La crisis de la forma dramática como soporte de la creación escénica a
finales del siglo XIX produjo un divorcio entre dramaturgos y creadores
escénicos que se ha mantenido hasta nuestros días. Prescindiendo de esta
tendencia disociatoria, que ya tiene un siglo, las colecciones de teatro siguen
editando dramas, del mismo modo que muchos pretenden ayudar al desarrollo
del arte escénico premiando la producción dramática o que algunos
prestigiosos académicos encubren bajo el título de estudios de teoría e historia
del teatro una más cómoda y académica teoría e historia del drama.

Ante todo, habrá que decir que Almas y jardines no es un drama. Ni
siquiera es una creación literaria pura. Se trata de una propuesta compleja,
que salta por encima de los géneros y que recoge en su interior las
invenciones de personas diversas a la autora del proyecto y de la parte
poética. La obra se presenta, pues, no tanto como una obra para ser montada,
ni como un conjunto de poemas para leer en soledad, sino como un guión
indicativo, necesariamente incompleto, del trabajo escénico que resultó de una
invitación lanzada por Margarita Borja en forma de poesía y que se encontró
con la respuesta de acciones, voces, instalación y música, hábilmente
organizadas por Sara Molina, responsable de la dirección escénica y co-autora
en cierto modo del libreto definitivo. La propuesta poética original aparece,
pues, en la edición enriquecida y salpicada de acotaciones que recuerdan que
esos versos no circulan, como otros, inmaculados en el espacio intelectual que
media entre autor y receptor, sino que son el resto de lo que un día fue ‘poesía
encarnada’, esa poesía «que se levanta del libro y se hace humana», esa
poesía que, en definitiva, adquirió su plenitud transformada en teatro.

Poesía y complejidad

Al proponer como punto de partida para la creación escénica un texto
poético, Margarita Borja está reivindicando la herencia del modelo de escritura
escénica asociado al teatro español más vanguardista. Éste fue, ante todo, un
teatro poético, un teatro que se revelaba contra la zafiedad del costumbrismo y
del realismo de cartón piedra que dominaba lo escenarios españoles de los
años veinte y treinta y propugnaba la creación de un universo irreal sobre la
escena. En su primera producción, Helénica, Margarita Borja recuperaba
directamente pasajes y sugerencias de El público, de García Lorca. Y en
Almas y jardines una vez más la poesía es el instrumento con el cual las
Sorámbulas indagaron formas de lo escénico que permitan la superación de la
esterilidad y la incapacidad comunicativa que caracterizan el teatro de
nuestros días.

Pero la autora sabe que la poesía no es más que el principio y,
traduciendo al presente las ideas apenas realizadas de Lorca («el problema de
la novedad del teatro está enlazado en gran parte a la plástica», «la mitad del
espectáculo depende del ritmo, del color, de la escenografía…»), imagina un
acontecimiento en que los elementos visuales, sonoros, verbales y gésticos se
equilibran en una propuesta, aunque plural, coherente y, aunque sencilla,
cargada de complejidad.

La categoría de ‘complejidad’ ha sido empleada por varios autores para
intentar explicar las respuestas de los creadores contemporáneos a la
experiencia del presente. La multidireccionalidad de la experiencia y del
pensamiento, la «polivalencia del momento», el enrarecimiento de la
percepción como consecuencia de la multiplicación de los medios de
comunicación, la contaminación en el ámbito de las ideas y los valores, la
multiplicación de los focos de reivindicación de la diferencia… exigen un tipo
de forma escénica donde no caben los esquemas narrativos lineales ni la
presentación de materiales (verbales, psicológicos o plásticos) puros.
Marianne van Kerkhoven aventuró la definición de una idea de dramaturgia
que podría satisfacer la multiplicidad de planteamientos de los últimos años y
hablaba de una «dramaturgia que fija, más bien, las estructuras parciales que
las estructuras globales de una obra», y que asocia a las ideas de «densidad,
condensación, concentración».

