto -dado que tenía el apoyo de la Alcaldía Mayor de Bogotá- el Proyecto C’úndua[15] se planteó ser un «laboratorio del imaginario social»: una experiencia humana colectiva capaz de generar narraciones e imágenes que propiciaran la reconstrucción de la memoria de la ciudad (Abderhalden, 19). Al explorar en topografías urbanas límites, más allá de los planes de desarrollo de la ciudad, el proyecto se proponía tender puentes entre habitantes y colectivos artístico-intelectuales, buscando constituir una «comunidad experimental» temporal capaz de redimensionar realidades marginadas. En estos presupuestos ya se iba tejiendo una dimensión liminal, particularmente en su función subjuntiva o potenciadora de posibilidades y cambios.

El interdisciplinario equipo de realizadores (artistas escénicos, plásticos, etnógrafos, antropólogos, comunicadores, historiadores y geógrafos) apeló a estrategias relacionales que impulsan una cultura de la convivencia y la proximidad y que entienden el arte como un elemento de uso y comunicación: el trabajo se desarrolló a partir de pequeños grupos al interior de los barrios, privilegiando el encuentro y la experiencia con el otro, a través de la creación de dibujos, collages, objetos, fotografías, narraciones, acciones plásticas, instalaciones, eventos performáticos, video-sonido instalaciones, paisajes sonoros, microrelatos cotidianos (Abderhalden, 21), explorando todas las formas artísticas posibles, reinventándolas, y exponiendo las creaciones en los espacios públicos de Bogotá.

El paradigmático legado de Josep Beauys de que cada ser humano es un artista, tiene una fuerte presencia en la concepción de estas acciones. Los habitantes de Usaquén[16] asentaron sus memorias personales y colectivas, sus mitos fundadores, en imágenes y creaciones propias. A través de palabras, dibujos, viejas fotografías fueron narrando sus historias en los «Libros de la memoria»[17]. La vida cotidiana, los espacios domésticos e íntimos fueron capturados por las lentes fotográficas de los más jóvenes, y emergieron en la escena pública –»la casa en a calle»- en carteles instalados en los paraderos de buses de la ciudad.
Si el arte había sido una forma para conocerse, expresarse y dialogar entre los habitantes de los barrios, también fue un medio que les permitió proyectar sus rostros y voces en el espacio de la urbe: en una gran feria de imágenes celebrada en la Plaza Bolívar -‘Poner la cara por Bogotá’- mientras en un tablero se informaba el número de muertos por violencia, sobre las fachadas del Congreso aparecían simúltáneamente cientos de rostros de los habitantes de Usaquén en tiempo real, a través de un circuito cerrado; a la vez que los ‘libros de la memoria’ eran presentados por sus propios autores.
Aquel convivio escénico, que a manera de teatro de la vida cotidiana-teatro del bajo y común mundo, se presentaba en una céntrica plaza bogotana, configuraba una especie de liminal communitas utópica, que daba voz, imagen y presencia a los personajes anónimos de la ciudad; no como museables muestras de un inventario etnográfico, sino como artífices y artesanos de sus memorias, historias y sueños.

