LUCERA:
¿Por qué vos no?
¿Hay una sola forma de violencia?
Hay un nuevo tipo de violencia en el aire. Obviamente yo nunca mataría. No soy del tipo de personas que lo haría.
Daniel Veronese, Mujeres soñaron caballos, p. 169.
A poco de finalizar Mujeres soñaron caballos, la joven Lucera, alejándose del hermetismo que caracterizó a su personaje a lo largo de la obra, actualiza un estado latente de cosas y despliega a un tiempo una serie de tópicos que distinguen a la obra de Daniel Veronese: repentinamente, Lucera saca un arma y mata uno a uno a todos los miembros de la familia, salvo a Iván que, como rasgo propio de la puesta en escena, ausente en el texto dramático, ve cerrarse el telón como fondo de su mirada de espanto frente al arma sostenida por su mujer. Junto a la muerte, la (im)posibilidad de continuación, la crueldad, la violencia contenida – el estallido de violencia, la inevitabilidad del horror, la sensación de asfixia proveniente de un espacio saturado y de un ritmo sostenido, una densidad dramática creciente, y un tono poético, profundamente bello, se conjugan inteligentemente logrando que algo suceda en escena.
Mujeres… se estrenó en Buenos Aires en 2001 y permaneció en cartel hasta el 2004. El pasado 23 de enero ha sido montada en Casa de América, como resultado de un taller que su autor ofreció en el marco de la segunda edición de «Invertebrados».
Mujeres… En Casa de América
Óscar Cornago: ¿Cuál ha sido tu experiencia en el taller? ¿Estás conforme con los resultados?
Daniel Veronese: Sí, teniendo en cuenta que es un taller, estoy muy contento. A veces exijo o quiero algo en las pasadas que tiene más que ver con una obra que con un taller… Además, hay que tener en cuenta que muchos de los actores son alumnos, no son profesionales, o están presentando sus primeras obras. Para mí está más que bien.
ÓC: ¿Si lo comparas con el original…?
(Cornago hace referencia a la puesta de Mujeres… que se da en Buenos Aires; la propuesta de este taller consistió en recrearla, en experimentar el espacio de creación actoral a partir de los patrones del montaje porteño, una reproducción del modelo anterior; una repetición de texto, escenografía, movimientos… una copia. Esta «copia», en tanto no deja fisuras para la incorporación de nuevos elementos propuestos por los nuevos actores, se acercaría al modelo original, pero nunca sería tal, en tanto el tiempo, el espacio y los propios cuerpos en escena ya no son los mismos. A través de esta experiencia la noción misma de hecho teatral como acontecer único e irrepetible se pone en cuestionamiento. «La intención -describe Veronese en el programa del festival- es que resulte un trabajo escénico semimontado en un tiempo limitado, con actores desconocidos para mí. Trabajar con realidades de creación diferentes a las que encontramos en Argentina, intentando romper -o al menos problematizar- las distintas formaciones escolásticas y modalidades a la hora de enfrentar la creación actoral.»
DV: Si lo comparo con el original, [en tono de broma] me deprimo… Porque aquéllos son actores profesionales, que ensayaron durante cinco meses y descubrieron la obra conmigo. La estrenamos juntos. Estos actores hicieron el camino inverso: descubrir un mapa que trazaron los otros actores. Es parte de una indagación de otras formas de producción. Esto sería lo contrario de lo que se debe hacer. Es una experiencia rara para mí. Algunos actores me decían que era bueno el copiar un mapa porque les daba libertad, les permitía divertirse sobre ese camino prefijado. No tenían esa premura de tener que crear algo para la puesta.
ÓC: ¿Te interesa el tema del original y la copia?