El trabajo de Margarita Borja cabría igualmente bajo esa categoría. En
primer lugar, por su renuncia a la definición de una estructura lineal, ni siquiera
a una estructura cerrada: Margarita articula sus obras, tanto Helénica como
Almas y jardines en cuadros (siguiendo la terminología de Lorca), en pasajes o
jardines, y sin establecer una relación jerárquica entre ellos desde el punto de
vista de la estructura. La autonomía de lo particular, del poema, del elemento
plástico, del intérprete nunca es cuestionada por el esfuerzo integrador en una
unidad espectacular, no se produce conflicto y, por tanto, no es necesaria la
síntesis. Frente al principio dramático de encadenamiento de los elementos
(sea éste causal o resultado de la aplicación del montaje), Margarita Borja
(como Elisabeth LeCompte), habla de la elaboración de la estructura del
espectáculo como de un ‘tejido’, gracias al cual cabe una multiplicidad de
direcciones de lectura y un respeto mayor a la autonomía de los elementos
ligados.

Esta estructuración fragmentaria del espectáculo es al mismo tiempo
coherente con la reivindicación de la diferencia femenina que anima todo el
proyecto. Ya en los años setenta, Roberta Sklar, una de las pioneras del teatro
feminista (directora de The Women’s Experimental Theatre), mostró su
preferencia por la utilización de la estructura episódica, argumentando que,
«como toda mujer sabe, la vida es un constante circo de tres pistas antes que
un cuento de aventuras lineal». Y Teresa Gómez Reus, en su excelente
introducción a Helénica, observaba cómo la autora era consciente del
interminable flujo de diferencias bajo la diferencia», y era esto lo que la
animaba a desarrollar un modelo dramatúrgico «de tiempos sumergidos» como
el más adecuado para una interpretación de nuestra historia que rete la
hegemonía de lo masculino.

Otro síntoma de la asunción de la complejidad es la renuncia a la
autoría en términos absolutos. Esto es algo coherente con el desplazamiento
de la atención hacia las estructuras parciales. En Helénica, junto al
reconocimiento explícito en el título a la obra de García Lorca, se incluían
poemas de José María Parreño. La voluntad de no considerar la propia
creación como una propiedad cerrada se manifiesta en la concepción de la
obra como invitación y no como resultado, así como en la gratitud manifestada
a los autores del presente o del pasado que han contribuido a su escritura.
Como en Helénica, también en Almas y jardines se sucede una multiplicidad de
referencias cruzadas: la más explícita, a Shakespeare, pero también a
escritores tan dispares como el místico sufí nacido en Murcia Ibn Al’Arabi, el
poeta simbolista Arthur Rimbaud o la gran mujer del pensamiento español
María Zambrano.

Lo transdisciplinar es igualmente una consecuencia directa de la opción
por la complejidad. Lo que se busca no es meramente un ejercicio
interdisciplinar, una acumulación de medios, se intenta llegar algo más allá, a
una interpenetración real de los lenguajes, que responda a la transitoriedad
entre imagen, texto, sonido y fórmula matemática a que nos está
acostumbrando la experiencia perceptiva de las últimas décadas. Lo
transdisciplinar no es meramente resultado de la invitación lanzada por la
autora: está presente en el propio instrumento de la invitación. En la
introducción a Helénica, Teresa Gómez Reus comparaba acertadamente el
espectáculo con una sucesión de «estampas que pertenecen al ámbito de lo
poético, lo cotidiano, lo onírico, lo mitológico; secuencias que ahora,
recordándolas me hacen pensar en un conjunto de fotos iluminadas», con «un
gran cuadro con diversos paisajes diacríticos», o con un «palimpsesto». La
asociación propuesta por Gómez Reus no es algo a posteriori, sino que
precede a la creación del texto. También Almas y jardines renuncia a una
estructuración en secuencias y opta por una sucesión de jardines: el elemento
espacial se impone sobre el elemento temporal y potencia de ese modo una
recepción del espectáculo basada en la intensidad del lugar (momento) y no
en la comprensión del desarrollo.

