“todo se da a la manera de un espejo que
miente y al mismo tiempo dice la verdad”
A pesar del mayor o menor interés que tenga el hilo narrativo de un trabajo escénico, en lo que seguramente estamos de acuerdo es en que la experiencia del directo es insustituible y es, además, la excusa perfecta para reunirnos, en un mismo tiempo, ambos lados de la cuarta pared. Una vez confirmado el lugar y la hora, sólo queda preguntarnos ¿qué hacemos aquí?
Y lo que generalmente hacemos es esperar, esperar que todo se desarrolle sin
altercados, que los actores hagan su papel, que no se confundan, que nos cuenten una historia que podamos entender… Por eso aceptamos la propuesta de Cuqui Jerez cuando, interrumpiendo la narrativa de la pieza, alude a unos problemas técnicos e insiste en que
“lo único que podemos hacer es empezar de nuevo, empezar desde el principio. Es que es lo único que podemos hacer. Entonces, vamos a intentar preparar todo lo más rápido posible… Son las nueve y veinticinco, porque hemos empezado tarde, hemos empezado a y cuarto, o sea que llevamos diez minutos… lo siento muchísimo. Gracias.”
Que creamos en este problema técnico y en la necesidad de empezar de nuevo tiene ahora mucha importancia. De ello dependerá la eficacia de la segunda vuelta, repleta de pequeños y sutiles accidentes provocados que, sin embargo, interpretaremos como consecuencia del nerviosismo que supone tener que volver a empezar. Y es que volver a empezar es poner a prueba la fiabilidad de la escena como lugar donde todo está establecido, cerrado, donde las cosas suceden ante nuestros ojos sin mayor riesgo de cambio.
Recurrir al corte y a la repetición tendría más que ver con un concepto cinematográfico de montaje, o una sesión de ensayos, que con lo que habitualmente encontramos al acudir a una cita de este tipo. Así es que, cuando, quince minutos después del primer corte, Cuqui sale de nuevo de la cabina y se reúne con su equipo, ya no sabemos qué pensar; cuando repite exactamente la misma frase y de nuevo “son las nueve y veinticinco” el salto en el tiempo parece haberse hecho posible. Vemos entonces que “The Real Fiction” es como ese espejo que, a través del engaño, y sobre todo, del sentido del humor, muestra la verdad de nuestras expectativas y la fragilidad del sistema de códigos que conforma el entendimiento teatral.
Para poner en marcha este espejo deformante pero aclarador, Amaia Urra y María Jerez actúan siguiendo los patrones de la buena ejecutante al servicio de la obra: obedientes, aplicadas, sufridas, capaces de llegar a los extremos más tópicos de la profesión del actor, dispuestas, incluso, a morir en el escenario. Se empeñan en mantener a flote la obra que hace tiempo ha sido desplazada y sustituida por la auto referencia, pero sin la cual el disparatado acontecimiento no tendría sentido. Recurrirán a la repetición, a ese volver a empezar que nunca es volver al mismo sitio, sino encontrarse de nuevo con lo indecible, lo obsceno (ob- -scenus : fuera de escena), lo que siempre se esconde, lo que
se disimula: el repertorio de códigos que permiten la ilusión teatral.
No sorprende que la obra, la que “deberíamos ver” y que sirve como excusa para activar este hermoso desastre, trate precisamente de un rodaje, cuando el rodaje es quizás el momento más suspendido de la realización cinematográfica. Es el intersticio donde acción, planificación y registro coinciden temporalmente; es, recordando lo que mencionaba al principio del texto, esa experiencia del directo que reúne el antes y el después de una película. Podríamos decir que el momento del rodaje es el único tiempo
real, un momento suspendido en el intervalo donde cámaras, equipo y actores, cuerpo a cuerpo, se encuentran. También es una situación de construcción del artificio que, al otro lado de la cámara y bajo la perspectiva del marco y el enfoque, permanece registrado como un documento de lo real, un fragmento de realidad.
Gracias a la utilización constante de la cámara de vídeo en “The Real Fiction”, asistimos a esa transformación del espacio y al cambio de perspectiva que sugiere el ángulo cinematográfico: María Jerez, subida a la escalera, sujeta la cámara en lo que adivinamos un plano cenital, mientras Amaia Urra se arrastra por el suelo simulando estar trepando una pared. Nunca llegaremos a ver el resultado de estas grabaciones, pero esa es la única forma de constatar que es el momento del rodaje y su desdoblamiento temporal y espacial lo que acentúa nuestra implicación y nos activa. Las imágenes están ahí, porque la película no es sólo lo que se ve.
Ya fuimos advertidas en la pieza anterior de Cuqui Jerez sobre su interés –también presente en los trabajos de Amaia Urra y María Jerez- por la relatividad del punto de vista, el cambio de escala y lo oculto o subliminal como recursos para hacer del tiempo algo elástico y mostrar sus diferentes facetas en relación con el espacio. El humor, casi absurdo, es utilizado inteligentemente para acceder al anverso de la imagen, con momentos tan desconcertantes como aquel en el que Amaia Urra registra unos extraños
sonidos con la grabadora de mano y poco después, gracias a las funciones del aparato, escuchamos la frase marcha-atrás. La frase dice precisamente : “vamos a escuchar esto mismo dentro de exactamente un minuto: ahhhhhh!!!!”. Una vez más el significado viene con retraso, y el mismo momento se muestra desdoblado. A partir de estas referencias a lo satánico, faltan las palabras para describir lo descabellado de los acontecimientos,
cargados siempre de un humor y una ironía excelentes.
Pero la ficción real no es que, efectivamente, lo imperdonable está sucediendo
(problemas técnicos, descoordinación entre las actrices, olvidos, eructos, carcajadas…) sino que nosotros-as, cómplices del enmascaramiento, participamos en esa des-estructuración del teatro, cuando aceptamos nuestro papel de espectadores-as que fingen ser espectadores-as. Y la ficción real es que eso es lo que siempre hacemos, porque el teatro es un acuerdo que ocurre a ambos lados de esa invisible pared, y porque ser espectadores-as no tiene por qué significar permanecer pasivos-as. En este caso es todo lo contrario, y dado que la pieza incita a una constante revisión de nuestras expectativas,
nos vemos en la tesitura de tener que elegir entre abandonar la sala o hacer lo que habíamos venido a hacer, es decir, hacer de espectadores-as, sin soñar estar en el lugar del otro, y sin someternos a su poder, considerando el intercambio no como un cambio de rol, sino como un acto comunicativo donde la dominación no tiene lugar.
“The Real Fiction” es una pieza que habla de si misma y de nosotros-as como
circunstancia teatral, y que, a través del humor, dibuja un paisaje donde la jerarquía, que establece como capaz un único lado de la sala, deja de tener sentido.