DV: Mucho. Es poner al actor en un lugar de cierta incomodidad, con ciertos límites. Una incomodidad que, en definitiva, le permita sacar la expresividad para otro lado. Dentro de ese corral, el actor juega y se siente técnicamente limitado, entonces, saca algo él como creador. Esa es hipotéticamente mi intención: que el actor encuentre la creación por un lado distinto. Igualmente, son ellos quienes terminan haciéndose cargo de la escena, no están dirigidos a control remoto por mí. Están haciendo algo que hicieron otros, pero la emotividad es la de ellos. Me interesó otra forma de llegar a los actores, o que ellos llegaran a ser motivados por otros medios que no son los que siempre emplean. Y ésta es una de esas formas. Eso siempre me causó extrañeza: llegar a crear desde otro lugar. Los actores parten de que hay cosas que no se deben hacer. Ésa fue siempre mi manera de acercarme al teatro: a partir de lo que no se debe hacer. Y me di cuenta de que es un lugar mágico, porque es tu posibilidad de salir de lo escolástico, de lo supuestamente «bien hecho».
ÓC: Quizás esta perspectiva de la búsqueda más allá de los límites impuestos por el «deber hacer», nos ayude a explicar tu evolución como creador escénico: el haber pasado por el trabajo con muñecos; luego, por la creación de textos y la dirección…
Los objetos
DV: Yo estaba buscando algo que me motivara y, por algo, en un momento de mi vida me interesaron los objetos. Sentí que el empleo de los objetos era el medio expresivo por excelencia, que me permitían jugar de una manera muy libre, quizás escondiéndome detrás de ellos… Esto lo pensé después. Aunque siempre trabajé con el manipulador a la vista, allí hay un desdoblamiento de la expresividad y de la personalidad. Entonces, estuve mucho tiempo con necesidad de indagar en ese campo. Empecé a trabajar como titiritero en el TMGSM, que es aún hoy el único elenco que sigue siendo rentado. Es un elenco de muy buen nivel. Pero hacíamos espectáculos para niños. De ahí salió El Periférico, con la necesidad de trabajar con títeres con una estética para adultos, cosa que en Buenos Aires no había. Si bien eso existía en Europa, y llegaban a Buenos Aires algunos videos o revistas, yo nunca lo había visto. Ya en el segundo espectáculo de El Periférico evitamos todos los clichés del titiritero: el vestuario, las varillas… Adoptamos un trato más frontal, que le permitía al manipulador manipular y, a la vez, trabajar como un personaje antagónico a ese objeto que manipulaba y que, por ende, también era él mismo. Era algo que ahora es muy simple o muy conocido, pero cuando lo creamos era muy efectivo.
ÓC: ¿Hay en ello algún creador de referencia? ¿Kantor, por ejemplo?
DV: Yo he visto a Kantor a fines de los ’80, cuando fue a Buenos Aires. Nos cautivó a todos, a los que hacíamos teatro de objetos, a quienes hacían danza… Se dijo que Máquina Hamlet tiene una impronta «kantoriana». No lo sé, pero no se tomó a Kantor para crear. Yo lo vi, me movilizó y seguí haciendo teatro. Obviamente, hay cosas que te modifican. Tal vez, veían una relación con Kantor en los muñecos grandes, o…
ÓC: …o en la muerte…
DV: La muerte… la muerte está en el teatro. Empezamos a tener el mote de «siniestros» porque en los primeros espectáculos usábamos muñecas antiguas, que comprábamos. Eran muñecas viejas a las que les faltaba la base de la cabeza. Entonces, metíamos la mano en la cabeza para manipularlas y se leía que los titiriteros éramos como semi-dioses que manipulábamos a los objetos… Nosotros los agarrábamos de ahí porque era práctico. Nuestro objetivo no era ser siniestros. Lo éramos porque los objetos eran siniestros y porque mostrar el movimiento en muñecos tan antropomórficos, con movimientos tan parecidos al hombre, aparece en sí mismo como una degradación del ser humano.