Es la búsqueda de la intensidad perceptual lo que justifica asimismo
unos versos cargados de estímulos visuales, táctiles, musicales y, sobre todo,
olfativos, que son un primer esfuerzo para que las palabras no queden
meramente en el libro, sino que conquisten físicamente el espacio
(mediterráneo) que aspiran a recrear. Y es también la búsqueda de la
intensidad lo que anima el intento de que la música crezca en una relación tan
íntima con la poesía que, de acuerdo a la pretensión de Sara Molina, logre
penetrar en la escritura a modo de signos de puntuación y consiga que el
espectáculo, como «la tarde», llegue a ser «de música, /de matemática, de piel
de ángel, de metafísica verdad».

La transdisciplinariedad sigue la vía de la traducción de unos lenguajes
en otros, manteniendo lo propio de cada uno de ellos y consiguiendo así que
cada traducción aporte algo nuevo. En la última parte el espacio de la acción
es definido por los personajes de las apuntadoras, traduciendo en palabras lo
que el público simultáneamente estará viendo en su realización plástica. A
nivel verbal, este ejercicio de traducción tiene sus exponentes concretos en la
repetición en castellano y catalán del poema «El Huerto del Cura» o en inglés y
castellano del texto de las reinas shakespereanas.

El guión original contemplaba la participación en el espectáculo de la
artista Rilo Chmielorz, quien debía acompañar con su acción de «rasguñado
caligráfico sobre una superficie dada» el eco de las acciones previas. Tal
participación no se produjo, pero la intención de arrebatar a la escritura su
función significante y otorgarle una dimensión visual y constructiva y sí se
mantuvo. La caligrafía árabe, que tradicionamente tiene, además de su función
significante, una función decorativa y arquitectónica, visual, fue utilizada por
las Sorámbulas para construir el cuerpo de la Pájara Simürg, convertida así en
símbolo complejo, resumen de los diversos lenguajes utilizados y resumen
también de múltiples puntos de fuga indicados en la acción y en el texto.

El viaje

«El teatro no es sobre algo. El teatro procede de algo, de un lugar dado,
de la forma social y personal de vivir». Por ser un medio del ‘aquí y del ahora’,
por ser un medio antagónico a los sistemas de comunicación de masas, el
teatro (y la ‘performance’), necesariamente el teatro está ligado al lugar y
pensado para intervenir de forma inmediata sobre su entorno. En el trabajo de
Margarita Borja la pertenencia al lugar es un factor primario. Ella recupera la
herencia poética lorquiana trasladándola de Andalucía al Mediterráneo, y son
su sensualidad y su fuerza evocadora los que marcan los lugares del drama.
La presencia de lo Mediterráneo en la obra de Borja no es culturalista,
sino experiencial. El fondo de Helénica tiene que ver con la experiencia de la
contemplación de los murales de la isla de Thera, y su segundo trabajo
escénico se conforma como un paseo a través de jardines construidos,
habitados o soñados por los diversos pobladores de la región levantina. Los
jardines no son espacios habitables, son lugares de tránsito, constituyen la
otredad de la casa (del mismo modo que las mujeres de Shakespeare
constituyen la otredad del drama). El paseo de las almas a través de ellos es
tan fugaz (y tan intenso) como el posarse de la luna sobre el agua de la balsa
(«una balsita para / que la luna sólo / pueda estarse un instante»). En ellos
pueden convivir las almas de los antepasados reales que construyeron nuestra
historia, con las de aquellas otras antepasadas que poblaron los dramas de
Shakespeare. Los seres (¿inferiores?) asisten al conjuro congelados, pero
muy vivos, bajo la atenta mirada de la inmensa y desnaturalizada pájara.

