Una multitud confluye hacia el Centre Georges Pompidou en París. Durante todo el día, ciudadanos y foráneos han hecho cola en la plaza, frente a las puertas de vidrio de la gran estructura, y más tarde se han arremolinado en el inmenso foyer, indecisos ante la múltiple oferta, o simplemente buscando la mejor para un largo sábado de ocio. Es un día para compartir cultura pública. Y Le Nouveau Festival se propone como un marco añadido, un marco permeable para la convivencia de lo permanente y lo efímero, lo artístico y lo no artístico, lo reflexivo y lo lúdico, lo popular y lo sacro. En el espacio reservado a la muestra de video-danza se proyecta La Rencontre, un documental sobre la colaboración entre Mathilde Monnier y Seydou Boro en 2000. Un poco más allá, en la Grande Salle, se anuncia Llámame Mariachi, de La Ribot. El público va ocupando poco a poco sus asientos, también aquí se reúne una multitud. Sobre el escenario desnudo una mesa cubierta de libros y algunos objetos: un oso de peluche, una tarta, una trompeta… Tres sillas tras ella. Y al fondo una pantalla de cine, un poco fea. El espacio tiene más el aspecto de un salón de actos que de un verdadero teatro. Se oscurece la luz y se muestra una película. Se trata de un plano secuencia de más de veinte minutos rodado sucesivamente por las tres intérpretes que más tarde aparecerán en escena. Lo que se ve es la imagen de un espacio interior, un viejo teatro. La cámara cuerpo nos muestra la imagen que resulta de su movimiento, de sus desplazamientos, de una atención que no está dirigida por el ojo sino más bien por el vientre, al que se presta la mano que sujeta la cámara. En ocasiones ésta recoge fragmentos del cuerpo que filma: un pie que marca la marcha, la mano izquierda que señala la dirección, una pierna, parte del tronco…. El cambio de mano de la cámara es un cambio de cuerpo, visible en los pies, en la ropa, pero sobre todo visible en el cuerpo, en la caligrafía del cuerpo, en el ritmo, en su peso, en su atención… La primera cámara es ligera, rápida, ágil. La segunda es algo más sosegada, segura, atenta. La tercera es sutil, elegante y certera. Son tres movimientos de una composición única, casi perfecta, asombrosa, que agita la mirada del público sin sumirla en el caos, pero que descompone de manera efectiva su noción de espacio, que le obliga a bailar imaginariamente con los cuerpos invisibles y a penetrar en mecanismo de construcción. El espacio se ha relativizado, como observadores de la película somos incapaces de orientarnos en él y nos vemos obligados a confiarnos a ese cuerpo que nos guía y que con su aparentemente caprichoso devenir nos va transportando de una sala a otra, de un rincón a otro, pero también deteniéndose en detalles, adentrándose en monitores o en fotografías y planos arquitectónicos. El espacio euclidiano sólo es visible en esas imágenes secundarias: en las fotografías, en los monitores camuflados que exhiben viejas películas editadas a placer, y menos en las fotografías de arquitectura, porque se las muestra en planos oblicuos, siempre mediadas por la mano que las acaricia, que las recorre. Las arquitecturas reales surgen de otros objetos: de los cartones apilados, de las rejas de almacenaje… Las líneas dibujadas o conformadas pueden condicionar el desplazamiento de la cámara, y un signo o un objeto fijarlo momentáneamente. La experiencia del espacio es contradictoria a la arquitectónica: el cuerpo, el movimiento vence por una vez la fijación que toda arquitectura impone. Pero también el cuerpo asalta la narrativa del cine y despliega su propia lógica, o más bien su alógica. Una alógica de la que, paradójicamente, resulta una composición coherente, implacable, casi necesaria. Fragmentos de viejas películas marcan las transiciones entre las tres cámaras: se trata de un teatro dentro del cine dentro de un teatro dentro del cine. Y las primeras referencias son de teatralidad, pero sometidas a un tratamiento artificioso, cinematográfico. El desplazamiento de nuestra mirada de espectadores a la mirada del vientre modifica la gravedad asociada a la construcción habitual del espacio. Al modificar la sensación de gravedad, advertimos la importancia que ésta tiene y lo artificioso de una construcción visual del espacio: lo artificioso de la perspectiva renacentista y lo artificioso de la absolutización de la vista en detrimento del pie, de la espalda, del vientre y de la mano. La mano, casi invisible en la filmación, constituye una de las claves de este trabajo. “La vraie condition de l’homme – aseguraba Godard-/ C’est de penser avec ses mains”. Tradicionalmente, el cine ha pretendido borrar de sus exhibición las huellas de la intervención manual en su proceso del mismo modo que el aparato espectacular de la danza pretendía borrar las huellas de la gravedad corporal inscribiendo el cuerpo material y caprichoso en un espacio geometrizado y artificialmente vacío. Hay ecos del montaje godardiano en esos bruscos travelling practicados por las bailarinas-manipuladoras que nos hacen pasar sin transición de una habitación a un cartel, de un pie a un edificio, de una película a una línea, en la transición de la ficción robada a la ficción construida, del grafismo al cuerpo, del movimiento a la palabra. En Eloge de la main, Henri Focillon sostenía : « L’art se fait avec les mains. Elles sont l’instrument de la création, mais d’abord l’organe de la connaissance. » En la textura de « collage » o de « papeles pegados » del cine godardiano se hace visible la mano del mismo modo que en la filmación realizada por las intérpretes-manipuladoras de Llámame Mariachi¸ con la diferencia de que en este caso la mano no es libre, la mano está pegada a un cuerpo, incluso forzada a no distanciarse de un cuerpo que es la condición de la visibilidad y nunca el objeto de la visibilidad, pues sólo fragmentariamente se muestra: en encuadres parciales de sí mismo o a través de cristales (espejos, lupa, pecera).

