En 2003, São Paulo asistió a cuatrocientos treinta estrenos de teatro. Ese número representa más de uno por día, sin contar las alrededor de ciento cincuenta piezas que retornaron a la cartelera como reposiciones. São Paulo, con más de diez millones de habitantes, ciertamente tolera ese número de espectáculos. Sin embargo, casi siempre las salas se llenan sólo parcialmente y el sector teatral está insatisfecho por la carencia de espectadores. Por lo que me pregunto si esa estadística por un lado presupone crecimiento y por otro indica inercia.
En primer lugar, la constatación de que, exceptuando algunas –unas pocas decenas, como máximo–, de producciones de mayor porte, predomina una gran mayoría de pequeños y medios espectáculos. O sea, hay un gran segmento de la creación que se esfuerza para mostrar su trabajo, que opta por condiciones más limitadas de producción y busca un lenguaje de formas alternativas. Supone también una multiplicidad de lugares escénicos, que sobrepasa en mucho la ocupación exclusiva de los edificios dedicados tradicionalmente al ejercicio del teatro.
Ciertamente, la idea de que el teatro es un fenómeno que, en su esencia, se revela en la presencia de un actor delante de un espectador –convicción que constituye uno de los pilares del pensamiento del teatro contemporáneo– favorece la proliferación de lugares teatrales, transformando salas, galpones, corredores y agujeros de todos los tipos y tamaños, en locales de representación.
La producción de los espectáculos, por su parte, ha sufrido una simplificación en la misma medida del despojamiento espacial. Los montajes tienen poca o casi ninguna escenografía, y a veces aprovechan los materiales y mobiliarios que se encuentran en el local, con algunos aportes o eliminaciones.
¿Tantas producciones indican una presencia mayor de inversiones en el área? De hecho, con la política de incentivos, en especial la llamada Ley de Fomento,1 se extendió el beneficio del apoyo financiero del Estado a un número mayor de colectivos. Pero aun así, la ley sólo atiende a cierto segmento, el del teatro de grupo –sin dudas en esta década el más estimulante del panorama teatral paulista (a lo que me referiré más adelante). Eso significa que sigue siendo difícil obtener apoyos y subsidios. Sufren los extremos: los productores de espectáculos comerciales, que reclaman por el agotamiento de fuentes de patrocinios, y los artistas (aún) no consagrados, en especial los jóvenes que se inician en la profesión, que no tienen cómo impulsar sus proyectos escénicos.