La inestabilidad, otro de los rasgos que definen la complejidad de la
experiencia contemporánea, determina la nominación de los personajes de la
primera parte de la obra: viajeras y caminantes. El personaje de la viajera
resulta del cruce de la reivindicación de la diferencia femenina y la
reivindicación de la pertenencia a un lugar. Paradójicamente, es la afirmación
del lugar la que conduce al viaje, en tanto el Mediterráneo es el espacio por
excelencia de los intercambios, las odiseas y los cruces culturales. Pero no
basta afirmar la mediterraneidad para afirmarse viajera. Para ello hay que
romper con la fijación de la mujer en el papel de Penélope, la paciente
tejedora, y reivindicar decididamente el lugar usurpado en la travesía de la
historia.

La estructura del espectáculo es coherente con esa sugerencia
paseadora del material poético. Del mismo modo que la compleja estructura de
Helénica remitía a la composición de los murales y los frisos griegos,
fragmentarios, no narrativos, pero intensamente significantes, en Almas y
Jardines el paseo por el jardín marca la pauta para la construcción escénica.
Ahora bien, en la puesta en escena, el jardín se transforma en castillo. Una
propuesta tan diferente como la sugerida por las Sorámbulas no podía
acomodarse a un espacio convencional: el Castillo de Santa Bárbara, en
Alicante, fue el lugar elegido para instalar los jardines, un castillo fundado por
los cartagineses en el 2.100 a. C y bautizado por los griegos con el nombre de
‘Akra Leuke’, cumbre blanca, testigo de los ires y venires de múltiples culturas
de las que conserva sus almas. Es la antítesis del espacio-jardín, espacio de
piedra, espacio de fantasmas, conquistado por las Sorámbulas para el
jardín-teatro.

El espectáculo comienza en el patio de armas, un espacio abierto,
sacudido por el viento, nueva versión de ese «circo de arcos donde el aire y la
luna y las criaturas entran y salen sin tener un sitio donde descansar». En él
se desarrolla la primera parte, que tiene la forma de un recitado coral en
paralelo a la música, surcado por acciones de las sorámbulas , recorridos y
encuentros que sirven para una progresiva apropiación del espacio y un
reconocimiento de la colectividad humana (anímica) que lo habita. Al final de la
primera parte, las intérpretes ceden su alma a la Pájara y se convierten en
ayudantes (ejecutoras) de una instalación inhumana, que por un instante
ocupa el centro de la acción. A continuación, los espectadores son invitados
también ellos a pasear, y entran en un jardín mucho más dramático, recreado
en un espacio, que aunque ya no es abierto, tampoco sufre la clausura del
escenario teatral. En dos pasillos que forman una ele los espectadores se
enfrentan a una exposición de máscaras, estilizadas sillas, los elementos
congelados del jardín, los trajes rígidos de las reinas. Bajo los arcos que
delimitan el espacio (en la frontera entre el adentro y el afuera), el público es
testigo de la sorda confesión realizada por las reinas shakespereanas
atrapadas en sus trajes, atisban el dolor que dominó su historia privada, y
asisten impotentes a su marcha. Un soprano masculino (en el último guiño del
músico a la autora de tan compleja propuesta) acompaña el mutis de las
silenciosas reinas.

El viaje poético/escénico acaba en este punto, pero como todos los
viajes, ha generado una multiplicidad de encuentros. Previo al definitivo con el
público, la misma construcción del espectáculo es resultado de una
multiplicidad de encuentros. El viaje de la poesía hacia el teatro no sigue la vía
de la puesta en escena convencional, sino que surge de un ejercicio de
colaboración entre diversos creadores que recupera lo más fresco de la
producción vanguardista, aquella de los ‘collages’ o ‘poemas escénicos’ a los
que se entregaron algunos de los principales protagonistas de la vanguardia
histórica. Haciendo suya esta herencia, el responsable de la dirección
escénica de Helénica, Luis Álvarez Auzzani, definía el trabajo realizado como
la elaboración de «una partitura de acciones dramáticas, música, escenografía,
iluminación y vestuario».