Los difíciles caminos transitados por un arte que se propone ser una acción concreta a favor del derecho a la vida, a la visibilidad y al reconocimiento de los excluídos por las estructuras sociales, proporcionan algunos referentes que bien vale la pena considerar. En 1986, el artista polaco Krzystof Wodiczko, radicado en Nueva York, desarrolló en esa ciudad una proyección de imágenes de desalojados –homeless- sobre fotografías de cuatro grandes monumentos del parque de Union Square, buscando introducir la realidad de la gente sin hogar en la conciencia histórica y mítica de la ciudad (Hollander, 24, 1993). La proyección de desalojados, como se llamó la acción presentada en la 49th Parallel Gallery, transformaban las fotos de los monumentos al subvertir las situaciones que ellas representaban: sobre la imagen de George Washington montando a caballo emergía un hombre en silla de ruedas que lavaba parabrisas en la calle y la mítica imagen de la Caridad era convertida en la de una mujer que pedía limosna. Otro artista emigrado a Nueva York, Qiang Chen, desarrolló también algunos proyectos con gente de la calle. Como parte de la instalación-performance Fantasmas en el fin de siglo, realizada entre abril y mayo de 1992, Chen fotografió más de seis mil homeless, imprimiendo sus retratos en carteles que fueron pegados por el artista en conjunto con un grupo de habitantes de las calles, sobre los muros de Manhattan.
La segunda acción del Proyecto C’Úndua en Bogotá, nació y se configuró entre los desalojados de un barrio en el propio corazón de la ciudad, vinculada a la situación que entonces vivía la población de El Cartucho, en vías de desaparición forzosa por un institucional programa de ‘limpieza ciudadana’. El laboratorio de artistas que integra Mapa Teatro, había comenzado a trabajar allí cuando el desalojo y la demolición de la zona estaban en proceso[18].

Utilizando la ficción como entorno rearticulador de vivencias reales, los propios habitantes del lugar, coordinados por Heidi y Rolf, fueron los ejecutores de una inédita experiencia teatral. Las historias de vidas condenadas a perderse en los llamados ‘morideros’ o ‘basureros sociales’, se volvieron visibles y audibles en el extrañamiento poético de un teatro de lo real: sin mediaciones posibles, los hacedores de nuevos mitos urbanos configuraban escenarios liminales donde la vida se tomaba al teatro.
Aproximando mitos universales con otras mitologías colectivas, relatos y experiencias particulares, se fueron tejiendo historias locales y sueños personales. Al retomarse el mito prometeico desde la reescritura de Heiner Müller, se tensionaban las relaciones entre el ‘tiempo del sujeto’ y el ‘tiempo de la historia’. La paradoja del héroe interiormente anudado al águila que por miles de años había devorado sus carnes, detonó metáforas muy personales en los relatos configurados por los habitantes de El Cartucho. Concentrarse en la experiencia interpersonal propició la aparición de procesos más singulares e íntimos, de nuevos micro-relatos míticos. Según sus vivencias, cada participante resemantizaba a Prometeo y configuraba sus propias analogías[19].

En la posibilidad de movilizar la fantasía de grupos humanos fragmentados que ‘la buena sociedad’ ha reducido a la categoría de ‘desechables’, puede haber, como bien señaló Heiner Müller, una aguda mirada política en tanto despliega imágenes y procesos alternativos, fuera de los parámetros de permisibilidad. Y en esta instancia, donde el arte no sólo crea espacios metafóricos de resistencia, sino que contribuye directamente a procesos íntimamente restauradores, a largo plazo -y sin que hubiese sido el primer propósito-, pienso que hoy se abre una vía de activismo dentro de la experiencia artística y no necesariamente desligada de ella. La acción social no se presenta en primer plano con fines redentores, es más humilde, como si fuera un excedente, algo que deviene de una experiencia humana en la constitución de un efímero espacio poético[20].

