Hablamos de actores porque eso es lo que somos. Hablamos de teatro porque somos los actores quienes lo hacemos.
No son los periodistas, no son los teatrólogos, no son los críticos, no son los académicos, no son los autores. Somos nosotros, los actores, quienes podemos saber qué es esto que hacemos.
Cuando lo hacemos. Cuando tomamos la determinación de actuar y no de interpretar.
Lo que se dice a menudo sobre nuestra profesión, sobre el teatro, no es más que una ficción. Un cuento.
Y nos preguntamos por qué los que no hacen teatro se empeñan tanto en hablar, hablar y hablar de esto que hacemos nosotros y que, si verdaderamente pudiera ser hablado, razonado, contado o explicado, sería absolutamente superfluo.
Si el teatro no es más que palabras, si se puede limitar a las palabras, que se vayan a casa los actores.
Pero si por un momento admitimos que el teatro es, o mejor, puede ser algo más, mucho, tanto que nos es difícil definirlo, imposible registrarlo y por supuesto entenderlo y explicárnoslo a nosotros mismos, entonces entonces entonces que se callen los habladores.
Ana Vallés (Acto seguido, 2003, programa de mano)
Efectivamente, no es fácil decir lo que pasa en Historia natural (elogio del entusiasmo), el último espectáculo del grupo gallego Matarile, aunque sin duda pasan muchas cosas. Desde que llevaran a escena Hamletmaschine, de Heiner Müller, montaje que se puede considerar programático de lo que iba a ser su teatro de los años noventa, nunca ha sido fácil explicar exactamente lo que ocurre en sus obras. Quizá por eso también, por ese escaparse a las palabras, este grupo, como otros creadores escénicos, ocupan solo un lugar marginal en la historia del teatro y en la memoria cultural de un país como España, una historia hecha, claro está, con palabras, con textos; y el teatro, al menos este teatro, parece resistirse a ello, esa es también su fuerza. El conflicto no es nuevo; ya en los años ochenta Esteve Graset afirma lo mismo: «Para mí el arte escénico tiene vigencia y está vivo hasta que se puede verbalizar lo que ocurre» (Políticas de la palabra…: 90). El argumento cae por su peso: «Si se pudiera explicar el espectáculo, con el enorme trabajo que lleva hacerlo, no tendría demasiado sentido crearlo», continúa el director catalán. La magia del teatro empieza cuando dejamos de saber con certeza qué está ocurriendo, cuando notamos que algo se nos está escapando y no acertamos a explicarlo con palabras, en ese plus empieza el arte escénico, en realidad, cualquier arte. Siempre ha sido así, pero cuánto está costando tomar conciencia de ello, especialmente en el teatro, y no porque la gente que hace teatro y va al teatro sean menos inteligentes que los que van a una exposición de arte moderno o a ver una película de autor, sino porque hay miedo a oponerse a convencionalismos tan sólidamente defendidos por las instituciones, tantos los teatros y administraciones públicas, como las propias universidades, escuelas de teatro y centros de documentación; y el teatro, como dice Ana Vallés, es una cuestión de convenciones, pero también de subvenciones, de programadores, de teatros autonómicos y nacionales, de centros culturales …, de dinero, y ¡entonces sí que cuesta echar convencionalismos abajo!
El teatro no ha tenido la misma evolución que otras artes, que se han desprendido de esa lógica… La capacidad de abstracción está asumida en todas las artes, menos en teatro. Es absurdo. Los propios creadores se han limitado absolutamente a pasar los textos literarios a los escenarios, y han dejado el resto del teatro, es de Pero Grullo, la generalidad es esa, se hace todo en función del texto, o casi nada más que del texto, lo demás es adorno. Las forma actorales, las técnicas… no han evolucionado, y no proponen otras cosas… que podría estar el texto por un lado, y la manera de interpretarlo por otro, y la imagen por otro lado, el sonido…, pero todo se ha ido reduciendo. Ese es el mayor handicap que tenemos.
(Los textos en cursiva sin indicación de fuente provienen de una entrevista con Ana Vallés realizada el 29 de setiembre de 2005 en el Café Central de Madrid).