A un texto escénico no categorizable como drama corresponde una
propuesta escénica que se resiste al encasillamiento. ¿Teatro?,
¿performance?, ¿acción poética? Margarita Borja confiesa que prefiere el
término ‘celebración’. Sería más sencillo que la profesión y el público
admitieran definitivamente un concepto ampliado de teatro, el único que
permitirá calificar como ‘teatro’ los últimos espectáculos de uno de los
compañeros de viaje más claros de Margarita Borja en el panorama de la
creación escénica contemporánea: Esteve Grasset (como Lorca,
prematuramente desaparecido). En sus espectáculos latió siempre la intención
de lograr una disolución de los límites entre la instalación, la danza, el
concierto y el arte dramático; especialmente en sus últimos trabajos, todos
estos lenguajes estaban presentes sin que resultara posible deslindar entre
ellos. Sin embargo, una distancia insalvable separa los planteamientos de
Grasset y Borja, y tal distancia tiene, sin duda, mucho que ver con el concepto
de ‘soridad’.

La soridad

«Ellas soy yo y yo soy ellas. / Cuando ellas hablan yo me escucho. / Si
yo hablo, son sus voces lo que oyen. / Golpes idénticos de corazón / en tres
cuerpos idénticos dispares, / Tres voces, separadas, / confundidas en diversos
pensamientos. / Soy diferente pero no distinta. / ¿Quienes somos? / Mujeres
con algo en común.» Con estos versos repartidos entre las tres intérpretes
comenzaba Mujeres al rojo vivo, la única obra escrita y dirigida por Edurne
Rodríguez, integrante del grupo Legaleón T, de Irún. La escena se convierte
en lugar de manifestación de lo que Margarita Borja denomina ‘soridad’. Pero ,
lejos de provocar una instrumentalización del teatro o de la danza, esa
voluntad expresiva conduce a la formulación de propuestas que alimentan un
nuevo modo de vanguardia escénica.

La combinación no es nueva. Ya hace cincuenta años, el club Anfistora,
un grupo de mujeres dirigido por Pura Ucelay, fue el único que se atrevió a
llevar a escena una obra que permanecía secuestrada desde su prohibición
por la dictadura de Primo de Rivera, El amor de don Perlimplín con Belisa en
su jardín, y el mismo que un año más tarde intentó la que podría haber sido la
empresa más vanguardista del teatro español previo a la guerra: la puesta en
escena de Así que pasen cinco años, cuyo estreno fue impedido por el
levantamiento militar y el asesinato del poeta. Margarita Borja ha reconocido
que el Teatro de las Sorámbulas pretende continuar ese trabajo interrumpido.
Pero tal continuación implica no sólo una reflexión sobre las formas, sino,
sobre todo, una muy diversa articulación de arte y vida, de construcción y
expresión, de teatro y sociedad, de personaje y actor.

En su búsqueda de la verdad, Lorca exigía unos personajes «tan
humanos, tan horrorosamente trágicos y ligados a la vida y al día con una
fuerza tal, que muestren sus traiciones, que se aprecien sus olores y que salga
a los labios toda la valentía de sus palabras llenas de amor y de ascos». Pero
esos personajes no podían ser aquellos que subían al escenario «de la mano
de los autores», sino los que lo hacían por sí mismos, sin renunciar «a la vida y
al día», a su propia historia pasional. Cuando en El público se descubre que los
pies de Julieta «eran demasiado perfectos y demasiado femeninos», que eran
«pies inventados por un hombre» y que la verdadera Julieta estaba
«amordazada debajo de las sillas y cubierta de algodones para que no gritase»,
cuando, pese a las resistencias del Director, finalmente salen a la luz las
pasiones reales que habitan bajo el drama, estalla la revolución. Lorca pone
sobre la escena (imposible) el problema de la verdad en el teatro: la verdad del
poeta y la verdad del actor, porque un drama en que el poeta convierte su
interioridad en un circo no puede ser representado por actores que se limitan a
esconderse tras las máscaras. Los actores ya no deben interpretar personajes,
no pueden anularse en la construcción de personajes, sino que han de poner
su humanidad en la ejecución sensible de las formas poéticas propuestas por
el autor. El actor del teatro imposible de Lorca, como el de Kantor, no puede
renunciar a su concreción física, a su verdad. No es de extrañar que ambos
desarrollaran su trabajo más propio en los márgenes de la profesión teatral.

