Ángels Margarit sintió fascinación por la plástica y la arquitectura. Si eligió la danza como medio creativo fue, según ella misma, por su dimensión orgánica, por la implicación compleja y global que la danza exige, por la participación de lo puramente físico tanto como lo intelectual y lo sensible en la generación de la obra. Sin embargo, la inclinación arquitectónica y visual atraviesa toda su producción: sus danzas son una constante horadación del espacio construidas para la vista y los sentidos. La construcción y articulación del espacio se convierten en perforación cuando el cuerpo asume el protagonismo y él mismo, sin instrumentos de delineación, ha de enfrentarse al espacio, en principio opaco, que poco a poco es preciso hacer habitable, transparente, significante. El efecto, para el espectador que observa, es el de la escritura o el dibujo sobre un espacio virgen: el escenario deja de ser entonces bloque constructivo para aparecer como «un cuadro vacío, efímero, donde el movimiento dibuja el espacio, donde cada trazo borra al anterior».
La componente arquitectónica de las coreografías de Margarit se manifestaba a principios de los ochenta en un énfasis en lo matemático que afectó a las dos primeras producciones de Mudances: Mudances y Kolbebasar. No eran sus primeros trabajos coreográficos, ya que después de unos años de formación en el Ballet Contemporani de Barcelona, Margarit se había integrado en Heura Danza Contemporania, compañía para la que coreografió varias piezas. La primera coreografía de Margarit fue Laia (1979). Con Heura compuso Potes (1980), Temps al Baix (1982), Duna (1983), que recibió el premio Tórtola Valencia, y Friso (1984). Según Margarit, Tempsal Baix «va ser el primer espectacle sencer que es feia a Espanya i jodes coneixia si es feia fora. Vaig treure aquest concepte de la música. Sentía els Pink Floid o els Who que feien aquest discos sencers que eren tot un món i jo em deia que aixè és el que havíem de fer en dansa. Sempre portava al cap la idea de fer un espetacle sencer.»
Después de una estancia en Nueva York, donde estudió en las escuelas de Merce Cunningham y Martha Graham y pudo conocer directamente el trabajo de Simone Forti, Steve Paxton, Lisa Nelson y Laurie Anderson, entre otros, Margarit volvió a Barcelona para crear la coreografía que daría nombre a su compañía: Mudances (1985).En ella se combinaron las propias intuiciones e ideas de la coreógrafa con los ecos de las vanguardias minimalistas y performativas: la música de Laurie Anderson y las imágenes proyectadas de Carme Masiá ofrecían el contexto para una danza motivada, según Margarit, por «estados de ánimo determinados que al traducirse en movimiento provocan inercias y dinámicas distintas que van ordenándose sin transición, en mutua contraposición» .
Su siguiente espectáculo, Kolbebasar (1988) profundizó en la dimensión constructiva arquitectónica de lo coreográfico: se trataba nuevamente de una «acumulación» de piezas coreográficas autónomas ordenadas a modo de «exposición móvil»: «Cada composición acerca la danza a una especie de construcción arquitectónica. Imágenes y movimientos viajando en el espacio, creando efectos simétricos, caleidoscópicos.» La referencia plástica (la escultura de una mujer de George Kolbe) estaba ahora presente en el título, que en cierto modo compensaba la referencia dinámica del asignado a su primera composición. Pero el dinamismo seguía siendo esencial en la construcción coreográfica y Margarit concebía la estructura del espectáculo como «un flujo de movimientos que se intercambian y se superponen, una especie de puzzle dinámico». Daba la impresión de que se imaginara a sí misma como la diseñadora de un plano de flujos: de todos los planos que un arquitecto debe elaborar para el diseño de su obra (planta, instalaciones…), éste (la previsión en términos cuantitavos de las personas que van a usar el edificio) es el que más se acerca a la dimensión del espacio como espacio vivido y, por tanto, el que permite una aproximación más clara entre la arquitectura y la coreografía.
El equilibrio llegaría en un solo de quince minutos que Margarit ideó para ser interpretado ante un reducidísimo número de espectadores en una habitación de hotel. Solo para habitación de hotel se presentó por primera vez en 1989 en el hotel Subur (Subur 301) durante el Festival Internacional de Sitges. Poco después se presentó en Kampnagel, y desde entonces en multitud de habitaciones de hotel. Se trataba de un solo en que la bailarina interpretaba una secuencia de movimiento ante un grupo muy reducido de espectadores y una cámara de vídeo, en el limitado espacio de una habitación. La secuencia, de diecisiete minutos de duración, era circular, enlazaba consigo misma y se repetía durante tres horas para sucesivos grupos de espectadores. La limitación del espacio forzaba a la precisión de los movimientos, a la elaboración de una especie de arquitectura interior que quedaba establecida antes de la llegada del público. A pesar de la proximidad, éste no afectaba a la pieza, que se desarrollaba autónomamente como si los dieciséis ojos no determinaran más que el habitual objetivo de la cámara de vídeo, siempre presente durante los ensayos y las presentaciones. Perolas connotaciones del espacio, las inevitables referencias cinematográficas, los elementos reales (el aire, la luz, las imágenes a través de la ventana…), el proceso físico provocado por la repetición durante tres horas de la secuencia y la ineludible presencia física de los espectadores cargaban de emoción y de organicidad una pieza construida en principio atendiendo a parámetros formales.