Ese es el mayor inconveniente para Matarile y el mundo de la creación escénica. También Graset se quejaba de ello: «En artes plásticas hay corrientes en las cuales está claro que hay un lenguaje de hoy. En escritura también. Pero en este aspecto estamos muy atrasados» (Políticas..: 89, también en Fernández Lera 1988: 67), y lo mismo podríamos oír de boca de Carlos Marquerie o de Rodrigo García (véase aquel manifiesto de Los Enanos de Velázquez), de todos aquellos que han sido capaces de abrir las puertas del teatro a corrientes artísticas y formas de pensamiento actuales, eliminando los aranceles culturalistas, que en una historia con un pasado teatral tan rico como la de España pesa sin duda mucho. Quince años más tarde las cosas no han cambiado mucho, quizá un poco; José Luis Gómez acoge en su Abadía a Matarile durante cuatro días!, ocupa el asiento central en el patio de butacas y mira con distancia la representación, sonríe en ocasiones y luego felicita a Ana Vallés: «estoy encantado», dijo; pero el reconocimiento de la diferencia cuesta, sobre todo cuando esta se ha desarrollado desde hace más de una década ahí mismo, en Santiago de Compostela, en el Teatro Galán (que ha tenido que cerrar sus puertas en el 2005), si se tratara de una sala de Londres o Berlín, las cosas serían quizá diferentes.
Porque, Óscar, la pregunta en todas las ruedas de prensa es de qué trata, de qué trata, cosa que no se lo preguntan a nadie, ni a un escultor, ni a un fotógrafo, ni a un músico, ni a un bailarín… Vamos a ver, lleváis ahora masivamente a los niños a los museos de arte contemporáneo y ¿les decís de qué trata? Los niños son los que están más abiertos a la abstracción… En la Abadía, en Madrid, pasa que los tres cuartos primeros de hora están diciendo a ver esto cómo lo encajo, hasta que lo tienen todo cuadrado. Y si vas a un sitio que no es ni Madrid, ni Santiago…, y no hay prejuicios, no hay esa barrera.
Pero empecemos por el principio; al comienzo están los muñecos que hacen Ana Vallés y Baltasar Patiño para otros grupos, y luego se deciden a llevar sus propios muñecos a la escena; pero habría que decir mejor teatro de objetos, como puntualiza Baltasar. Luego viene esa especie de salto al vacío con Máquina Hamlet, de Heiner Müller, donde ya entra un actor.
Balta dice siempre que meterse con Müller fue el mejor error que pudimos hacer, un texto complicado y una experiencia, muy dura, pero muy bonita. Había un actor y muchos muñecos. Todos los personajes de Hamlet estaban hechos en muñecos, muñecos más como figuras que como marionetas, más como objetos, con mucha fuerza plástica. Manipulación ajedrecísticas. Eran como torsos, pequeños maniquíes.
La magia de los muñecos en escena, su poder hipnótico de atracción, la oscura quietud de lo que no está vivo, con la que Kantor deja a toda Europa boquiabierta, y también a los de Matarile; y ese sentido plástico de la escena ya no se va a abandonar, de la mano siempre de Patiño, aunque en cada momento aflora por canales diferentes; él mismo insiste en ello.
Esos muñecos siguen existiendo; en Historia natural para mí todas las frutas y verduras tienen el valor de objetos muy importantes. La persona que los compra sabe que tiene que tener un color y un tamaño determinado. Para mí los muñecos siempre están de alguna forma en las funciones.
Los muñecos fueron mezclándose con los actores y los actores con los muñecos… hasta que llega Teatro para Camaleons, en 1998, y un nuevo salto al vacío, al vacío del actor, desnudo, sin caretas, frente al público, con sus miedos y emociones, sus histerias y pequeñeces, y con ello el enfrentarse al vacío de la creación, un proceso de construcción que va creciendo al ritmo que marcan las improvisaciones, las improvisaciones de los ensayos, pero también las improvisaciones que surgiendo en la vida (de los ensayos), porque ahora hay que trabajar con la propia vida, con la manera de ser y las experiencias de los actores; el material humano como el barro primero para la creación teatral. Esa necesidad se fue notando a partir de Zeppelín nº 7 (1996), antes tampoco hubo un texto único, pero sí guiones, imágenes y escenas que Vallés trataba de levantar posteriormente en los ensayos, siguiendo un patrón previo, y los resultados tendían a parecerse a esas ideas iniciales; luego el proceso de fue abriendo, se fueron soltando las riendas, para que cada vez más cosas surgieran desde dentro, y ahí empieza a entrar el humor, la ironía de verse uno mismo haciendo qué…, una saludable distancia, a menudo traducida en sonrisas, que ya no ha abandonado el mundo de Matarile, y los actores se van relajando, aunque cada vez se les exige mayor dosis de creatividad, pero saben que esa creatividad ya no radica en tratar de representar algo que previamente te están marcando, sino en expresarse ellos mismos, sus propias emociones, miedos e inquietudes.