El lado malo de lo bueno

Alcanzar un lugar destacado en el escenario teatral de la ciudad de São Paulo no requiere poco esfuerzo, si consideramos la producción numéricamente impresionante de piezas en cada temporada. De esa cantidad, buena parte introduce nuevos dramaturgos, lo que refuerza una tendencia del momento: cada vez más los jóvenes que se aventuran en el teatro pretenden hacerlo con textos propios, independientemente de que se les llegue a considerar o no dramaturgos. Esto quiere decir que muchos grupos nuevos, antes de buscar textos consagrados de la dramaturgia nacional o extranjera, apuestan por sus propias tentativas literarias –lamentablemente, en general, muy incipientes– buscando afirmarse como identidades expresivas. Ciertamente influye el factor económico –reducción de los gastos en el pago de los derechos de autor y adecuación de la dramaturgia a la realidad del grupo en lo que concierne al número de actores/personajes–, pero también hay un signo de la idiosincrasia de nuestro tiempo: la urgencia de expresarse sobreponiéndose al desarrollo artístico y a la necesidad de comunicación.
Hay otro aspecto a considerar. Desde el punto de vista de la dramaturgia, aunque la década de los 90 nos había dado una nueva e interesante generación de autores (también me referiré a ese tema más adelante), la función del dramaturgo, paralelamente, sufrió una “desglamourización” con el entendimento más o menos diseminado de que la dramaturgia puede ser una tarea colectiva, engendrada en el propio proceso de creación de la obra e inspirada por las experiencias personales de los actores. Así, se multiplican los textos colectivos que concentran un gran contenido de “verdad”, porque son generados por la memoria y por la experiencia personal del actor, pero que, en general, se revelan toscos, sin madurez dramatúrgica.2
Lo anterior se complementa con el hecho de que asistimos aún, en la contemporaneidad, a una desdramatización del texto teatral y con la comprensión de que la dramaturgia superó el canon dramático, al producir piezas sin grandes temas, que abordan situaciones cotidianas ordinarias y pueden coquetear con la literatura, la narrativa cinematográfica y se entregan a otras formas de combinación textual. Al romperse el aura de la gran dramaturgia, se abre espacio para las formas híbridas, combinadas del texto. La flexibilización de la forma dramática amplía el alcance del texto escénico, oxigenando la escena y generando una nueva. Mientras tanto, esa apertura, asociada a la creencia de que “cualquier persona puede escribir”, por un derecho adquirido a la expresión, tiene conexión, por desvío, con la proliferación de productos dramatúrgicos “descartables”, expresiones de la individualidad y situaciones sin interés, de escaso contenido artístico.
Una verdad, a veces difícil de ser encarada, es la baja formación de los jóvenes empeñados en construir una carrera en el teatro. Son raras las escuelas, y todavía menos accesibles las poquísimas mantenidas por el Estado (particularmente por las universidades). En consecuencia, la gran mayoría de ellos hace su formación en la práctica o, por medio de muchos y diversificados cursos y talleres de ocasión. Lo que, sabemos, no es suficiente para una formación sólida. Y más aun porque, como preguntaría Paulo Freire, “¿quién está educando al educador?”. Luego, gran parte de la producción refleja desconocimiento del propio oficio, agravado por la creencia de que el artista se hace en la intuición. (Sí, lamentablemente, como defensa o convicción sincera, muchos creen que el artista nace inspirado y que basta el acceso a un poco de información para que él pueda accionar mecanismos misteriosos de la creación).
Están, evidentemente, aquellos que abren espacio y dan ejemplo de rigor y competencia artística. En la pasada década, al lado de varios artistas o compañías circunstanciales, emergió uno de los fenómenos más interesantes del decenio y que persiste como polo fuerte de producción: el teatro de grupo.

