La Fura dels Baus, que tuvo su origen en «el teatro decalle de los cinco de Moia: Carles Padrissa, Pera Tantinyà, Marcel.lí Antúnez, Quico Palomar y Teresa Mur. Después de Vida y miracles del pagès Tarino y la seva dona Teresa (1979) hicieron varios pasacalles y Sercata (1980) se componía de piezas breves adaptables a diferentes espacios: «El diluvi», «Viatge al pais Furabau», «Sant Jordi, S.A.» y «Patatús», donde se recreaba la vida después de una hecatombe atómica. Sercata nocturna y Mòbil Xoc (1983) implicaban ya una estética y un modo de relación con el público muy alejados de los habituales en el teatro de calle y preludiaban el éxito del espectáculo con el que alcanzarían resonancia internacional: Accions (1984).

Dos escenas quedaron especialmente grabadas en la memoria colectiva: la entrada de los «los hombres de fango», especie de las larvas humanas, al inicio del espectáculo, y la destrucción de un vehículo a cargo de un grupo de hombres ataviados con traje y corbata que exhibían, sin embargo, una brutalidad desconcertante. «El hombre de fango y el autómata» era el título de una acción realizada por Albert Vidal en 1980 en la Galería 13 de Barcelona. Como Vidal, los integrantes de La Fura se interesaron también por el hombre urbano, pero, más allá de ciertas coincidencias iconográficas, sus planteamientos eran muy diversos. Vidal buscaba lo cósmico en lo cotidiano, buscaba lo caótico (por incomprensible) en lo ordenado y trataba de reconstruir algo así como una experiencia mística por medio de acciones anodinas. La Fura, en cambio, se confrontaba directamente con la experiencia del caos, prescindiendo del orden aparente, con una visión mucho más materialista. Lo que resulta es un montaje brutal del mundo urbano y el mundo primitivo, entendiendo lo primitivo no como un momento de mayor proximidad a lo natural o lo trascendente, sino como esa dimensión de lo humano marcada por la violencia y el desorden.

Tras unos primeros minutos en que el espacio era ocupado por los sonidos de un saxo, una voz y sintetizadores, los «hombres de fango» se colaban por distintos huecos de la sala impactando al público con la imagen, muy física, de unos cuerpos semidesnudos, cubiertos de barro, que avanzaban con dificultad, en precario equilibrio o arrastrándose por el suelo, abriéndose paso con su mera presencia entre los espectadores hasta alcanzar unos bidones en los que se introducían. Los «hombres de fango» no eran tan refinados como los personajes de Vidal, pero también en ellos se adivinaba la herencia del butoh: Jürgen Müller, que había estudiado danza contemporánea y mimo, conocía el trabajo de Hijikata y Kazuo Ono, y había adivinado la conexión entre el arte corporal posnuclear japonés y el patetismo expresionista asociado a la experiencia de la primera guerra mundial.

Sin embargo, a los integrantes de La Fura no les interesaba la dimensión trascendente del butoh, ni tampoco aspiraban, como los expresionistas, a transmitir mediante el gesto un discurso espiritual. Su renuncia a la palabra no era consecuencia de una frustración o de una impotencia comunicativa, sino resultado de una confianza en la potencialidad comunicativa de lo físico. La entrada de los «hombres de fango», desnudos, que podía provocar en el público asociaciones vinculadas a las consecuencias de una destrucción masiva, no constituía el inicio de una ficción narrativa, sino que era contrarrestada por la violencia desatada por los hombres urbanos, vestidos, que se entregaban a la destrucción de un muro y de un automóvil. La destrucción era real y borraba completamente cualquier expectativa ficcional en el comportamiento de los intérpretes fureros. «Nuestro gesto -observaba Jürgen Müller- es auténtico, podemos decir que al fin y al cabo es naturalista. Si agarramos un mazo para destrozar alguna cosa, lo agarramos como una maniobra, de la forma que nos sea más práctica y eficiente, ya que no simulamos destrozar: nosotros destrozamos de verdad.» Algo similar declaraba Alex Ollé: «Nuestro teatro es físicamente real y por esto provoca morbo. Hay una sensación de riesgo, de peligro, como en el circo. De hecho, trabajamos constamente esta relación con el riesgo» (Saumell, 2001: 281). Efectivamente, si la secuencia de «los hombres de fango» creaba un contexto de inquietud ante la presencia de unos seres al mismo tiempo familiares y extraños, la destrucción del coche ponía en alerta a los espectadores ante un riesgo físico que afectaba en primer lugar a los actores, pero que podía también afectarles a ellos.