Cada vez más, veo mi figura como directora como alguien que crea unas condiciones para que algo surja; más que hacer algo, es propiciar que algo se haga. No es que yo diga, vamos a hacer esto, no, cada vez menos… ¿Cómo ha surgido esto de Historia natural? No me acuerdo, no he dicho «vamos a hacer esto» y de ahí va a salir esto… No sé decir cómo se hace este proceso; sé como trabajamos, un trabajo de improvisaciones, pero no sé decirte esto se hace así. Cada obra es diferente, y depende tanto de las personas. Yo no les doy los textos, ni antes, ni en la primera semana… enseño fotografías, o determinadas músicas, o determinados movimientos, o pequeños esbozos de movimientos, y de ahí puede surgir algo, pero nunca hago lo que tengo preparado.
Y así se enlazan nuevamente los caminos de la creación escénica, que avanzan tan a menudo en paralelo, pero sin conocerse, sobre todo por lo fugaz de un teatro que no cabe en las palabras y que no viaja como el libro o el cine, porque está ligado a unas personas y unos lugares muy concretos. A finales de los ochenta un carpintero que se dedicaba a hacer muñecos, Daniel Veronese, participa en un curso con el grupo de teatro infantil del Teatro San Martín, de Buenos Aires, y luego decide llevar esos muñecos a la escena. Se forma así El Periférico de Objetos, un mundo oscuro y perverso, dominado por muñecos a los que sirven los propios actores. Entre sus trabajos más conocidos también un Hamletmaschine, e igualmente, como en Matarile, a finales de los noventa, este titiritero, que ya había empezado a escribir sus propios textos, decide llevarlos él mismo a escena, respondiendo igualmente a una necesidad de pasar del mundo de los objetos muertos, no por ello menos llenos de vida, como decía Kantor, de vida perversamente humana, al de los actores, al de las personas.
Las coincidencias no acaban ahí, ni tampoco hace falta irse a Argentina. A finales de los setenta, Carlos Marquerie, quien al igual que Ana Vallés y Baltasar Patiño, encontraron en Paco Peralta uno de sus maestros en eso de la expresividad escénica a través de los muñecos, funda el Teatro La Tartana, un teatro de actores y muñecos con un fuerte acento plástico, como en el caso de Matarile o El Periférico, que tampoco va a abandonar. Hacia mediados de los noventa, Marquerie deja La Tartana y forma la Compañía Lucas Cranach, respondiendo a un impulso comparable de trabajar más directamente con los actores, y con unos ritmos que le dejaran la mayor libertad posible desde el punto de vista de la producción, por eso el separarse de su formación inicial. A pesar de la diversidad de estos grupos, no deja de llamar la atención la similitud de unos recorridos que estaban teniendo lugar por los mismos años, de unas búsquedas que parten del mundo plástico de los objetos y los muñecos para llegar al cuerpo vivo del actor.
Por eso, buscamos a las personas, estén donde estén; es cuando por primera vez trabajo con dos actores que son de fuera de Galicia, Carlos Sarrió y Juan Loriente; y a partir de entonces vamos llamando a unos y a otros […] yo voy eligiendo a los actores no tanto por lo que han hecho como tales, sino por sus características personales. […] lo que más me interesa es ver personas en un escenario, no ver personajes. Te hablan a ti. […] Creo que el teatro es ahora como un punto de encuentro de unas personas con otras, que es casi el único sitio donde se puede encontrar esa relación directa. Me parece que tiene esa posibilidad y creo que hay que utilizarla. («Ana Vallés y Matarile»: 3).