ÓC: Sin embargo, el tema de la muerte, de la crueldad, la violencia, la tortura,… son temas explícitos en El Periférico…
DV: Son temas explícitos también en la Argentina. Nuestro pasado de dictadura ha marcado a toda una generación. Yo a veces quiero salirme de eso, pero está ahí. Incluso en Mujeres… hay una impronta de una violencia contenida, algo oscurecido que de repente echa luz y destruye. Eso es una relación directa con lo siniestro, aquello que no debería pasar y pasa, aquello que no es esperado y de repente aparece.
(El advenimiento de la democracia en Argentina, que tuvo lugar en 1983, significó un verdadero cambio en la sociedad toda. La recuperación de la libertad de expresión, el impulso a la actividad artística y la apertura al mundo, repercutieron en el campo cultural que, casi explosivamente, dio muestras de un vital y esperanzado entusiasmo creador. El nuevo orden social posibilitó, concretamente, el regreso de los artistas exiliados y su reinserción en el campo, así como también la entrada y circulación de los nuevos discursos y estéticas extranjeros. Sin embargo, el horror vivido durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) ha dejado secuelas que aún hoy se vuelven productividad escénica. Durante ese período se instauraron políticas económicas neoconservadoras; se restringió el gasto público en salud, educación y cultura; se ejerció la censura encubierta y, hasta la persecución y desaparición de personas.)
Los textos
ÓC: ¿Cómo llegas a la creación dramática?
DV: Escribía algo de literatura que nunca pude encasillar, hasta que caí en un taller con Mauricio Kartun. Llegué allí con mis hojitas, y él me apuntaló y me dijo: «Acá tenés una obra». Fue como un destapador. Y, desde ahí empecé a escribir compulsivamente. Esto lo hacía simultáneamente con El Periférico.
(La primera obra teatral de Veronese es Crónica de la caída de uno de los hombres de ella, 1990. Se estrenó en 1992 en el TMGSM con dirección de Omar Grasso. También han dirigido obras suyas Rubén Szuchmacher, Cristina Banegas, Lorenzo Quinteros y Alejandro Tantanián.)
ÓC: ¿Escribías pensando en su posible puesta en escena o como texto, para ser leído?
DV: En un momento, escribía para directores y, paralelamente, para El Periférico. Estos eran textos mucho más visuales, donde lo esencial no era la lógica de la palabra, sino la de lo visual. Cuando escribía para directores era mucho más fuerte la lógica de la palabra. Con el tiempo empecé a considerarlo más literatura dramática y, cada vez me di más cuenta de que faltaba un paso para que fuera teatro. Esto me costó que me pusieran en escena unas diez obras… Lo que yo me imaginaba en el papel no se producía en el escenario. La obra estaba terminada, la respetaban totalmente, pero no se producía teatro. Yo tenía la sensación de que lo que sucedía con El Periférico -que era hacer teatro- no pasaba con mis obras.
ÓC: ¿Estás pensando en una distinción entre literatura dramática y teatro?
DV: Escribo algo para ser puesto en escena, pero que aún no es teatro, que necesita una nueva traducción. Y esa traducción no necesariamente significa cercenamiento de partes o inclusión de otras… Ojalá no necesite demasiados cambios, pero la verdad de la literatura dramática no es la misma que la verdad de la escena.
La dirección
ÓC: Y fue por eso que comenzaste a dirigir…
DV: Sí. Pero, como tenía mucho trabajo con El Periférico, tuve que restarle tiempo para dedicarlo al trabajo con actores. Mis últimas cuatro obras son para actores.
ÓC: O sea que te has distanciado algo de El Periférico…
DV: No. De hecho, en este momento estamos por hacer otra cosa. Cuando se hizo La última noche…, también se hizo Suicidio.
ÓC: ¿Consideras que tu trabajo con El Periférico y tu trabajo como director de tus textos son dos líneas de creación?