Los que hasta entonces habían sido catalogados como ‘desechables’ emergieron como performers y poetas en una experiencia inclasificable: los textos que decían habían sido escritos por ellos y hablaban de ellos, no representaban a otros que a sí mismos. La acción ejecutada fue un acto de presencia, no de representación. In situ, sobre el mismo terreno del barrio donde habían vivido, el derruído Cartucho, con los protagonistas reales, la memoria adquiría un gesto, un cuerpo, una imagen, una voz. Una especie de ‘teatro de lo real’ que podía ser leído desde diversos ángulos: «instalación teatral», «performance», «instal-acción», «evento urbano», «arte en situación urbana», intervención urbana; o simplemente una ritualización simbólica que como ‘rito de paso’ propiciaba el cruce a otro momento de sus vidas.
El acto escénico desmontó las presencias en dos niveles: en un ‘tiempo estético’, la presencia real –no del personaje, sino de la persona que convertía su propio relato mítico en actos performativos, realizando pequeñas y sencillas acciones, casi rutinarias, sobre las mismas ruinas del lugar donde habían vivido. En un ‘tiempo real’ estas personas manifestaban sus relatos recientes, sus historias de vidas, a través de unas pantallas panorámicas. La memoria individual y colectiva emergía en aquellos paneles cinematográficos: imágenes de la ciudad cuatro décadas atrás, fragmentos fílmicos de la demolición del barrio, como si la virtualidad buscara ser una extensión del espacio borrado. La liminal communitas que allí se había constituido, sólo había sido posible desde una temporalidad y un espacio poéticos, desafiando una realidad de mugres, de miserias humanas. Por un acto de inversión poética, los que realmente eran seres liminales, expulsados sociales, emergían en una liminalidad metafórica, potentemente generadora y festiva; igualados ya no en la indigencia excluyente, sino en la acción creadora, en el tejido memoria y sueños, en la posibilidad de imaginar otras alternativas de vida.
Prometeo fue una acción que podría leerse como ‘teatro’, como performance-instalación, como acto de vida, como ritual de despedida, como fiesta catártica. Las hibraciones no fueron sólo artísticas, aunque se usaran estrategias teatrales, visuales y/o cinematográficas. La frontera más delicada que aquí se trazó estuvo en la zona donde se fundía la experiencia personal y el hecho estético. La fusión de escenarios artísticos y de topografías sociales detonaba una extraña ‘cronotopía liminal’, suspendida en la frontera entre dos mundos: una communitas sostenida por la tensión metafórica entre lo mítico, lo estético y lo real.
Si para los participantes «Prometeo» emergió como «una experiencia ‘antropológica’, poética y mítica del espacio en una esfera de influencia opaca y ciega de la ciudad»; o como especie de ciudad trashumante, metafórica que se insinuaba en el texto vivo de la otra ciudad planificada y legible (Rolf Abderhalden, 53). Esta visión importa en tanto sugiere la conformación de un corpus liminal y abierto, de una antiestructura en el propio corazón de la estructura social, al margen de las cotidianidades y de las formas habituales de convivencia; y donde los ex – habitantes del desaparecido barrio encontraron la posibilidad de transustanciar la sordidez, el olvido, el desalojo y la muerte, en fantasiosas microutopías personales, en volátiles pero necesarias subversiones micropolíticas.

Más allá del Proyecto C’úndua, Mapa Teatro ha continuado trabajando con relatos y sucesos vinculados a El Cartucho. Entre el 2003 y el 2004 realizaron dos instalaciones: Re-corridos, en la vieja casona del centro de Bogotá, donde Mapa tiene una provisional sede, y La limpieza de los Establos de Augías, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, proyecto ganador de una Mención de Honor en el XIX Salón Nacional de Artistas. Entre el 2004 y el 2005, realizaron un seguimiento de la construcción del parque, presentando como resultado una instalación y una ‘video-performancia’, donde reunían varios trabajos realizados a lo largo de casi cinco años: La liberación de Prometeo (antes de y durante la demolición del barrio), La limpieza de los Establos de Augías (después de la demolición y durante la construcción del parque), y un epílogo, Leteo (posterior a la construcción del nuevo espacio público).

La limpieza de los establos de Augías retoma la pregunta sobre la relación arte, memoria, ciudad, continuando las exploraciones en situaciones y espacios límites: nuevamente un lugar límite –el mismo de «Prometeo», El Cartucho, uno de los límites socio-económicos de Bogotá-, experimentando bordes estéticos, aproximando narrativas míticas, sucesos urbanos y problemáticas sociales que eran transmitidas en tiempo real. Tomar como punto de partida «Los trabajos y proezas de Heracles», propició una serie de asociaciones metafóricas entre el mito griego griego y las mitologías privadas de los participantes, entre la situación mítica de Heracles – la manipulación y el exilio de que fue objeto- y los procesos de exclusión, violencia y desalojo que vivieron los exhabitantes de El Cartucho.