Los grupos y el proceso colaborativo

Pilar del mejor teatro producido en los años 60-70, el teatro de grupo sufrió una retracción en la década siguiente, dando lugar al dominio del director. Fue ese también un período fértil, durante el cual aprendimos mucho acerca de las posibilidades de renovación del lenguaje escénico, promovido por la osadía y el internacionalismo de los buenos directores en acción.
Con el decursar de los años 90, la tendencia de los artistas a compartir democráticamente el espacio de creación y a reducir el destaque de los protagonistas –fueran directores o actores– en favor de la práctica colectiva, vino paulatinamente a imponerse. La observación crítica de los ejemplos del pasado estimuló la necesidad de encontrar nuevos procedimientos, mejor adaptados a la realidad del momento. De la creación colectiva practicada en los años 70, modo muchas veces anárquico, dispersivo, se evolucionó para el llamado “proceso colaborativo”, que presupone la conservación de especialidades –la dramaturgia queda a cargo del dramaturgo, como la iluminación requiere un especialista, y así en cada campo. De ese modo, no hay esfuerzos desperdiciados en desarrollar habilidades que no corresponden a lo mejor que cada uno puede dar. Todos colaboran, cada artista –sea actor o director– es elemento clave en el proceso de creación, pero hay una responsabilidad final asumida y desempeñada por cada uno en su especificidad.
Esa forma de creación preserva, felizmente, un fuerte sentido colectivo. La composición de un núcleo fijo con presencias circunstanciales retiene lo mejor de la permanencia –continuidad de investigación, maduración paulatina del proceso de creación, desarrollo físico y emocional de los actores– acrecentado por el desafío de adaptarse a lo nuevo.
Antônio Araújo, que concilia sus actividades de director del Teatro da Vertigem con la de profesor de la Escuela de Comunicaciones y Artes de la Universidad de São Paulo, se refiere de este modo al proceso colaborativo, del cual es teórico y practicante.
Me interesa particularmente esa tensión dialéctica entre la creación particular y la total, en la cual todos están sumergidos. Sin abandonar el estatuto artístico autónomo de un determinado aspecto de la creación, la habilidad específica, el talento individualizado o, igualmente, el gusto por cierta área creativa, no reduce al creador a mero especialista o técnico de función. Pues, por encima de su habilidad particular, está el artista del Teatro, creando una obra escénica por entero, y comprometido con ella y con su discurso como un todo.3
En el proceso colaborativo, el actor es autor e intérprete, en la medida en que hace de sus experiencias personales material para la constitución del edificio dramatúrgico (me refiero no sólo al texto dramático, sino a la dramaturgia en el sentido más amplio, que incluye los estímulos temáticos a la escena). No obstante, esa materia de orden personal –memorias, experiencias, convicciones, sentimientos– sufre un proceso de transformación que la resignifica, sacándola del campo de la experiencia individual y transformándola en bien común: “Es dejar que su experiencia se vuelva arte, que sea manipulada”.4
El trabajo del actor, en ese contexto, gana otra dimensión. La idea de que el actor “da vida al texto” deja de ser un cliché que abriga la idea de un actor-camaleón, versátil y transformable, para indicar un creador que participa del sentido de la creación toda. Ese actor, sin embargo, no conserva su contribución en el estado original en que la concibió, sino que la recibe de vuelta de las manos del dramaturgo en una clave nueva, con otra carga de significados.
Ese proceso, lejos de limitar al actor, lo ayuda a desarrollarse, amparado por un colectivo cómplice y estimulante. Tal vez sea el modo de creación de espectáculo que, bien lejos de los patrones de los astros y de las estrellas de la galaxia artística, ofrece verdaderamente el centro de la creación al actor.5
El Teatro da Vertigem tiene, sin duda, una madurez artística que lo hace ejemplo incuestionable del proceso colectivo. En la realización de sus espectáculos, el largo y complejo proceso de construcción llevado a cabo por el grupo hace que el actor disfrute de ese espacio de experimentación y maduración personal y artística. Esa rica experiencia está debidamente registrada en un libro y, por lo tanto, accesible en sus detalles y con diversidad de puntos de vista. Hay muchos otros grupos que han construido trayectorias igualmente interesantes y varios de ellos también ya documentados y analizados en estudios impresos (cito algunos: Galpão, Parlapatões, Sutil, Armazém y Companhia dos Atores).6 Nuestra expectativa es que, para los jóvenes que están comenzando o para los grupos que resisten de forma bravía en condiciones generalmente adversas, el contacto con esos relatos pueda ayudar a construir un nuevo horizonte para la creación y una comprensión más madura del lugar que cada uno puede ocupar en el teatro.