DV: Sí y no. Sí, porque con El Periférico, con Emilio y con Ana, hace quince años que trabajamos juntos, nos conocemos mucho -para bien y para mal-. Sin embargo, ahora estoy en un momento en que el lenguaje de la acción le ha ganado al lenguaje visual. Lo que más me está convenciendo es la emoción del actor. Siento que el actor puede dar una cosa que el objeto no, y viceversa. Y, estoy creando trabajos que necesitan del actor. El objeto supera al actor en algún tipo de trabajo y, en estos que estoy escribiendo, necesito del actor. Entonces, inconscientemente estoy reclinándome más del lado del actor. Cosa que, por ahí, dentro de unos años se pasa. Además, le doy mucha importancia a la intuición. Cuando tengo una intuición, voy por ahí.
ÓC: ¿Cuál es la relación entre el texto que escribes y lo que pasa en escena? Veo que en la escena se producen cosas propias del proceso de dirección: rupturas, violencia, pausas, que enriquecen el texto, que hacen que ocurra algo en escena, algo que es muy inmediato.
DV: El teatro para mí es esto, es lo que pasa, no lo que se dice. Y dirigir es, esencialmente, buscar esas cosas, y elegir. En la elección de lo que uno deja, finalmente, está la posibilidad de que se produzca o no el teatro, la situación teatral. Yo siento que uno lee el texto y, de acuerdo a lo que uno dice, puede presentar algo de ingenio, o algo más banal o con una onda más televisiva, o más humorística… Yo siempre trato de hacer teatro, no de hacer mi obra, sino de hacer teatro con esa obra. Entonces, indago y profundizo en todo lo que me parece que va a remarcar la situación teatral. Trato de reducir todo lo literario que me aleja o aleja al actor. Uno ve mucho teatro de director. Se ven muchas cosas muy ingeniosas y muy buenas, pero yo le huyo a ese tipo de teatro, porque en definitiva como espectador me alejo de esa obra. Yo quiero que la gente se sumerja en la realidad de la obra, en el nuevo tipo de realidad que es la obra. Entonces, para lograr esa realidad debo dejar de lado algunas ideas de los actores en las que ellos sobresalen por encima del resto; algunas ideas de dirección (que pueden ser muy inteligentes y muy imaginativas, pero sólo hacen que el espectador diga: «¡Qué bueno tal director!»). Yo me rijo más por la probabilidad que por la posibilidad. Por ejemplo, en Mujeres… puede entrar un caballo por la puerta, pero lo más probable es que no entre. Y, a veces, ves muchos caballos en escena, y decís: «¡Qué ingenioso el director!», pero te vas de la obra. Lo que yo intento es que el público esté una hora metido ahí, y no salga; que se vea como chupado por lo que ve. Entonces, trato de que la realidad de esa situación sea la que mande. Todo lo que es probable y que yo necesito para el drama lo uso.
La obra empieza a suceder en el escenario, no sucede ni en la cabeza del autor, ni en la del director, ni en los actores. Sucede ahí, en en escenario. El teatro es acontecimiento. Y uno no está muy acostumbrado a ver eso. Nos acostumbramos a ver cosas falsas. La gente va a ver la falsedad. Solemos perdonarle mucho al teatro. No digo que sea fácil o que yo lo logre, pero mi intención es crear un tipo de realidad que tiene que ver con eso.
ÓC: ¿Tú calificarías tu teatro como un teatro de «lo real»?
DV: Todo teatro es irreal. Obviamente, la situación es irreal, pero debe ser una irrealidad muy bien contada. No me sirve de nada que abran una canilla y salga agua, cuando los sucesos no son orgánicos. No estoy en contra del naturalismo. Yo puedo usar procedimientos naturalistas en una obra, si eso va en función de crear esta realidad escénica que creo que tiene que tener el teatro. En definitiva, dirigir es elegir lo que uno envía desde el escenario para mantener la ilusión durante más tiempo.
ÓC: En este sentido, ¿cuál fue la experiencia de «lo real» en el montaje del Chejov?