Realizada después de la demolición del barrio y durante la construcción del parque, la obra fue elaborada como una video-instalación que se desarrollaba a través de dos relatos visuales, en dos tiempos y espacios: uno cerrado y ‘museable’ –el Museo de Arte Moderno de Bogotá, ManBo- como «lugar de paso», donde se proyectaba en tiempo real -el presente- la construcción diaria del Parque Tercer Milenio. El otro, abierto y público, «lugar de origen de la obra», en la zona del parque en construcción -antiguo barrio de Santa Inés-El Cartucho- donde se proyectaban los testimonios –el pasado- de los habitantes de la última casa derruida. Ambas transmisiones se hacían simultáneamente, entre las diez de la mañana y las seis de la tarde.

El presente cambiante, el diario transcurrir de los sucesos que ocurrían en una parte de la ciudad, estaban siendo proyectados en el museo -espacio donde tradicionalmente se congela una memoria artístico/cultural- como una obra viva y procesual. En un espacio público en construcción, se instalaba una insólita y abierta ‘galería’, donde podían apreciarse los testimonios videados, obra documental, que referían un momento del pasado reciente de la ciudad.

El evento se configuraba por la mirada del espectador sobre los diferentes fragmentos espacio/temporales. En el acto de contemplación estética se producía un desbordamiento al conectar directamente al observador con los complejos hechos –pasado y presente-, aportándole información para sacar conclusiones propias sobre las relaciones posibles entre remodelaciones urbanas y restauraciones sociales. Arte de prácticas relacionales, que trasciende la dimensión contemplativa y se instala en los instersticios sociales y en la experiencia de ‘lo real’.
En la manera en que se dispusieron los materiales y los espacios, observo estrategias de inversión que posibilitan la lectura del hecho artístico como un acto de resistencia. Lo que se intentó manejar como problema local, y que había estado teñido de una política de ocultamiento (borradura, desaparición) –la política oficial indicaba que había que borrar lo sucio y oscuro que afeaba a la ciudad para transformar la zona-, se revirtió como problema público, actualizando la memoria reciente, combatiendo el olvido, amplificando la visibilidad del hecho a través de la repetición de los testimonios de los excluídos, entonces convertidos en sujetos con voz y en objetos de la visión, necesariamente reconocidos por los otros.
El retorno a «lo real» apunta al «deslizamiento en la concepción de la realidad como efecto de la representación»(Foster, 150), apelando, cada vez más al entrecruzamiento entre lo social y lo estético, acentuando la implicación ética del ciudadano-artista. Si para Hal Foster lo real se vincula a lo traumático siguiendo la mirada lacaniana, opto por vincular las irrupciones de lo real, al menos en los ejemplos que aquí estudio, con la manifestación de lo que Adorno llamó las «heridas sociales».