La dramaturgia paulista de la generación 90

Otro aspecto importante de la producción de los 90 es la presencia de una nueva generación de dramaturgos,7 jóvenes maduros, en su mayoría con edades que oscilan entre los treinta y los cuarenta años, que hacen de la escritura una profesión. O sea, no son apenas autores inspirados que desarrollan proyectos artísticos personales, sino que trabajan en sistema colaborativo, aceptan desafíos como escribir para compañías, crear guiones de cine y televisión y tienen una presencia activa en la vida de la comunidad teatral. Son profesionales del oficio, que escriben por motivación propia, pero también aceptan invitaciones de grupos o directores. En estos casos, ellos se aproximan y hasta se integran por un tiempo en el proyecto colectivo, a veces para producir más de un trabajo, y, enseguida, regresar a su condición de free-lancer.
Este es el caso de Fernando Bonassi, que actuó con el grupo Teatro da Vertigem, bajo la dirección de Antônio Araújo, en el extraordinario Apocalipse 1,11, el espectáculo más premiado de la temporada 2000-01. Bonassi es uno de los autores más prolíficos de esa generación. Su primera producción en escena fue Preso entre Ferragens (2000), bajo la dirección de Eliane Fonseca. Se trata de un monólogo dicho por un actor (Aury Porto) inmovilizado entre destrozos de metal, que representa al sobreviviente de un accidente automovilístico. De su última cosecha destaca un monólogo –Três cigarros e a última lasanha–, escrito en colaboración con Victor Navas, y que fue uno de los grandes éxitos de la Muestra de Dramaturgia organizada por el veterano actor Renato Borghi (en colaboración con Élcio Nogueira, Luah Guimarãez y Débora Duboc), llevada a escena en una producción del Teatro del Servicio Social de la Industria.
También Aimar Labaki, ex-crítico y periodista, actualmente dedicado preferentemente al oficio de escritor, es uno de los que producen en colaboración. Sus textos iniciales fueron Vermouth (recomendado para el Premio Mambembe de Mejor Autor), dirigido por Gianni Ratto en 1998, y A Boa, dirigido por Ivan Feijó, al año siguiente. Sus primeros éxitos de crítica y público, sin embargo, ocurrieron en la esfera del teatro juvenil: dos textos, preparados especialmente para la joven y talentosa directora Débora Dubois –Piratas na Linha (1999) y Motor Boy (2001)–, fueron sucesos absolutos (el primero ganó todos los premios de teatro juvenil de aquel año). Sus últimos trabajos llevados a escena fueron Cordialmente Teus, presentado en la Muestra preparada por Renato Borghi, y uno de los episodios del espectáculo unipersonal del actor Francarlos Reis, À Puttanesca.
El más nuevo de esa generación también comenzó su carrera con un premio, en este caso el Premio Shell de Dramaturgia, en 1999. Samir Yazbek estaba completando sus treinta años cuando escribió y produjo O Fingidor, su segundo trabajo mostrado al público. Fue un espectáculo de realización discreta, con buenos intérpretes, y que, como es ya casi corriente en nuestro teatro, dependió casi exclusivamente del esfuerzo del autor, que fue también director y productor del espectáculo.
Su pieza más reciente se llamó A Terra Prometida, un acto único para dos actores. Basada en un tema bíblico, con Moisés y su sobrino Itamar como protagonistas, la pieza semeja un debate filosófico, centrado en el embate entre el patriarca y el joven rebelde en relación con la Tierra Prometida. Cumplió una temporada en Rio de Janeiro y en São Paulo, bajo la dirección de Luiz Arthur Nunes.
Tal vez, de todos estos, el más fértil autor de esa generación sea Mário Bortolotto. Activo en la vida literaria desde el inicio de los años 80, en Paraná, vino para São Paulo en esta última década y desde entonces produce espectáculos regularmente, incluyendo en su currículo dos extensas maratones teatrales realizadas en el Centro Cultural São Paulo –en la última, celebrada en 2002, presentó veintiséis piezas, que involucraron en sus elencos a cerca de ochenta actores y actrices. Ganador del Premio Shell de aquel año con Nossa vida não vale un Chevrolet, Mário, asociado a la actriz del propio grupo Fernanda D’Umbra, que es también su pareja, conquistó una platea cautiva de jóvenes que desde entonces vienen acompañando sus temporadas y estimulando la ampliación de su repertorio que ya cuenta, entre publicados y representados, con más de treinta textos.
Hay muchos otros dramaturgos que merecerían ser mencionados, cuyas producciones ganaron impulso en los últimos años. Es imposible citarlos a todos, pero es válido destacar algunos representantes de la novísima generación, de entre los que están comenzando a escribir en este nuevo milenio, como Pedro Vicente, Celso Cruz, Antônio Rogério Toscano, Marcos Barbosa, Newton Moreno y Gero Camilo, estos dos últimos indicados para el Premio Shell como mejores autores en 2004 por, respectivamente, Agreste y Aldeotas. Y existen también aquellos que podrían ser considerados de una generación anterior o parte de una generación limítrofe, autores sintonizados con su tiempo, que continúan produciendo y actualizando sus trabajos con los de la nueva generación. Menciono, entre ellos, a Bosco Brasil –responsable por el extraordinario Novas Diretrizes em Tempo de Paz, gran destaque de la temporada de 2002–, y Luis Alberto de Abreu, Premio Shell de Dramaturgia en 2003 con Borandá y responsable por numerosos y excelentes trabajos realizados en colaboración con la Fraternal Companhia de Artes e Malas Artes, bajo la dirección de Ednaldo Freire.
Me queda todavía por resaltar un aspecto en este balance. La producción dramatúrgica analizada ha despertado, como resultado subsidiario, una atención siempre alerta hacia la presencia de los nuevos y una corriente positiva de ciclos de lecturas y proyectos de divulgación. Algunas de estas iniciativas ya comienzan inclusive a constituirse en tradición. (Para continuar con las estadísticas, fueron cerca de noventa los eventos de lectura dramática en la ciudad en 2003. Y en el año anterior llegaron a un centenar).
A eso están asociados los espacios alternativos estables que también se multiplicaron en la ciudad. Varios núcleos habitados por colectivos, cuyos espacios están al servicio de elencos “sin teatro” representan hoy el terreno fértil en el cual se consuman las más estimulantes experiencias escénicas. En medio de la cantidad, se pueden cosechar algunas perlas.
Como balance, para ser optimista, diríamos que hay una efervescencia muy positiva en el teatro en São Paulo. Dentro de ese gran caldero hay muchos productos sin sabor o sin consistencia, pero también muchos biscochos exquisitos. Ellos ciertamente indican caminos, tendencias. En este momento, aún estamos inmersos en el fenómeno, sin condiciones para juzgar definitivamente o de prever con clarividencia su futuro devenir. Luego, por ahora, vale este esbozo del paisaje.