DV: La idea era encontrar una realidad… ¿Qué es hacer teatro realista? En Chejov era crear una realidad de tiempos alargados, mucho vestuario, mucha conmoción interna, aburrimiento. Yo traté de tomar esos textos y que sonaran reales en esa situación en la que no hay vestuario, no hay escenografía y no hay tiempos chejovianos. Sin embargo, es la obra. Y la obra sucede. No digo que sea la única forma de ponerla, sino que Chejov también puede ser esto. Intenté hacer un espectáculo donde los actores también pudieran sacarse de encima esto de «lo chejoviano». Algunos de ellos habían hecho Chejov y tenían preconceptos. Quise partir del no saber nada, de la no intelectualización del trabajo antes de transitarlo. Quería que los actores hicieran algo verdadero a partir de ellos mismos, no algo pensado. Evitar la falta de riesgos, los límites que se pone el actor para estancarse y sentirse cómodo en lo que culturalmente se espera. No me interesan las técnicas que empleen los actores, lo que me interesan son los resultados. Y, para mí se produce una crisis entre la obra y el espectador cuando esa idea es cambiada y algo sucede. Estoy hablando siempre de probabilidades: cómo puede ser, dónde yo siento que me están contando algo nuevo y que, a la vez, lo acepto. No tengo ningún interés en que el espectador se aleje de la obra o que se aburra. ¿No es un pecado movilizar a la gente al teatro para que se aburra? Se trata, simplemente, de una investigación sobre algo conocido. Lo que necesito son actores que se banquen la incertidumbre. Cuando tengo certidumbres previas, desconfío, porque estoy creando una realidad fuera de la realidad de la obra.
ÓC: Se ha hablado de «teatro de actor» o de «teatro de director», ¿cómo catalogarías tú a este teatro?
DV: No sé… «teatro teatral». Claro, porque es teatro tomando en cuenta las leyes de teatralidad. Y, estas leyes no son leyes de un libro, son las leyes de ese acontecimiento único, ese tema, con ese director, con ese actor. Quiero que el actor nunca se sienta cómodo: tiene que estar alegre porque está haciendo algo que realmente lo eleva, pero también tiene que sentir terror. La alegría y el terror es algo que yo veo cuando veo mis obras, y me parece que el actor tiene que sentir eso. Me refiero a un terror no paralizante, terror a una exposición en la cual tenés que ser valiente e ir para adelante. Si no sos valiente, no podés hacer teatro.
ÓC: Quizás por eso, también, la importancia del proceso de los ensayos…
DV: Claro. Que el actor sienta que esa obra también es de él. Los actores tienen que amar el piso del escenario, lo tienen que sentir propio, no que están haciendo una obra mía.
ÓC: Es curioso el hecho de que, con todo, vienes a hacer una cosa que debe nacer nueva, pero con un esquema totalmente impuesto…
DV: Pero es como si me presentan a alguien que no quiere saber nada conmigo: tengo una semana para decirle lo maravilloso que soy y otra, para que se relaje. [El taller, en el marco de «Invertebrados», tuvo dos semanas de duración.] La segunda semana fue más de goce. Durante la primera, me sentía casi con culpa para con los actores, porque yo les marcaba cosas muy formales. Ellos estaban encantados con el trabajo, estaban tratando de memorizar un circuito. Para ellos era divertido, pero para mí no lo era. En esta segunda semana, empezamos a hacer pasadas y a marcar dirección, en la medida en que pudimos.
ÓC: ¿Qué crees que le atrae al público de tus obras?
DV: Yo creo que la gente habla de un realismo, dice que ahí pasan cosas. Pero tiene que ver con esto, yo no pongo a Chejov delante de la obra. El teatro se hace en el escenario, no en las aulas, ni en los libros.
El teatro argentino
ÓC: ¿Cómo ves el teatro argentino actual?