Recuperando a Focillon, Païni sugiere en Le temps exposé que del mismo modo que el “montaje es uno de los útiles decisivos para esculpir el sentimiento de la duración”, para convertir el tiempo en materia, el ralenti produce instantáneamente “sensaciones maleables de lo real”; el ralenti sería el procedimiento utilizado por los realizadores cinematográficos para producir una sensación de plasticidad: permite imaginar las manos del artista y en este sentido constituye una aberración. A pesar de los múltiples intercambios y coincidencias que a lo largo de la historia se han producido entre el teatro y el cine, el espacio-tiempo de ambos es absolutamente diverso. En un ejercicio de simplificación, podríamos considerar que el cine está en el tiempo, mientras que el teatro está en el espacio. El espacio de la pantalla no resulta relevante para la práctica cinematográfica: sus espacios están siempre en el tiempo, y el tiempo se construye mediante el montaje, sometiendo la visión a una multiplicidad de perspectivas sólo posibles en una estructura temporal. Para el teatro, en cambio, el espacio de la escena (sea como sea la escena) resulta decisivo, y condiciona un tiempo presente que sólo puede ser alterado o movilizado por un montaje interior que se parece mucho más al propio del plano secuencia que al montaje por corte, alternancia o fundido; el autor escénico no puede multiplicar las perspectivas ni los espacios porque éstos son propiedad de los espectadores y sólo moviendo a los espectadores y haciéndoles hablar entre sí podría movilizar también el tiempo. En Llámame Mariachi se producen, por tanto, dos aberraciones. La primera es cinematográfica, y tiene que ver con el uso del plano secuencia dirigido no por la visión sino por el vientre, produciendo una percepción y comprensión alteradas del espacio. La segunda es escénica, consecuencia del movimiento ralentizado de las intérpretes, de un ralenti que hace visible la mano del autor, pero no sobre el soporte cinematográfico, sino sobre los cuerpos mismos de las intérpretes: ellas se manipulan a sí mismas como si fueran objetos. Al hacerlo desafían el presente propio de lo teatral e inscriben en su acción una temporalidad diferente a la de los espectadores. No se trata de un “ralenti” ritual, ni perceptivo, no se trata tampoco de ampliar la consciencia: se trata de alterar la temporalidad del espectador y obligarle a avanzar y retroceder en busca de una acción que (y ésta es la sorpresa) escapa con mayor facilidad de las manos del espectador que si ocurriera en “tempo” cotidiano. Para borrar las huellas de la mano, el cine usaba el montaje. Para borrar las huellas de la gravedad, la danza usaba la velocidad. Pero ¿cómo puede un cuerpo saltar y volar a cámara lenta? No, estos cuerpos ya no pueden volar: definitivamente, estas bailarinas han desaprendido su función sobre la escena. Para dejarlo claro, nada más entrar, la primera de las intérpretes se cae absurdamente de la silla interrumpiendo el grácil fluir de las otras y afirmando así uno de los rasgos de estilo de La Ribot: su coreografía de la caída. Sin embargo, el movimiento ralentizado de las intérpretes podría recordarnos la ingravidez real, nada artificiosa, de los viajeros espaciales y de quienes han tenido acceso a las cámaras de gravedad cero. Ellos son los únicos que de manera efectiva han experimentado un cuerpo en ausencia de gravedad. Quizá entonces la ausencia de gravedad no tenga que ver con la velocidad necesaria para fingirla, sino con la lentitud que el cuerpo experimenta. ¡El cuerpo ingrávido no es ligero, sino muy pesado! ¡Puede volar sin impulso, pero le cuesta obedecer las órdenes de movimiento que él mismo se dicta! Estos cuerpos ingrávidos y lentos habitan un teatro tan irreal como el espacio descubierto por los cuerpos grávidos y ligeros que manipulaban la cámara en la primera parte de la pieza. Y se sitúan además en un espacio abstracto, en el que flotan los libros, las palabras y los objetos del mismo modo que parecían flotar las paredes, los monitores y las piernas en un espacio privado de referencias estáticas por efecto de la filmación en movimiento.

El teatro abandona su lugar de presente físico y se desplaza a un no-lugar de referencias textuales. Es como si los párrafos flotaran y las intérpretes se apropiaran brevemente de ellos antes de ocuparse de una trompeta que también flota o de una tarta que en su deslizar, acaba, sin embargo, cayendo (¿no habíamos quedado en que la gravedad había desaparecido?) Y así la alta cultura deriva hacia los cuartos de baño, los libros de autoayuda se posan sobre la mesa del académico, la historia de la danza se lee en la cocina y los pasteles buscan el lugar de las palabras escritas por los grandes masturbadores. Produce vértigo este centrifugado de la cultura, este lúdico Auto de fe en que las tres intérpretes parecen vengarse del misógino personaje de Una cabeza sin mundo y de Un mundo sin cabeza, sustituyendo la angustia por la desorientación y el fuego por la ingravidez. ¿En qué dirección apunta la digitalización feroz de la cultura? ¿Están nuestros cuerpos preparados para ello? El cuerpo de Peter Kein no lo estuvo, pues no reconoció en sí el cuerpo de los otros. Las intérpretes de Llámame Mariachi podrían ser consideradas exploradoras de una nueva corporalidad ya no condicionada por la relativización física física del espacio-tiempo, sino por la distorsión que los cuerpos-multitud provocan en nuestra consciencia del presente. Los teatros se dan la vuelta, sus paredes adelgazan y se convierten en cartulina; las bibliotecas se abren, los anaqueles se desintegran y los libros se expanden por el espacio abierto; los museos, estupefactos, implosionan, y todo el arte podría llegar a concentrarse en un grano de café.