La Zaranda, Compañía Inestable de Andalucía La Baja, nació en Jerez de la Frontera (Cádiz) en 1978, sus componentes procedían de varias experiencias del teatro independiente, y se unieron con la intención de realizar un teatro que logre mantener la tensión y «desarrolle cada realidad escénica en su devenir vivo», tal y como ha mencionado su director actual, Paco Sánchez –o Paco de la Zaranda.

Es un grupo que nunca fijan fecha para sus estrenos, los procesos creativos son dilatados porque –dicen– «el montaje de un espectáculo es el resultado de una necesidad que va madurando lentamente en nosotros», durante este desarrollo descartan lo superfluo hasta que la obra alcanza su madurez. La Zaranda sostiene que «la obra de arte tiene su infancia, su adolescencia, su madurez, declive y muerte, como un ser vivo; y, por tanto, también es efímero». Huyen de «fabricar conservas artísticas que se abren en cada representación», idea ésta que repiten continuamente:

No fabricamos teatro, ni tenemos varemos de producción, ni diversidad de productos de todos los precios y marcas; este lenguaje no lo conoce el arte, no puede conocerlo. Quizá estemos asistiendo aquí, no a la representación de un espectáculo sino a una ceremonia peculiar de hacer y concebir el teatro que surge de la ansiedad de expresar lo que somos de acuerdo con la confidencia poética de nuestros sentimientos.

El «representar lo que somos» muestra su definitiva vocación de hacer desde su identidad, en la que la «confidencia poética» de la que hablan es andaluza, en ella está el modo de sentir, de manifestarse y de vivir con los usos y costumbres andaluces. El imaginario colectivo de esta cultura está en sus representaciones con todas las formas de percibir y simbolizar el mundo que nos caracteriza a través de nuestros rasgos de identidad: el flamenco, la fiesta del toro, la semana santa, el carnaval, el vino, la mezcla entre dolor y alegría tan propia del pueblo andaluz, etc. Lo que no quiere decir que su teatro sea un estereotipo del andalucismo, éste surge por sí mismo de su búsqueda, en la que el instinto y la intuición tienen una importancia preponderante, ya que sus montajes surgen no de una idea preconcebida y concreta sino de una necesidad de expresión que poco a poco va desarrollándose hasta que adquiere forma. Y que está desnuda de tópicos y folklorismo, más bien lo que hacen es un antifolklorismo, sus «cantaores» no cantan, los «bailaores» no bailan, los guitarristas ya no saben ni cómo agarrar la guitarra y los toreros sólo han visto los toros desde la barrera. Ellos sostienen que emana de «la confidencia acumulada desde el tiempo y los pensamientos que se han ido apoderando de los huecos y cavidades de la memoria».

Desde sus inicios se encaminan por esta senda, aunque recurriendo a textos de la tradición occidental, pues su primer montaje, Agobio (1978), fue un homenaje al teatro del absurdo y partieron de fragmentos de la obra de Ionesco; tras este trabajo inicial, montaron espectáculos en los que partían, en su mayoría, de referencias de su entorno; así, Juan Marichal, evocación poética (1978) fue una suerte de homenaje al poeta de Arcos de la Frontera que da título a la pieza; en Carablanca (1980) utilizaron la colección –que da título a su espectáculo– de cuentos populares andaluces. Estas son algunas de sus primera producciones, que fueron dando forma y consolidando su estética e ideario, que ya hallamos desarrollada en Los tinglados de Maricastaña (1983), donde toman algunos fragmentos de Valle-Inclán y de Juan Antonio de Castro y conforma un espectáculo  que será el que permite que salgan de las fronteras andaluzas. Aunque se viene admitiendo que es en Mariameneo, Mariameneo (1985), donde ya alcanzan la estética que les caracteriza.

Mariameneo, Mariameneo es la metáfora de la mujer andaluza en su vejez, que está sentada en su patio de vecindad entretejiendo una y otra vez sus recuerdos poblados de todos esos personajes con los que ha compartido la vida, muertos ya y «llenos de yerba», pero que continúan viviendo porque habla de ellos continuamente y seguiría haciéndolo «aunque viviera cien años».