DV: Creo que hubo una explosión hace unos años, que salieron muchos autores que se convirtieron en directores. La principal emergencia fue de autores. Ricardo Bartis tiene que ver con eso, todos sus alumnos hacían cosas, atacaban teatralmente la ciudad. Fue generador de muchas cosas, de gente que está dando vueltas por ahí. Y se ha creado una impronta de hacer teatro para hacer, no para formarse y esperar que te llame un director y hacer repertorio, sino desarrollar ejercicios y ponerlos en teatros, escribir y dirigir o, por ahí, el que es director también es actor en otra obra. Hay como un entrecruzamiento entre todos los teatreros. Y eso generó un teatro muy vivo y una reacción del público de querer ese tipo de espectáculos.
Yo siento que ahora eso se ha solidificado. Me parece que debería pasar algo. Ahora se me aparece este teatro sin sentido, esta banalidad inteligente, que está como demasiado agarrada, que los primeros creadores eran de una pureza y de una contundencia insuperable y, luego, esto es copiado, está todo minado de este tipo de cosas, y para mí, no surten en mismo efecto que antes. No me sorprende.
ÓC: ¿Ubicarías a Bartis entre esos teatristas?
DV: No, me parece que Bartis va por otro lado, lo pondría por sobre todos. Es una persona que se toma su tiempo, trabaja, investiga, está totalmente alejado de las corrientes. Me refiero, por ahí, a los más jóvenes. Su teatro, de repente, surte efecto, hay un público cautivo que va a ver ese tipo de teatro. No está mal que eso pase, pero ese era un teatro de guerrilla, contra un teatro más politizado, más de ideas. Éste es un teatro más sobre el sinsentido de la vida. Vuelvo a decir, este teatro tenía una forma pura que se ha vuelto impura, y yo siento que a partir de esto tendría que salir algo más. Esto ya está. El público va a verlo, se ríe, se divierte,… Ya debería pasar algo más.
ÓC: ¿A ti te parece que ese teatro de lo real, de lo escénicamente inmediato, podría ser ese paso adelante?
DV: No, ni lo pienso. Esto que te estoy contando no es un método, es mi mirada sobre el teatro o, incluso, cuál es la dirección que tendría que tener para mí una obra artística, o una obra de comunicación como es el teatro. Pero, no es un método, porque tampoco yo lo tengo. Entrar a la obra desde un lugar de incertidumbre, paradógicamente, te da una tranquilidad que tiene que ver con que si uno se mete, si mira detenidamente el objeto que va a trabajar, en algún momento se transforma en otra cosa. Yo quiero que eso que tengo se convierta en otra cosa, no que sea lo que tenía antes de empezar a ensayar. Y, el actor lo agradece, porque lo estás haciendo asomarse a un lugar diferente. Obviamente, el actor tiene que estar en esa carrera con vos, si va hacia lo conocido no funciona. Esa también es su elección.
ÓC: Yo veo tu teatro y veo una rúbrica, una mano de director. Algo así también pasa con Federico León…
DV: Federico es un creador que a mí me interesa mucho. Me interesa cómo piensa, dónde se para. No es llevado por ninguna corriente, es totalmente fiel a lo que él quiere, es independiente, autónomo. Y tiene resultados, como todos, mejores o peores. Creo que eso es lo que se necesita: más autonomía.
El teatro español
ÓC: ¿Qué te atrae o te disgusta del teatro español actual?
DV: Hay actores que me parecen muy orgánicos. Creo que los españoles tienen menos «rolleo», son más frescos que los argentinos. Allí hay una cuota de melancolía, y de cosas que hay que sacar. Me gustaría trabajar con actores españoles.
ÓC: Sin embargo, se suele decir que el nivel de interpretación del actor argentino es superior…
DV: Sí, yo nunca he trabajado con actores españoles. Si escarbo eso, no sé que hay debajo… En principio, pienso que son actores que, si los veo en Argentina, los llamo.