No es un azar ni un capricho este estadio actual al que se han ido aproximando estos creadores, a los que podríamos sumar otros nombres, como Sara Molina, Rodrigo García, Roger Bernat, Marta Galán, Sergi Faustino, Elisa Gálvez y Juan Úbeda, de El Canto de la Cabra, Carlos Fernández, o el chileno Juan José de la Jara y Ana María García de Lengua Blanca, o incluso podemos citar ciclos enteros, como el que se viene desarrollando en Buenos Aires desde el 2003, «Biodramas: sobre el teatro de la vida», cuyas obras están basadas en personas vivas. Se trata de una respuesta desde el teatro a una necesidad social y cultural que se ha hecho cada vez más patente. El exceso de representaciones, de ficciones y mundos virtuales, de espectáculos y puestas en escenas, de aceleración de todo, de las relaciones personales y la historia, como decía Marqueríe a raíz de 2004, ha llevado a la búsqueda de una realidad que queda por detrás de todo eso; mostrar el backstage de la vida podría servir de metáfora de este teatro. Todo esto puede servir para explicar la evolución desde un teatro más oscuro, también más críptico en su poesía, como la de Heiner Müller, a un reencuentro con la persona que es el actor, sin mediaciones virtuales ni telecomunicaciones, sino en persona, a una necesidad de hablar con la mayor claridad posible, como nos recuerda Marquerie (Políticas: 132), como se dice también al comienzo de Historia natural: aquí, en el escenario, está la luz, el sol, la claridad, y ahí, en el patio de butacas, la oscuridad. La escena quiere ser un espacio de verdades, aunque necesariamente enmarcadas en unas convenciones, pero la transparencia que alcanzan las convenciones en muchas de estas obras, hasta el punto de que alguien pueda preguntarse «pero esto… ¿es teatro?», es la eficacia de esta poética escénica, capaz de llegar a una transparencia y un efecto de realidad que, con unos fines muy distintos, hoy día solo tiene la televisión. La escena quiere llenarse de realidades, no importa cuáles, pero humanas, profundamente humanas.
La huella tácita del performance y el teatro de danza en esa evolución hacia un teatro privado, con un fuerte componente autobiográfico, es patente, y no en vano la compañía de Pina Bausch, a quien la gente de Matarile vio en 1992 (Tanzabend), es una referencia en su trabajo. Esas realidades biográficas forzosamente han de girar en torno a ese instante tan difícil de retener de la comunicación, cada segundo en el que una vida está aconteciendo, el momento del contacto con el otro, la emoción ante una presencia; un instante cargado de una cualidad maravillosamente escénica; el instante eterno, al que se refiere Maffesoli (2001) como una necesidad de las sociedades posmodernas para volver a reencontrar la identidad individual a través del contacto con el grupo. En todo esto radica, ahora como siempre, el compromiso del teatro con el tiempo que le ha tocado vivir, en su capacidad de llegar hasta esa realidad de su tiempo, de aprehenderla, de hablarnos de ella, por detrás de discursos prefabricados, aunque inevitablemente sin poder prescindir de ellos. En los tiempos que corren ese compromiso, que es sobre todo un compromiso político, no pasa ya por actitudes directas de denuncia, porque todo se ha hecho mucho complejo. La cuestión es llegar a tocar al menos esa realidad, a veces de manera extrema, como cuando Juan Loriente mata a un bogavante en el último espectáculo de Rodrigo García o Sergi Faustino, en Nutritivo (2005), comienza extrayéndose sangre delante del público, aunque luego solo se utilice para cocinar unas morcillas, pero es real, no se finge, no es una mentira.
Hay que hablar de lo que somos y de lo que hacemos, tratar de entender lo que estamos haciendo aquí y tratar de hablar a las personas que tenemos delante; en realidad me parece muy simple. […] Cada vez más tendemos a no ver a las personas en nuestras relaciones, en el arte en general. […] Si te dedicas a observar a las personas con las que tratas todos los días, o te observas a ti mismo, es un mundo apasionante, no necesitamos más, no necesitamos algo exterior. Ahí está todo, y aprendes, y te cuestionas todo… para mí eso es lo que tiene sentido.