El juego de las máscaras y las transformaciones en El público servía
para mostrar «el perfil de una fuerza oculta», pero también para reivindicar las
mil combinaciones posibles en que el amor se muestra. El descubrimiento de
que la auténtica Julieta ha sido suplantada por un muchacho, objeto del
verdadero amor, constituye uno de los centros de la trama de la obra.
Margarita Borja, en un ejercicio paralelo al de Lorca, recurre al complejo juego
de las interrelaciones para mostrarnos el perfil de otra fuerza oculta. La
suplantación de Julieta por el muchacho tiene su paralelismo en la ocupación
de la escena íntegramente por mujeres, que, como el muchacho en el amor,
reclaman su protagonismo en la historia. La primera imagen de Almas y
jardines es la de un grupo de mujeres ocupando decidida y alegremente el
espacio. Son mujeres que realizan ese sueño de actor formulado por Lorca en
su teatro imposible: asumen la conciencia de su concreción física, y no
renuncian a su propio cuerpo, como no renuncian a su biografía, a su emoción,
a su deseo.

El arte escénico, en cuanto utiliza como material primario el propio
cuerpo humano, es (junto con los audiovisuales) uno de los medios creativos
que más se prestan a una prostitución de la imagen femenina, pero al mismo
tiempo, por su inmediatez (y a diferencia de los audiovisuales) uno de los
medios que mayor control permite al intérprete en el proceso de exteriorización
de la realidad interna, una vez que éste asume la iniciativa de la creación. Por
tanto, desde la perspectiva de la creación feminista, el arte escénico aparece
como un medio especialmente adecuado para exteriorizar la vida interna de la
mujer, silenciada o reprimida por los mecanismos tradicionales del poder.
Obviamente, no estamos hablando del arte escénico convencional, que
siempre ha mantenido una relación instrumental con la mujer y que, pese a las
aportaciones de tantas grandes actrices y directoras a su transformación,
sigue manteniendo una estructura radicalmente machista (lo que hace de él no
sólo el más conservador de los medios artísticos, sino además el que más
resistencias plantea al reconocimiento de la diferencia femenina). Estamos
hablando de ese otro teatro, que se sitúa en diálogo permanente con los
nuevos lenguajes artísticos y que a veces resulta difícil distinguir de la
‘performance’. Éste fue el medio preferido por las creadoras feministas en los
años sesenta y setenta para el desarrollo creativo de sus propuestas. Se
trataba de crear el espacio para que la mujer se presentara a sí misma como
persona, para que se adueñara de su propia biografía, de sus propios medios
expresivos, de su propio cuerpo, y luchar contra esa ley que permite a la mujer
ser una imagen, pero no construir su propia imagen. Roberta Sklar,
refiriéndose a su trabajo con la actriz Sondra Segal, argumentaba: «Las
mujeres tienen que aprender a escuchar sus propias voces, sus cuerpos, sus
impulsos, tomarlos y usarlos, en vez de asumir que cualquiera los conozca
siempre mejor que ellas mismas». Y en la misma dirección apuntaba Heléne
Cixous, al animar a las ‘mujeres’ a liberarse de su condición de ‘hijas’ y
conquistar la escena con su cuerpo, con su sangre, resistiéndose al
sometimiento de la trama y de la imagen aprendida, con un gesto nuevo y
simple capaz de transformar el mundo.

