Una obra de teatro, llamada Los muertos, se presenta con todos los aspectos formales de lo teatral: sala alternativa pero tradicional, público ubicado frente al espacio escénico, programa de mano, oscuridad, silencio. Para Beatriz Catani y Mariano Pensotti, sus autores y directores, en realidad se trata de un «ensayo sobre representaciones de la muerte en la Argentina».
En esa obra, hay dos espacios bien delimitados por la escenógrafa Mariana Tirante. En uno de ellos, un actor hace de él mismo. «Soy Alfredo Martín, soy actor», dice él. Claro, también actúa esa presentación. Dentro de ese juego permanente entre la realidad y la ficción, alguien le pide que reconstruya con lo que quede en su memoria la adaptación que un grupo de teatro hizo de «Los muertos», de James Joyce, en la que él actuó hace 30 años en la ciudad de Corrientes. Puesto en situación, trae a su mente aquella puesta y la reconstruye, la sintetiza, la transforma en una especie de «diálogo monologado».
Así es que en un espectáculo llamado Los muertos no de los actores debe reconstruir una obra llamada también «Los muertos» en la que uno de los personajes de la obra de Joyce, un tal Gabriel, recuerda a los amigos ausentes. «El resultado es extraño. Yo dudo mucho de que algo se entienda pero, bueno, así es la memoria», dice el actor que hace de Alfredo Martín o dice, sencillamente, Alfredo Martín. Más allá de esta supuesta confusión, cada zoom, cada aproximación al foco, cada vuelta de tuerca acentúa el eje (fascinante, por cierto) de este trabajo. Pero hay más que eso.
Mientras Alfredo juega con sus cajas chinas abriendo nuevos significados de un mismo tema, en el otro espacio Matías Vertiz narra el proceso de investigación que da sustento a esta puesta. Para eso, proyecta imágenes de tumbas, contrapone el testimonio de un sepulturero con el de un técnico de una sala o enumera y clasifica las causas de muerte que se produjeron a lo largo de los ocho meses que demandó el proceso de armado de este montaje. «35 muertes por accidente de autos, 38, por desnutrición, 59, por inundación», dice sobre los 100 mil muertes que se produjeron en dicho lapso.
Como puente entre una acción y la otra, Nikolaus Kirstein, un actor germano que vive en nuestro país, traduce esos textos al alemán produciendo un seductor distanciamiento.
Pero hay más. Por ejemplo: Matías, el que desarrolla la línea de la investigación casi periodística, habla como si estuviera chateando o como si estuviera hablando con un par sin cuidarse en nada de la elaboración formal de su discurso. Dice las cosas como le salen. Nikolaus es el traductor y, como buen traductor, maneja un tono neutro, sin estridencias. Claro que también opina aunque no debería (o sí, no sé). Por ejemplo, a veces sintetiza un concepto u opta por un silencio cuando se ve superado por una situación (claro, ¿cómo hacerle entender a un alemán el significado de «teatro de revista» o el término «capocómico»?).
El tríptico se completa con Alfredo, el actor (o el actor que hace de actor y de él mismo). Es el que se presenta como tal y el que actúa, el que debe demostrar que sabe hacerlo (y sabe, sabe mucho, como cada uno de los que integran este montaje). Hasta, por momentos, dice textos como lo hacen los «grandes actores» con esa tendencia a la sobreactuación.
De ausentes presentes
Hay más. Cada feta, cada línea, cada recorrido, cada acotación, cada silencio, cada alternancia entre una escena y otra articula eso que el subtítulo del espectáculo adelanta (la obra como «un ensayo sobre representaciones de la muerte en la Argentina»). Como ensayo posee una rigurosidad, un inteligencia, una carga emotiva y una ironía que, una vez que se entiende el código, no queda otra que dejarse llevar por un viaje atrapante.
Quizá podría tener mayor síntesis dramática. Quizás algunas escenas de este delicado rompecabezas podrían ser menos extensas. Quizá la inclusión del traductor (rol fundamental cuando se estrenó esta obra en Berlín) aquí sea innecesaria (formalmente, lo es). Aunque también es cierto que ese procedimiento agrega un sensación de extrañamiento muy seductor, como un eco que refuerza y resignfica lo que se dice.
Este nuevo montaje de Beatriz Catani y Mariano Pensotti (los mismos que hicieron Los 8 de julio y Félix María de 2 a 4) hace honor al nivel que ellos mismos, juntos o por separados, ya demostraron en diversos espectáculos. Paradojas de la vida (o de los esquemas de producción teatral), parecía ser que esta obra sólo iba a poder ser vista en tierras europeas. Por suerte, reconstruyeron aquella representación que estrenaron hace dos años.
Pero hay más que todo esto. Y lo que hay, lo que se recuerda, lo que se percibe, lo que suena, lo que resuena, lo que se representa, lo que esconden o lo que se intuye es verdaderamente inquietante.
Alejandro Cruz (La Nación)