Dice Paco Sánchez que esta obra «Es la agonía de esa mujer en una Andalucía despojada de ese folklorismo tan histórico». De ahí que sea una sucesión de imágenes y palabras, estampas que dibujan hechos y sentimientos, situaciones que se conectan por la permanencia de los personajes, el marco y un tema enormemente amplio: el tiempo paseándose con su rutina y sus recuerdos.
Una rutina similar hallamos en el destartalado tabanco/bodega al que nos asoman en Vinagre de Jerez (1989), mirando por el ojo de la cerradura, como nos propone su autor, para que podamos entrever «el barril, el lagar con su olor a pringue y a esperma del mosto, las garrafas, los puntales del arrumbe, el alcadafe, celoso centinela de la última gota de vino… Objetos decisivos, llenos de existencia provocadora en este lúgubre tablao del <<olé>> desvaído con sepultura de siglos. Una masa inerte riéndose frente al tiempo» (Sánchez, 1996:7-8). Y por esta escena poblada de objetos, que tuvieron mejores tiempos, se pasean tres personajes tan derruidos como ellos y envueltos en las mismas telarañas del tiempo inamovible, empapados de recuerdos y abarrotados de ausencias, deambulando sin apenas levantar los pies del suelo porque saben que no van a ninguna parte, como queda patente en el siguiente parlamento:
EL PELLIZCO: ¿Qué es lo que te pasa Migué?… ¡Que parece que está traspuesto!… ¿Está esperando a alguien?

EL VINAGRE: Estoy esperando que pase un perro, pa cogé pa donde él coja.

El Pellizco, El Luí y el Vinagre son, respectivamente, un «tocaó», un «bailaó» y un «cantaó» que se han quedado instalados en este tabanco, su definitivo purgatorio, a la espera de que pase algo que no acaba de suceder, cuando hablan del futuro el término usado es «a lo mejó», pero cuando se acerca la posibilidad de salir de su encierro buscan cualquier excusa para no hacerlo. Son conscientes de su condición de náufragos y en ella se quedarán con su cante soñado porque como dice El Vinagre: «Cantá es prepará al toro para la muerte, ir dejándolo sin fuerza pa que sufra poco cuando tó se le acaba… ir debilitándolo… dejándolo sin fuerza… pa que él mismo busque la muerte… Iguá que hace la vida con nosotro…» (Sánchez, 1996:51), porque ellos lo único que esperan es la muerte, como simboliza la última escena de la obra, en la que ven pasar sus propios féretros.

Como muerto está también el teatro en el que entramos en Perdonen la tristeza (1992), espectáculo en el que, irónicamente, usan el tema del carnaval como leitmotiv, quizá para simbolizar la vida que fluye en la calle frente a la devastación que atesora ese teatro. Perdonen la tristeza es una reflexión sobre el hecho teatral y una dura crítica a su estado actual. Hay dos personajes, Don Agustín, el antiguo tramoyista, que realiza el inventario con Sebastián, su ayudante. Cuando Sebastián está sacando fotos de los actores que en el pasado triunfaron en ese escenario aparece Don Leandro, quien viene repasando un supuesto papel; viene envuelto en su mundo, creyendo que aún funciona el teatro. Don Leandro sólo tiene unos momentos de lucidez en los que reconoce el derrumbe de todo su pasado y la inexistencia del futuro: «Tienen razón. Nadie más vendrá. Así está bien. La muerte no se reparte como si fuera un beneficio. Nadie anda en busca de tristezas ni de penas ajenas. No, nadie vendrá. ¡Y yo creí que todo esto iba a ser eterno!»; pero, al instante vuelve a su ensoñación y de este modo la obra cierra el círculo en el que Don Leandro continúa su deambular repitiendo la misma frase inicial: «Yo, el papel lo tengo ya cogido: <<si hay más mundo que el de aquí, si hay más mundo que el de aquí…>> Lo único que hace falta es que suban el telón… ¡Que suban el telón!».

Es un náufrago a la deriva de sus recuerdos, muy emparentado con Juan el loco y Juan el viejo, los personajes de Obra Postuma(1995), que llegan a un lugar desconocido al son de los quejidos de una saeta, cuando ésta cesa presentan ellos la suya. Mientras repite las últimas palabras ata un cubo a una cuerda que pende y después lo hace balancearse como si de un péndulo se tratara. El cubo, del que mana una gota de agua, sigue con su balanceo incesante durante casi toda la representación.

