No es lo mismo los tres mosqueteros, que veinte años después.
El performance ha cambiado en las últimas tres décadas tanto como el punto de vista del que lo vemos quienes, como yo, lo hemos venido practicando y disfrutando desde entonces.
Sirvan estos apuntes como el testimonio de alguien que empezó en este rollo cuando ni siquiera teníamos que estudiar la historia del performance porque no la había y lo que menos nos interesaba era definir un tipo de trabajo que lo que buscaba era romper todas las definiciones.
Cuando empecé a hacer performance en México, la palabra performance ni siquiera se utilizaba. Aún en 1984, cuando el grupo de arte feminista Tlacuilas y Retrateras organizó el performance La Fiesta de Quince Años en la Academia de San Carlos, ni siquiera la prensa especializada conocía el término performance. A la hora de hablar de este proyecto en el que participaron los otros dos grupos de arte feminista que eran Polvo de Gallina Negra ( Maris Bustamante y Mónica Mayer) y Bioarte (Roselle Faure, Nunik Sauret, Rose Van Lengen, Guadalupe García y Laita), además de muchos otros artistas, la prensa hablaba de nuestros «scketches». Hace poco que di una conferencia en el Reclusorio Norte, por poco me desmayo cuando al final se acercaron dos chavitas y me preguntaron que cuando les llevábamos performance a la cárcel.
La gran mayoría de los artistas que empezaron a hacer performance en México en los setentas, en esa generación marcada por la matanza de Tlatelolco en el 68 y conocida como la Generación de los Grupos, tenían una postura política de izquierda, anti-institucional. El arte tenía una función política y los artistas lo utilizaban como herramienta de lucha. En ese momento uno se acercaba al performance y otras formas de artes efímeras porque su estructura misma cuestionaba al mercado y pretendía ser una vacuna contra la utilización del arte por parte del mercado y del Estado. Eran tiempos difíciles. La censura era densa y hasta las acciones más inocuas, como algunas del grupo Março invitando al público en la calle a crear poemas con palabras impresas en cartoncillos, eran recibidas por la policía con violencia. Practicar el «arte alternativo» era asunto riesgoso.
Hoy los tiempos responden a la globalización y la alta tecnología. Las utopías han muerto. En México estamos en los tiempos del «cambio» y ya no hay censura, aunque no sé qué peor censura pueda haber que la pobreza extrema que padecen más de la mitad de nuestros compatriotas. Eso sí, en lo único en lo que han coincidido los nuevos partidos en el poder es en desdeñar la cultura. Por su parte, ahora el arte se ha convertido esencialmente espectáculo y ya no hay «vanguardia», sólo un cutting-edge muy dado a convertirse rápidamente en mainstream. En el performance ha habido un fuerte proceso de institucionalización. Se ha desarrollado lo que yo considero el mercado de las artes efímeras: las becas, los patrocinios, los festivales y las bienales. En México hasta Ex-Teresa: Arte Actual, espacio originalmente dedicado a las artes alternativas, hoy simplemente llamadas «actuales», ya cumplió una década. En un principio fue un espacio de artistas en sociedad con el INBA. Hoy está bajo el mandato de Sari Bermúdez. Hoy, hoy, hoy, hasta los performanceros más radicales hacen lo posible por conseguir alguna bequita del FONCA o el patrocinio de Jumex o Telmex.
El proceso de institucionalización de este género artístico era de esperarse. Ha sido tan natural como envejecer, perder las ilusiones y a veces adquirir un poco de sabiduría. Por lo menos en la ciudad de México, el performance ha puesto los pies en la tierra. Y, como cualquier proceso de envejecimiento, tiene sus pros y sus contras. Algo que me sorprende sobremanera es que en la actualidad a veces hasta hay lana para hacer performance o por lo menos para producirlo. Eso sí, siempre hay más lana cuando se trata de artistas extranjeros. En esto no hemos cambiado.
Aunque a nivel institucional aún no hay cursos especializados en performance en las carreras de arte, varios artistas, entre ellos Lorena Wolffer, Elvira Santamaría, Víctor Lerma, Pancho López, Lorena Méndez y yo impartimos talleres que generalmente cuentan con buena asistencia. Hay interés. En los setentas muchos hacían performance sin siquiera saber que había algo que así se llamaba.
Antes no había un solo investigador de performance y la mayoría de los críticos no estaban en lo más mínimo interesados en este tipo de trabajo y hoy tenemos tanto a Josefina Alcázar como a Antonio Prieto investigando el performance desde instituciones oficiales.
Antes no había una sola publicación sobre performance mexicano y hoy ya se consiguen varios libros o tesis profesionales sobre el tema, como Arte Actual, editado por Andrea Ferreira; Pola Weiss: Pionera del Videoarte en México, de Dante Hernández Miranda; La cuarta dimensión del teatro, de Josefina Alcázar; y Performance en México: Historia y Desarrollo, de Dulce María de Alvarado Chaparro. También existe Performance en el archivo de Pinto mi Raya, una recopilación hemerográfica de todos los textos sobre el tema publicados en diversos diarios desde 1991. Ese lo editamos Víctor Lerma y yo.
Antes casi no había documentación. No había el acceso que hoy se tiene al vídeo y, aunque muchos eventos se documentaban fotográficamente, por alguna razón siempre parecía haber una maldición gitana que impedía que el fotógrafo llegara, que hacía que los rollos se velaran o que lograba que los materiales se perdieran. Todo quedó en el mito. Ahora, en tiempos de Big Brother, en la mayor parte de los performances hay más cámaras que público. Sin embargo aún falta mucho por hacer en este campo porque no hay un trabajo serio de clasificación, edición, distribución y conservación de estos materiales.
En el campo que a mí en lo particular me interesa, que es el trabajo de las mujeres artistas, también hay cambios. A lo largo de los ochentas, cuando se dio el boom del arte de mujeres en México y hubo tres grupos de arte feminista, las artistas nos dedicamos a hacer performance partiendo de la premisa de que, al utilizar nuestro propio cuerpo como soporte de la obra, de entrada ya estábamos hablando de nuestra condición de género. Por ello quizá empezamos a hablar desde el cuerpo de la realidad social que vivíamos: los temas que abordamos en nuestra obra eran la maternidad, la sexualidad y los rituales sociales como la fiesta de quince años. Hoy no me queda duda de que el trabajo más interesante en el performance es el que hacen las artistas, especialmente las jóvenes. Algunas de ellas, como Andrea Ferreyra o Lorena Orozco, han abordado temas como la fuerza física o el trabajo fuera de la casa. Otras, como la Niña Yhared, La Congelada de Uva y Ema Villanueva utilizan su cuerpo y su erotismo de manera directa y a veces contestataria. Por otro lado, artistas como Elvira Santamaría o Minerva Cuevas analizan a través de su obra los problemas y procesos sociales desde un punto de vista muy personal. Sin embargo, a excepción de artistas como Lorena Wolffer que tienen una postura feminista clara, para la mayoría de ellas las cuestiones de género son más difusas y en muchos casos confusas. La conciencia ha dejado de ser social para convertirse en algo personal. Si antes para nosotras aquella vieja y sabia consigna feminista «Lo personal es político» era la ley, para las artistas más jóvenes parece ser que «Lo político es personal».
A manera de conclusión sólo queda expresar una de las cosas que más me entusiasman del performance hoy: se encuentra desparramado por todo el país. Esta es una prueba.