Notas

  1. Este trabajo forma parte de la investigación Escenarios Liminales en Latinoamérica.
  2. «… en Bogotá se cometían 80 homicidios por cada 100 mil habitantes; en esos mismos días, la proporción en Río de Janeiro era de 26 por cada 100 mil, 17 en Nueva York y tres en Santiago de Chile» (Pastrana, 2003).
  3. Director de La Candelaria, grupo paradigmático del teatro latinoamericano, que desde hace treinta y nueve años y de manera absolutamente independiente realiza un trabajo que ha sido y es referencia de los nuevos y experimentales rumbos de la escena latinoamericana. Profundamente comprometido con su realidad, la obra de La Candelaria y de Santiago García, también dramaturgo, artista plástico y actor, ha aportado importantes producciones teóricas y estéticas para la teatralidad contemporánea.
  4. Casi paralelo al surgimiento de las FARC y al inicio del conflicto armado, tuvo lugar en Colombia el nacimiento del ‘Nuevo Teatro’, desplegándose como un movimiento que reunía a grupos independientes interesados en experimentar nuevas maneras de producción y creación colectivas, nuevas temáticas y públicos; movimiento éste que estuvo inspirado en el Nuevo Teatro Alemán promovido por Piscator, Brecht y Reinhard a finales de los años veinte, y de gran resonancia en Latinoamérica.
  5. «En este momento nos debemos como cinco meses de sueldo los actores; trabajamos porque se nos da la gana, si estamos aquí no es por el dinero, sino porque nos gusta estar» (2004, 462, Santiago García en Duque Mesa y Prada Prada). Este testimonio de una de las figuras más paradigmáticas del teatro latinoamericano, bien puede indicar la situación de los teatristas independientes que a lo largo de años han sostenido la teatralidad con sus vidas y trabajo propio, sin deberle nada a las instituciones, sino más bien al margen de ellas.
  6. Inicialmente inspirada en las propuestas brechtianas, la creación colectiva planteó una dramatrurgia del espectáculo y no sólo del texto escrito, que cuestionaba la construcción de una fábula lineal increscendo- a la manera aristotélica- y la producción de una teatralidad fundamentalmente catártica. Su apuesta fue por el desarrollo de relaciones más reflexivas entre la escena y los espectadores, acentuando las convenciones de lo propiamente teatral, complejizando la relación actor-personaje y proponiendo una construcción dramática que activara la producción pensante y a mirada crítica. Si bien estas intenciones no pueden considerarse desterradas del teatro latinoamericano actual, la creación colectiva cada vez más fue ensayando otras experiencias de teorización y creación dramatúrgica y escénica.
  7. Expreso esta idea a partir de las conversaciones sostenidas con algunos miembros de La Candelaria, durante su último viaje a México. Opinión incluso explicitada por algunos de ellos durante el encuentro-conversatorio en la Casa del Teatro, México, D.F., noviembre 2004.
  8. Al finalizar el primer largometraje de Gaviria, Rodrigo D. , una especie de epitafio daba cuenta de la muerte de varios de los participantes en el filme «a causa de esa misma circunstancia que pusieron en escena ante los espectadores» (Duno-Gottberg).
  9. Me refiero a las experiencias con distintas disciplinas artísticas –ópera, teatro, artes visuales- desarrolladas por los principales animadores de este grupo.
  10. Información tomada del programa de presentación del grupo a propósito de Ricardo III. Todas las referencias corresponden a este texto. Agradezco a Rolf y Heidi la generosidad con que me proporcionaron sus materiales.
  11. Parto de testimonios de Heidi Abderhalden, a propósito del estreno de Psicosis 4:48′, de Sarah Kane: «Diario de un suicidio femenino», por Ana María Guevara, sección cultural de El Tiempo, 7 de marzo de 2003, Bogotá, pp. 2-3.
  12. A principios del siglo XX Santa Inés había sido un barrio de abolengo, posteriormente abandonado por los vecinos de cierto poder económico. A mediados de siglo, con el estallido del ‘Bogotazo’, los desplazamientos de campesinos que llegaban a la ciudad huyendo de la violencia, así como los diversos servicios urbanos que se establecieron en la zona, se produjo una situación de desgaste, violencia e indigencia demasiado visible, que convirtió a El Cartucho en una excluyente frontera social. Allí sobrevivían los que la sociedad llamó como ‘desechables’, y sus calles se convirtieron en centro de operaciones del bajo comercio narco controlado por pequeños capos. Visiblemente deteriorado y abandonado, la propia ciudad participó de un siniestro programa de rechazo y olvido, pues a la vez que lo consideraban el ‘basurero social’ de Bogotá, era también el lugar al que se iban a proveer cotidianamente.