Notas

  1. La Ley de Fomento al Teatro fue una conquista de la clase teatral y tiene como disposición la aplicación de una cláusula significativa, designada en un presupuesto anual para grupos y compañías.
  2. La transformación del escenario en espacio testimonial es un fenómeno complejo, no aislado –hace parte de una misma vertiente que valoriza el “show de la vida” en detrimento del producto francamente ficcional–, y necesitaría de un análisis de mayor profundidad.
  3. Antônio Carlos de Araújo Silva: A Gênese da Vertigem. O proceso de creación de O Paraíso Perdido. Disertación de Maestría, ECA/USP, 2003, p. 128.
  4. Disertación de Mariana Lima, Arthur Nestrovski (org.): Teatro da Vertigem. Trilogia Bíblica, Publifolhas, São Paulo, 2002, p. 46.
  5. Tal vez haya sido el actor de mayor atención en las últimas décadas. Por/para él se forjó, bajo las capas de diferentes entrenamientos psicofísicos, la idea de una pedagogía que lo condujese efectivamente al centro del proceso. Se constituye aquí, entre tanto, un terreno movedizo y en ciertos aspectos peligroso, por creer que en el interior de todo y de cualquier actor se encuentra la “esencia” del teatro, residuo sagrado, que las técnicas (mecánicas o chamanistas) pueden hacer despertar. Tengo la convicción de que es bajo el amparo de un colectivo, orientado por un proyecto artístico, que las búsquedas y definiciones encuentran mejor destino y sentido. Toda vía que tenga origen y se produzca en un sentido contrario corre el riesgo de perderse en un egoísmo infértil. Y en la falacia de suponer que el hecho de desentrañar una subjetividad tiene en sí mismo valor artístico. Es preciso saber que eso no basta.
  6. Cf. Carlos Antônio Leite Brandão: Grupo Galpão. 15 anos de risco e rito, O Grupo, Belo Horizonte, 1999; Valmir Santos: Riso em Cena. Dez anos de estrada dos Parlapatões, Estampa, São Paulo, 2002; Sutil Companhia de Teatro. Primeiros dez anos, Sutil Companhia de Teatro, Curitiba, 2002; Para ver com os olhos livres. Armazém Companhia de Teatro, O Armazém, Rio de Janeiro, 2003.
  7. Lo que permite inscribirlos a todos bajo el rótulo de “Generación 90” es principalmente el hecho de que sus producciones comenzaran a aparecer en los escenarios en esa década, más o menos en el mismo período, distinguiéndose de la producción dilatada de los años 80, cuando más que la dramaturgia se destacó el trabajo de los directores (muchos de ellos realizando su propia dramaturgia en la escena).

Disponible en:

http://www.casa.cult.cu