La Fura presentaba su espectáculo como «alteración física de un espacio», «un juego sin normas», «una cadena de situaciones límite», «una transformación plástica en un terreno inusual». No había una dramaturgia en el sentido tradicional del término, sino una sucesión de secuencias, un conflicto entre personajes y una interacción entre medios que podía despertar en el público determinadas asociaciones, pero nunca transmitirle un discurso cerrado. El espectador adivinaba que más allá de la pura sensación física se estaba construyendo un discurso, pero era incapaz de verbalizarlo. Y es que el discurso era indisociable de la experiencia corporal, en gran parte asociada a la música.

[Varios miembros de la Fura tenían formación musical. Pep Gatell había estudiado saxo soprano; Carlos Padrissa, saxo tenor, piano y armonía; Marcel.li Antúnez, tropeta; y Pere Tantinyà, trombón de pistones. Además, Marcel.lí Antúnez había formado parte del Colectivo de Improvisación Libre (1981-82), grupo de música experimental creado por Víctor Nubla y Claudio Zulián que trabajaba fundamentalmente con instrumentos de viento y con una estética relacionada con el jazz experimental y el sorollismo. Entre 1981 y 1983, Antúnez formó parte, junto a Mireia Tejero y Paloma Loring, de Error Genético, un grupo escénico musical que experimentaba con la incorporación de diferentes elementos extramusicales en las grabaciones, actuaciones y composiciones. A partir de Suz/o/Suz, a Antúnez, Padrissa y Espuma se sumarían colaboradores habituales, como Leo Mariño, Vidi Vidal y, después de 1992, Peter Gabriel. (Saumell, 2001)]

La música sustituía a la palabra en la construcción de la dramaturgia del espectáculo. Una música generada por instrumentos convencionales -como el saxo- o electrónicos -sintetizadores, sampler, etc.-, pero también mediante todo tipo de objetos percutidos: bidones, planchas de hierro, etc. (en Suz/o/Suz intervendrían además unas máquinas sonoras, los Automátics, que, distribuidas alrededor del público, ejecutarían diversos conciertos a lo largo del espectáculo). La relación de las acciones con esta música industrial era directa. Según Pere Tantinyà, los actores se comportaban «como los perros de Pavlov»: al escuchar la música empezaban a segregar determinados líquidos. «Es una reacción automática. Puedo decir que cuando actúo no pienso, simplemente hago. Tengo un control mecánico de mi entorno basado en mi energía, tanto física como psíquica. […] Para mí actuar es como estar programado para responder a ciertos estímulos y, en especial, los que proceden de la música.» (Saumell, 2001: 280).