Hay una clara intencionalidad de que los espectadores identifiquen la escena como una especie de purgatorio, en primer lugar los dos personajes entran a escena bajando una larga escalera y por doquier se hallan diseminados un sinfín de sudarios que supuestamente tuvieron dueño alguna vez. En los momentos iniciales los personajes no saben muy bien dónde se hallan, hasta que descubren que están muertos, muertos por esas ideas del inicio que no han sabido llevar a la realidad. De ahí las continuas referencias a un naufragio, las alusiones al tiempo que no ha deparado ningún provecho, etc. Muestra un poco la crisis de las ideas de este final de siglo que nos ha tocado vivir. Eusebio Calonge lo deja patente en la introducción cuando dice pretender «abrir una milimétrica rendija en las conciencias, para aunque sea de modo remoto tengan presente estas tragedias de nuestra época, la de aquéllos que no alcanzaron las cotas de la opulencia sino el reino de las sombras» (Calonge, 1994:49)

Aunque no lo parezca, esta obra no es pesimista. Durante toda la pieza hay un enfrentamiento entre uno de los personajes que está resignado a su destino y el otro que busca, desesperadamente, salir. Y éste es el que parece triunfar en la pugna, la obra deja abierta una rendija a esa esperanza, pues la última frase es: «Yo no voy a dejar nunca de mirar el horizonte».

En su siguiente montaje, Cuando la vida eterna se acabe (1997) se halla un espacio escénico en penumbras, como suele ser habitual, y un gran somier desvencijado que en el devenir del espectáculo adquirirá las más diversas funciones. De nuevo, los personajes –cuatro en esta ocasión– deambulan por un espacio clausurado, más mental que físico, en el que todos los sueños han muerto. Apenas si queda esperanza, sólo en la voz del personaje demente, que lanza sus reiterativos oráculos al vacío.

De este mundo fantasmagórico nos trasladan a un nuevo espacio tan clausurado y viciado como es habitual. Dos personajes andan buscando desarrollarse, vienen de ninguna parte y van hacia lo desconocido, y llegan a un espacio pleno de puertas, todas ellas cerradas y bien cerradas, atrancadas, como dice uno de los personajes. Las puertas son el símbolo utilizado para reflexionar sobre la inmigración, que es el tema central de La puerta estrecha (2000). A pesar de que dos sean los que, supuestamente llegan, lo cierto es que todos los personajes de esta obra son inmigrantes, seres desclasados que no encuentran un lugar y que por ende están condenados a la desesperanza y la desesperación, se flagelan entre ellos porque son conscientes de que la vida no les ha dejado nada más que eso, el sufrimiento y el dolor ante unas puertas infranqueables.

Y su último montaje, Ni sombra de lo que fuimos (2002), sigue inscrito en esa misma línea de presentar a perdedores en un espacio desvencijado y roto. Está preñado de un pasado, quizá dorado, pero del que sólo quedan las astillas. El objeto escénico es en esta ocasión un tiovivo con algunos caballos de cartón que giran en un continuo sin sentido, similar al de las vidas de esos artistas que no han huido porque no tienen adónde, y sobre todo porque a cualquier lugar que se desplacen llevarán consigo sus tristes vidas que sólo son agonías, como dice a menudo Tío Zurrapa «¡Ay! ¡Qué agonía más larga!». Una continua pasión que saben sólo les aboca al calvario, a pesar de que otro de los personajes –Miracielo– pregunte a cada isntante «¿Hacia donde tiramos?» o de que El Borroso continua en su infatigable tarea de pretender encontrar un camino. Pero la pieza finaliza y todo sigue girando, como el tiovivo, en torno a la agonía y la pasión de esos seres perdidos y desvencijados.

Toda la obra de La Zaranda es una reflexión sobre la realidad, una realidad como punto de encuentro entre el futuro y un pasado siempre presente, traído por la memoria que es lo único que ayuda a comprendernos. Quizá por eso no da respuestas, sólo actúa en la conciencia del espectador y lo hace no tanto por las palabras como por las imágenes.

De su estética podemos destacar su concepción de la escena como un lienzo, ellos tienen plena conciencia del rectángulo del escenario y que ésta es una rendija a través de la cual deben dejar pasar su idea del mundo, un mundo restringido por las limitaciones del hecho teatral, de ahí su esfuerzo por dejar constancia de que ese espacio ha sido ocupado por otros muchos, que está poblado de ausencias. Ausencias que tratan de suplir con los objetos que les pertenecieron. En Mariameneo, Mariameneo cuelgan ropas de una cuerda, aunque la verdadera depositaria de esas presencias es «María la loca» quien aún conserva los pantalones manchados de sangre de su marido, utilizados a menudo para secarse las lágrimas; en Vinagre de Jerez son las numerosas sillas, muchas de ellas desfondadas ya de sostener tantos cuerpos. En Perdonen la tristeza las fotos de los antiguos artistas. En Obra Póstuma los sudarios diseminados por toda la escena. En Cuando la vida eterna se acabe ya apenas quedan pertenencias, las llevan acuestas, como el destartalado somier, sólo esqueleto de lo que debió ser en alguna ocasión lugar de reposo. La puerta estrecha está dominada por los sueños que no dejan ver esas puertas clausuradas, sin dejar ver qué y quiénes hay detrás. Y Ni sombra de lo que fuimos nos presenta la grisura desportillada de pasados oropeles de los que ya ni siquiera queda el eco. La metáfora de la memoria, una función de intercambio entre el sujeto y el objeto que queda.