También hay algo que no me gusta del teatro español. Para el Chejov llamé a doce actores profesionales, muy buenos, que trabajan en el TMCSM, en el Cervantes, en cine, en televisión, dan clases, y con ellos -si bien tuve problemas durante los seis meses, porque tenían que ensayar- siempre encontrábamos espacios para que la mayoría estuviese. Ensayábamos muy tarde, a veces no venían todos y ensayaba las escenas que tenía con los actores que tenía ese día. Pero había una predisposición para venir y se enamoraron del proyecto. Esto es fundamental para el tipo de proyectos que tengo yo. Es como en el amor: no hay lugar para el «lo voy a pensar». Y aquí me parece que hay mucho de «lo voy a pensar»…
ÓC: Aquí está más presente lo económico…
DV: Sí. Yo entiendo que el actor tiene que cobrar dinero. Pero, allá los actores trabajaban de otra cosa y venían… Y dejaban de dormir. Osvaldo Bonet, uno de los actores del Chejov, tiene ochenta y seis años, es una gloria del teatro argentino, y lo tenía a las doce de la noche ensayando. Aquí, esto está mucho en el discurso: «Yo querría…», pero creo que las cosas deberían cambiar para que eso sucediera. No sé si el modelo de la Argentina es importable. Sólo hay que ver si hay ganas de hacerlo…
ÓC: Más allá del dinero que haya de por medio…
DV: Claro, hacerlo igual. Hacerlo por el teatro, por amor. No digo que lo otro no se haga por amor… En Argentina, tal vez, hay un exceso de eso. Si el actor se compromete, lo tenés ahí hasta el final, es más, te pide «Por favor, metéme en ese proyecto», y eso lo ves en el escenario. El actor está ahí, no está pensando «Me tengo que ir a hacer una tira». También estamos generalizando. Pero, a cualquier actor, hasta al más conocido de Buenos Aires, yo lo llamo y -salvo que esté haciendo una película o alguna otra cosa, y no pueda- me dice que sí y viene a trabajar para un teatro de ochenta localidades.
ÓC: ¿Por qué crees tú que tienen tanto interés?
DV: Porque el teatro se vive de una manera muy especial. Se respira de una manera especial. La gente quiere hacer cosas nuevas, producir cosas nuevas o trabajar con gente que haga cosas nuevas. Por poner un ejemplo: Un hombre que se ahoga… es la primera experiencia de este tipo para Osvaldo Bonet. Está muy agradecido porque lo llamé y está sumamente entusiasmado. Sin embargo, el que está fascinado con su presencia soy yo, porque es una gloria del teatro. Y él es una muestra, está lleno de actores de edad que lo harían. No se vive bien, falta dinero, todo eso. Esto quizás viene a suplir esa falta.
ÓC: ¿Tienes alguna experiencia con autores españoles?
DV: He leído mucho en una época, a Sergi Bel Bel, a Ernesto Caballero, a Rodrigo García. Pero, concretamente, no hice nada. Prefiero ver teatro. Me cuesta mucho a veces buscar autores que luego tengan la posibilidad de que yo los transforme. Agarro mis textos o clásicos, que sé que no me van a decir nada si los destrozo. Rodrigo García, por ejemplo, me ha dado textos y me ha dicho: «Hacé lo que quieras».
ÓC: ¿Qué te parece su teatro?
DV: Me parece muy interesante. Soy curador del Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires, y bregué para que fuera. Aunque allí no fue del todo bien recibido. Lo que pasa es que en Argentina también hay mucho de «Esto ya lo vi». Además, la puesta que le pedimos (Conocer gente) no era la más interesante. Él no la quería hacer y se la pedimos igual. También trajo After sun, que no estuvo en el Festival y funcionó mejor.
ÓC: ¿Rodrigo García te interesa cómo autor dramático o cómo creador escénico?