Esta interpretación conductista de la actuación era coherente con el modo de plantear la relación con el público. Ésta se basaba principalmente en la creación de unas condiciones perceptivas especiales, logradas mediante la yuxtaposición de música industrial, climas lumínicos y acciones corporales. Al proponerse como objetivo la alteración de las condiciones de percepción, La Fura continuaba las experiencias iniciadas por numerosos músicos y artistas visuales y escénicos en los años sesenta que recurrieron a la acción corporal como medio. Entre ellos, Alejandro Jodorowsky había desarrollado un modelo de acción, el «efímero pánico» que anunciaba algunas de las propuestas, más espectaculares, de los integrantes de La Fura: veinte años antes de que éstos en Barcelona destruyeran a mazazos un coche (máquina asociada inevitablemente a la vida consumista urbana), en México Jodorowsky había destruido ante las cámaras de televisión un piano (instrumento en este caso asociado a la cultura romántica). Heredero del estridentismo mexicano y de la provocación dada, el efímero pánico de Jodorowsky se adelantaba a la violencia «punk» de los espectáculos fureros. [Esperanza Ferrer y Mercé Saumell llamaban la atención sobre las conexiones de La Fura con el movimiento punk, que tuvo una especial incidencia en el arte de acción británico, y remiten a la obra de Cosey Fanni Tutti, G. P. Odrige y Brian Eno, además de al «grupo-escándalo Coum, un derivagdo del expresionismo y del accionismo vienés con pulsiones nihilistas. Podemos relacionar este grupo con La Fura dels Baus no sólo por su espíritu revulsivo, nihilista y no exento de sofisticación, sino por una lectura vital pesimista, nacida de la esquizofrenia urbana.» (Ferrer y Saumell, 43)]

Jodorowsky había descrito sus «fiestas-espectáculo» como un cruce de lo dionisiaco (homenaje a las bacaneles pánicas) y lo terrorífico (artaudiano), con una buena dosis de estética circense: «euforia, humor y terror» añadidos a una ruptura de las fronteras entre las disciplinas y una opción por el modelo improvisador (derivado del jazz). El artista abstracto, según Jodorowsky, recreaba la violencia «por medio de colores, líneas y volúmenes»; el artista concreto o pánico, en cambio «rasgará la tela o aplastará un mecanismo identificable no figurando la violencia sino dejando las huellas de un acto real. En resumen: uno expresa el acto, el otro lo comete.»

En la segunda parte de Accions, los hombres que habían detrozado el coche cubrían a los hombres de fango con pintura azul y negra y los perseguían entre el publico arrojándoles pasta de sopa. A continuación, dos hombres se descolgaban desde lo alto por medio de cables y se lanzaban contra una gran lona blanca, haciendo estallar las bolsas de pintura roja que portaban adheridas a sus cuerpos. Finalmente, esos mismos hombres envueltos en plástico transparente y un tercero vestido de blanco realizaban una «acción cuerpo-pintura» sobre la lona.

 

Más allá de la animalidad de la pintura-acción de Pollock, puesta de relieve por Hans Namuth (1949) y reivindicada por Kaprow (1958) o de las elegantes y manipuladoras Antropometrías de Yves Klein, esas secuencias de La Fura remiten a ciertos ‘happenings’ pictóricos, como los realizados por Jim Dine a principios de los sesenta. En El obrero sonriente, Dine, con un bote de pintura y un grueso pincel, escribía sobre una gran sábana blanca las palabras «I love»; a continuación bebía del bote y vertía sobre su cabeza el resto de la pintura antes de completar la frase: «I love what I’m doing. HELP!». Se trataba de recuperar la materialidad de la pintura, habitualmente oculta tras la imagen ofrecida exclusivamente a la vista, y experimentar su sabor, sentir su textura y hacer al público partícipe de su intenso y embriagador olor.

La reivindicación de lo sensible era también nuclear en otro grupo de artistas en los que habría que buscar otra fuente de referencias para La Fura: los accionistas vieneses. «Mi teatro -escribía Hermann Nitsch- es un teatro visual. Los cinco sentidos pueden percibir un acontecimiento real. Yo construyo acontecimientos que exigen del espectador oler, saborear, mirar, oír, tocar intensamente.» Frente a la asepsia de la mirada convencional, Nitsch reclamaba una «sinestesia de lo sentidos» y la necesidad de «mancharnos las manos». Coherentes con estos planteamientos eran las acciones del Teatro mistérico-orgiástico, en que los cuerpos de los ejecutantes eran cubiertos de sangre o vísceras de animales en un contexto participativo ritual.

Bibliografía

Saumell, Mercé (2001), Teatre contemporani de dramatúrgia visual à Catalunya (1960-1992). Aportacions formals. Conexions amb el panorama internacional. Els Joglars, Els Comediants i La Fura dels Baus, tesis inédita, Universidad de Barcelona.

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