  13. «Hago parte de una generación de artistas que ha sido testigo de los paradójicos desplazamientos y dislocaciones de las prácticas artísticas en las últimas décadas. También he sido testigo, como ciudadano común, de los grandes cambios del paisaje urbano de Bogotá en la última década. Y, en medio del progreso urbanístico y desarrollo del capital económico de la ciudad, sigo siendo testigo de la impresionante miseria humana y del declive de nuestro capital simbólico» (Rolf Abderhalden, 2003, 18).
  14. El programa de demolición de El Cartucho fue iniciado durante la alcaldía de Enrique Peñalosa (1997-2000), como parte del Plan de Desarrollo de su administración y de su Proyecto Tercer Milenio, el cual exigió el desalojo de la población que vivía en El Cartucho para la construcción de un extenso parque nacional. Los habitantes de las calles y tugurios del barrio de Santa Inés se vieron obligados a desplazarse a otras zonas de la ciudad, iniciándose también lo que ha sido conocido como el «fenómeno cartucho»: la expansión de numerosos habitantes de las calles de aquel barrio por toda la ciudad, situación que se fue agravando y que hasta la fecha continúa sin solución. Solamente una mínima parte ha sido reubicada después de múltiples protestas. Aunque se calcula que son diez mil, ni la administración distrital tiene la cifra exacta de cuántos son los habitantes de la calle. Se afirma que en Colombia hay 7 millones de personas en la indigencia y sólo en Bogotá más de un millón.
  15. C’úndua es un término de la mitología arauca que significa «el lugar al que todos iremos después de la muerte».
  16. La primera etapa del Proyecto C’Undua, «Un pacto por la vida», fue desarrollada en barrios de la localidad de Usaquén, en las laderas de los cerros nororientales de Bogotá, adonde fueron instalando sus viviendas varias generaciones.
  17. Cada adulto recibió un libro en blanco. Los que no sabían escribir fueron auxuliados por sus hijos y familiares.
  18. El programa de demolición de El Cartucho fue iniciado durante la alcaldía de Enrique Peñalosa (1997-2000), como parte del Plan de Desarrollo de su administración y de su Proyecto Tercer Milenio, el cual exigió el desalojo de la población que vivía en El Cartucho para la construcción de un extenso parque nacional. Los habitantes de las calles y tugurios del barrio de Santa Inés se vieron obligados a desplazarse a otras zonas de la ciudad, iniciándose también lo que ha sido conocido como el «fenómeno cartucho»: la expansión de numerosos habitantes de las calles de aquel barrio por toda la ciudad, situación que se fue agravando y que hasta la fecha continúa sin solución. Solamente una mínima parte ha sido reubicada después de múltiples protestas. Aunque se calcula que son diez mil, ni la administración distrital tiene la cifra exacta de cuántos son los habitantes de la calle. Se afirma que en Colombia hay 7 millones de personas en la indigencia y sólo en Bogotá más de un millón. Algunos de los que se integraron al trabajo con Mapa Teatro seguían viviendo en las calles, otros estaban en procesos de rehabilitación, intentando ganarle la pelea a la indigencia y a las drogas.
  19. Transcribo un fragmento del texto de Müller y del texto final creado por Carlos Carrillo, antiguo habitante de El Cartucho: «Allí, un águila con cabeza de perro comía cada día de su hígado que se reproducía sin cesar./El águila, que lo tomaba por una porción de roca parcialmente comestible, capaz de hacer pequeños movimientos y de emitir un canto disonante, sobre todo cuando se lo comía, hacía sus necesidades sobre él./ Este excremento era su alimento, él lo devolvía transformado en excremento sobre la piedra de abajo» (La liberación de Prometeo, Müller). «En este lugar, un hombre con cara de buitre devoraba todos los días el dinero de mis bolsillos que tenía que llenarlos sin parar./ El hombre, que me miraba como algo insignificante que podía devorar cuando quisiera, carramaniao y con un suspiro agonizante, sobre todo cuando consumía, también descargaba sus porquerías sobre mí./ Yo me alimentaba de esta porquería y lo devovía en mi propia degradación sobre el suelo de este lugar». (Prometeo, Carlos Carrillo).
  20. Más que producir objetos, ‘obras artísticas’, mi trabajo consistió pues en orientar y articular sensibilidades, artísticas y no artísticas, en la gestación de una experiencia humana colectiva: un puente entre individuos y pequeños colectivos y un grupo de artistas y profesionales de otras disciplinas para la creación temporal de una comunidad experimental (Abderhalden, 2003, 19).