Sara Molina, responsable de la dirección escénica de Almas y Jardines,
ya había experimentado con anterioridad las posibilidades expresivas del
medio escénico sin por ello renunciar a la finalidad artística. En el Festival de
Granada (Off) de 1988 se presentó M-30. Esto no es Africa. Pornografía y
Obscenidad, un espectáculo, que comparte algunos elementos con Almas y
jardines: también en aquel caso el elenco estaba constituido exclusivamente
por mujeres, ninguna de ellas tenía experiencia profesional como actriz, y la
estructura del trabajo tenía más que ver con el ‘performance’ que con el teatro.
En el programa de mano, Sara Molina declaraba: «ejercicio escénico realizado
por 33 mujeres procedentes de diversas actividades y profesiones, un producto
del reciclado de elementos de desecho teatral, una muestra de belleza
residual». Con materiales pertenecientes a la vida cotidiana de la mujer en la
sociedad contemporánea, Sara construía una sucesión de secuencias, con
una fuerte carga expresiva, por medio de las cuales proponía una nueva forma
de ritual. Éste se hacía evidente en la danza final, que comenzaba como una
simplísima invitación al movimiento y acababa siendo el detonador de una
descarga física y emocional que permitía la integración de las treinta
participantes en un único cuerpo. En cierto modo, ese baile final actuaba como
resumen de la intención y la estructura de toda la pieza. Las provocaciones al
público, el grito de libertad de su colectivo desnudo (no-africano), centro del
espectáculo, y el descaro general provocado por la directora se convertían en
una reivindicación de la alegría femenina y en definitiva de la alegría de la
vida.

Lo interesante de este trabajo era también la conjunción entre la
finalidad expresiva y la finalidad creativa. Lorca había planteado el conflicto
entre la verdad y el teatro en términos de imposibilidad. Años más tarde,
Grotowski y Chaikin renunciarían a lo teatral por similares razones. Pero,
¿acaso no es posible un equilibrio entre lo expresivo y lo constructivo que
satisfaga la necesidad de verdad del intérprete / autor y la necesidad de
máscara del teatro? Seguramente ese equilibrio depende de una renuncia a la
negatividad implícita al planteamiento de Grotowski (y al de tantos otros
creadores) y una opción por lo positivo, evidente en el trabajo de Sara Molina y
Margarita Borja. No es gratuito que ese cambio de signo esté ligado a la
autoría femenina.

En Nueva York, la coreógrafa Anne Carsson lleva años trabajando con
gente de la calle para componer espectáculos de un vigor irresistible, tanto por
la verdad y el entusiasmo de sus intérpretes como por el rigor en la
construcción formal de los mismos. Lo común a los trabajos de Anne Carsson,
Edurne Rodríguez, Sara Molina y Margarita Borja es el ‘gestus’: lo/as
intérpretes sonríen reiteradamente al público. Por encima de la disciplina
formal, por encima del dramatismo de los contenidos, impera un sentimiento
afirmativo. En Almas y jardines, la afirmación convertida en sonrisa se llama
‘soridad’.

Vestuario, máscaras y elementos escénicos introducen la dimensión
poética de la obra en el espacio sin afectar la integridad de las ejecutantes,
que son al mismo tiempo libres e intérpretes y que, por no verse sometidas a la
encarnación de un no-yo, pueden mantener en todo momento la positividad del
gesto. Al inicio de la segunda parte, el coro de arlequines, entregado a un
juego expresivo en el espacio, queda inmovilizado tras las máscaras
distribuidas en el mismo; no es un momento de anulación, porque en ningún
caso las intérpretes son poseídas por las máscaras: son ellas mismas las que
deciden jugar a ocultarse, sabiendo ellas (y el público) que no se trata más
que de algo transitorio, que la acción no quedará fijada, ni el destino decidido,
que toda transformación es aún posible. Es la soridad la que permite que, a
pesar del tono tan dramático con que concluye el espectáculo, lo que quede
sea algo más que teatro: ante todo, la fuerte impresión de la vida regalada por
las Sorámbulas , liberadas de la negatividad de las formas opresivas,
encontrando, celebrando y ofreciendo una salida (diferente) «a esa selva
oscura en la que se encontraron por haberse apartado del camino recto».