DV: Más que nada, como autor. Me parece que, a veces, usa la misma palabra para escribir y para actuar, entonces hay un lugar donde se me hace como empalagoso. Por ahí, en la escena a veces debería ir por otro lado… Me interesa su tono, su cinismo, su discurso sin pelos en la lengua.
El futuro
ÓC: ¿Qué proyectos estás pensando para el futuro?
DV: Estamos haciendo algo sobre los niños y el mundo adulto para Bruselas con El Periférico. También voy a poner El método Gronholm en Buenos Aires (había leído la obra allí y la he visto acá en Madrid). Luego, tengo una obra mía que voy a hacer en el Teatro Nacional Cervantes. Además, voy a trabajar sobre un monólogo mío con Blanca Portillo.
El teatro
ÓC: En el mundo actual, donde el lugar de la imagen es central, con el cine que te mete en su mundo; la televisión, que es como el «teatro electrónico», que no te mete en su mundo, pero te atrapa; y las realidades virtuales,… ¿qué crees que puede decirle el teatro a la gente?
DV: El teatro tiene que alejarse de todo eso. Tiene que mostrar una nueva realidad. Lo que la gente no quiere ver. No va a salir de su casa para nada. Quienes hacemos teatro debemos pensar: «Lo voy a hacer pasar por una experiencia que no se va a olvidar».
ÓC: …Y que no se aburra.
DV: No, obviamente, que no se aburra. Y que tenga belleza.
ÓC: El teatro últimamente ha renunciado a su derecho a crear algo poético, lírico o bello… Pero, en Mujeres…, que es una obra muy violenta, veo un plano onírico.
DV: La poética probable. Una poética que no me haga pensar en la obra fuera de la obra. Una poética dentro de lo probable. Sí, yo quiero que sea bello, que tenga momentos donde esté justificada la visión de ese lugar, esa comunicación. Entonces, la poesía puede estar acompañada de cierto lugar de radicalidad que, por lo general, expulsa al espectador. Que esta alegría y este terror también sucedan en la platea. Si yo planteo algo con profundidad, el espectador va a tender a alejarse. La televisión atrapa porque es superficial, sólo necesitás mirar, no necesitás pensar nada. La televisión nunca te va a hacer pensar en la muerte, te hace pensar que la muerte no existe. Si no, va en contra de sus propios principios. Si no, no te vende nada. Te entretiene y te hace consumir. Te vende cosas. Su objetivo final es venderte algo, que vos estés ahí y consumas. Y, por ahí, así, te olvidás de la muerte… Quizás con el consumo te olvides de la muerte. Por ahí el consumo es una forma de vida… El consumo es una forma de alejarse de la muerte. Y, el teatro es una forma de acercarte a la muerte.
ÓC: ¿Qué relación crees que tienen el teatro y la muerte?
DV: Es una situación irreal, que no tiene representatividad… Yo me acuerdo que cuando trabajábamos con los objetos, la gente sentía realmente un encantamiento con los muñecos que se movían. Y yo sentía que era mostrarles «miren, la muerte es así». Un actor está ahí. Sin embargo, un objeto está como la muerte con una firmeza y con una contundencia, con algo que nunca lo puede hacer un actor. Y la gente dice «Es siniestro», pero no puede dejar de mirarlo, porque en el fondo, la gente quiere saber cómo es la muerte.
ÓC: ¿Dónde estaría el espacio de la muerte en tus obras? Porque yo veo algo de vacío…
DV: Está eso, el vacío. Todas las obras, en definitiva, tienden a la inmovilidad, al vacío, al silencio, a la oscuridad… Yo voy ahí naturalmente porque son lugares siniestros, porque yo quiero conocer de eso. No porque diga «Voy a hablar de la muerte». Cuando hice La forma que se despliega, fue porque yo tengo una hija y mi temor más grande es que ella se muera. De alguna manera, necesité exorcizar algo.