En los trabajos siguientes, la tensión entre lo matemático-arquitectónico y lo sensual-orgánico se acentuarían, hasta el punto de que la propia Margarit denominó su segunda etapa productiva «fase vegetal». La fase vegetal remite sobre todo a la trilogía compuesta por Atzavara (1992), Corol.la y Suite d’estiu (1993). La presencia de elementos orgánicos en la escenografía era constante: el ágave y los pétalos de flor en Atzavara, la madera, el heno, la flor roja y la fruta en Corol.la y Suite d’estiu… Y la calidez que estos elementos aportaban, reforzada por la atmósfera lumínica y sonora, derivaba de una elaboración menos repetitiva y geométrica del movimiento. Los cuerpos ocupaban la escena en un juego de inclinaciones, rotaciones y amplios paseos, o bien se relacionaban entre sí en una búsqueda constante marcada por el amago y el retroceso, rodaban unos sobre otros en recurrentes danzas de suelo, exploraban el espacio delimitado por su propio cuerpo o recurrían a lo lúdico como método de conciliar placenteramente la ociosidad y el conocimiento. Si esto era posible, se debía a que, a diferencia de lo que aún ocurría en Mudances y Kolbebasar, los intérpretes ya no eran intercambiables, y Margarit había comenzado a explotar la singularidad de cada cuerpo y a trabajar igualmente con la emoción de sus bailarines. Si bien la potencia emocional y sensible de su solo en Atzavara y ese solo expandido llamado Corol.la mostraban claramente la dificultad de la coreógrafa (tal vez la imposibilidad de cualquier coreógrafo) para transmitir a otro cuerpo-persona la complejidad de experiencias y matices sensibles que cada movimiento encierra. Corol.la es el centro de la trayectoria creativa de Àngels Margarit y en él estaban implícitas buena parte de sus posteriores búsquedas sobre una geometría orgánica del espacio y esa indagación de la multidimensionalidad y la complejidad que afectaría a sus últimos espectáculos, dominados por la reflexión sobre la inteligencia y los cuerpos del cuerpo. En sus últimos trabajos, la exploración de Margarit se ha centrado sobre el propio cuerpo como lugar desde el que abordar la multidimensionalidad de la experiencia. De lo que se parte es de la reafirmación de la danza como creación de un cuerpo inteligente:»Me gusta la danza porque da memoria a mi cuerpo, lo vuelve inteligente, intuitivo, sensible, escomo si las capacidades del cerebro estuviesen fragmentadas o multiplicadas, diluidas por mi cuerpo. A menudo advierto una rodilla inteligente tomando decisiones o un codo que se quiebra emocionado. Esta actitud física aligera ylibera al cerebro de su tarea y me hace pensar de una manera física, sentir lo que pienso, pensar lo que siento.» (Margarit, 2000: 34) Es como si Margarit hubiera llegado desde el cuerpo a las mismas conclusiones que Bateson o Maturana y Varela desde la biología, quienes desligaron la actividad mental del cerebro para asociarla al proceso mismo de estar vivo que afecta a la globalidad del cuerpo.
La reflexión sobre el cuerpo inteligente llevó a Margarit a la búsqueda de «los cuerpos del cuerpo», en una serie inacabada de vídeos y en piezas colectivas como L’edat de la paciencia (1999), construida en torno a la imagen del telar y el tejer, en la que trabajó con mujeres de diversas edades, y El somriure (2001), a partir de la idea del laberinto, o en solos como Peçes Mentideres (2000),en que exploró la multiplicidad de cuerpos que habitan el propio cuerpo y que se manifiestan en el transcurso biográfico y en la multidimensionalidad de la experiencia. En este último espectáculo, Margarit se observaba a sí misma, asistía al movimiento de su propio cuerpo como algo suyo y al mismo tiempo sorprendente, como si fuera capaz de leer en el cuerpo la codificación de la propia biografía, y como si esa lectura pudiera ser abandonada y retomada, como en un acto privado traslado al espacio público.