Nada en la escena de La Zaranda es casual, el montaje forma una sinfonía modulada por la reiteración de los parlamentos que recuerdan el tono de la seguiriya o la soleá, pero sobre todo el de la letanía, la plegaria. Arman una notable ceremonia con letanías que se suceden y se enlazan a un ritmo alucinante, obsesivo hasta la obstinación y el absurdo. Potencian más el lenguaje físico, sonoro y plástico que la posibilidad comunicativa de la palabra, todo en la escena está medido, nada es superfluo; utilizan la interpretación, la iluminación y los objetos como una totalidad.

Su estética está muy próxima a la del arte barroco, en ese continuo juego de sombras, de retorcimientos y escorzos dolorosos. Hemos mencionando el origen andaluz del grupo y cómo están impregnados de la identidad andaluza, en la que la estética barroca está muy presente. Y una de las manifestaciones más características es la Semana Santa, que reproduce el camino al calvario. Un tema muy recurrente en La Zaranda, de ahí que toda la imaginería sacra sea reproducida en sus puestas, en consonancia siempre con el derrumbe existencial de sus personajes. Quizá su imagen más recurrente sea el calvario, traído desde sus más diversas enfoques y facetas, siempre arropado por saetas y marchas de semana santa.

En todas estas imágenes sacras es fácil extraer reminiscencias de pasos muy conocidos, como el «Santo Entierro», que reproducen en una de las primeras escenas de Obra Póstuma, de Cuando la vida eterna se acabe o de Ni sombra de lo que fuimos. El «Cristo dela Buena Muerte» está presente en Vinagre de Jerez; así podríamos continuar, pues es continua esta alusión. Y no sólo se inspiran en esta imaginería de la cultura popular, sino que gran parte de la pintura sacra de todos los tiempos está inserta. Así, hallamos los tres Cristos de Dalí en Perdonen la tristeza, donde también destacamos la coronación de espinas al decrépito actor con claras reminiscencias a «La flagelación de Cristo» de Jaime Huguet. En otro momento reproduce exactamente «La coronación de espinas» de El Greco y por supuesto la del preimpresionista Ensor, donde la relación se hace más estrecha porque éste utiliza máscaras carnavaleras en la burla.

Esto último nos lleva a destacar toda la estética del feísmo de la que están impregnados, tanto desde la obra pictórica de la escuela flamenca, de la que quizá El Bosco sea el más presente; como desde la estética de Buñuel, sobre todo de «El perro andaluz», especialmente presente en Vinagre de Jerez. Y por ende del surrealismo, por el doble plano sueño/realidad, pasado/presente en el engranaje nada claro de todos los fracasados y perdedores que son los personajes de La Zaranda, y que nos recuerdan, también, a esos personajes estáticos de los cafés que tanto pintaron los impresionistas, presentes, especialmente, en Vinagre de Jerez.

La Zaranda se nutre en sus espectáculos de todo el acervo que el individuo va atesorando en su mente y que conforma su identidad. Porque la identidad es la permanencia en medio del cambio, evolución y enriquecimiento por el conocimiento de otras realidades. De lo que Andalucía es un buen ejemplo, pueblo mestizo no sólo por tradición, pues ahora sus costas reciben a diario personas que vienen a buscar sus sueños. Unos sueños que en la mayoría de las ocasiones terminan como los de los personajes de La Zaranda. El grupo no puede sustraerse a esa realidad, del pasado y del presente, de modo que refleja el acontecer desde una estética muy personal, construye imágenes plenamente andaluzas partiendo de todo el acervo social y cultural. En definitiva, sus escenarios son el trampolín desde el que lanza su concepción del mundo y de la vida, desde lo particular a lo general, a las cuestiones universales: la soledad, el miedo, el tiempo con su rutina que apabulla y despersonaliza, la desesperanza y el olvido en su mundo clausurado y ajeno. En definitiva el suyo es, como afirman sus componentes, «un teatro que duele».

Bibliografía

CALONGE, Eusebio (1994), Perdonen la tristeza. Obra Póstuma, Madrid, S.G.A.E.
ZARANDA, Juan de la (1996), Vinagre de Jérez, Madrid, Visor.

Disponible en:

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