Con respecto a las dos obras anteriores de Matarile, A brazo partido y Acto seguido, Historia natural (elogio del entusiasmo) conserva ese tono de comunicación privada, muy personal, que ha caracterizado al grupo en los últimos años, pero supone también un mayor nivel de complejidad, tanto en su factura plástica y musical, como en los trabajos tan distintos de los actores (o habría que decir actuantes). El elenco es más numeroso; se incorpora un cuarteto de viento, cuya interacción con el grupo es todo un acierto. El papel de la iluminación en la creación de atmósferas es decisivo para darle a todo un tono plástico que nos hace pensar en un apacible cuadro costumbrista con una tarde de playa a la caída del sol, como dice Mariu del Amo, la actriz ciega que nos habla de su primer recuerdo, el de una tarde de verano, o que nos trae a la memoria una mañana de verbena en el prado del pueblo o una de esas extrañas escenas de Fellini, con los personajes ya a la deriva, en las que uno no sabe muy bien qué está pasando, pero algo está sucediendo. Porque, como se decía al comienzo de este texto, pasan muchas cosas; todos interpretan constantemente algo, cada uno algo diferente y todos al mismo tiempo; unos interpretan sus papeles, que suelen coincidir con sus propias personalidades (o esa es la impresión, cuando nos olvidamos de prejuicios teatrales, y nos ponemos a mirar por esa ventana del escenario que da a ese mundo tan privado, tan personal), otros interpretan sus instrumentos musicales y otros, sus cuerpos; algunos interpretan sus ideas, sus pensamientos o la realidad (escénica) que están viendo, y nos hablan de lo que es la verdad y lo que es la mentira, de las realidades y los sueños, nos hablan de la vida, del recuerdo, y lo confuso que es todo, y de cómo esa impresión que de que controlamos todo y de que sabemos bien a que nos referimos cuando decimos «yo pienso», «yo creo»…, según explica Roberto Leal al comienzo de la obra, es equivocada.
En varias ocasiones se sientan a comer, y todo se llena con los colores de las frutas y verduras, del vino y el pan; y es como una sinfonía muda de movimientos, actitudes, gestos… hasta que uno se lanza a decir algo (como diría Sara Molina), pero los demás ni caso, o alguien le contesta, o todos le replican y empieza nuevamente la confusión, el caos, que llevará a un nuevo silencio, a un nuevo atardecer de la escena. Así, como si de un paisaje natural se tratase (natural, pero escénico), la atmósfera se va llenando de matices, de voces y músicas, de pequeñas intervenciones, de actitudes y miradas, que van cambiando, como la luz con la caída de la tarde, y todo se va transformando sin dejar de ser lo mismo, a medida que avanza esta historia natural que es la vida, en la que se habla mucho del paso fugaz del tiempo y de la muerte; seguramente no hay otra manera, como decía Kantor, para reflexionar sobre la vida, y el entusiasmo por ella, desde esa otra orilla que es el escenario.
El entusiasmo se proyecta en la luz que los desnuda, en los 23 kilos de la tuba, en la voracidad de bocas y manos, en el atropellamiento de comentarios, discusiones, risas, sudor espaldas que ocultan, poses estudiadas, canciones interrumpidas, una cabeza que no corresponde a este cuerpo, muertes inminentes y algún que otro ataque de fotografiarlo y de contarlo –un tiempo de fotografías-, una intención patética de apresar una realidad que se nos escapa, que no entendemos bien; una imagen equivocada, como quien conserva un retrato en la billetera, como un paisaje que ya no recordamos. (Historia natural (elogio del entusiasmo), programa de mano.)
Bibliografía
«Ana Vallés y Matarile», Ubú. Red de Teatros Alternativos, 15 (enero 2004), p. 3.
FERNÁNDEZ LERA, Antonio, «A corazón abierto», El Público 58-59 (julio-agosto, 1988), pp. 64-67.
MAFFESOLI, Michel, El instante eterno. El retorno de lo trágico en las sociedades posmodernas, Buenos Aires, Paidós, 2001.
MARQUERIE, Carlos, «2004: memoria del pasado y del futuro», Primer Acto 305 (octubre y noviembre 2004), pp. 135-138.
—, «Resistencias», Ubú. Red de Teatros Alternativos 18 (enero 2005), p. 2.
Políticas de la palabra. Esteve Graset, Carlos Marquerie, Sara Molina, Angélica Liddell (ed. y estudios de Óscar Cornago), Madrid, Fundamentos, 2004.