En el itinerario de Teatro presentado el pasado año en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía abordábamos la idea de teatralidad y su evolución a lo largo del siglo XX mediante un análisis comparativo entre artes plásticas y artes escénicas. En esa reflexión, se desarrollaba de manera implícita el papel del espectador en cada momento artístico y asociado al concepto de teatralidad.

Como introducción a esta idea, hablábamos de teatralidad “cuando quien actúa lo hace en la certeza de estar siendo mirado (o escuchado) por otros con la pretensión de determinar o condicionar esa mirada”[1]. En esta idea, la mirada sería la génesis del artificio, es decir, el elemento que altera una acción o construcción espontánea. De esta manera, la reflexión se centra en los efectos que ejerce la mirada en la acción del otro. Se traza un recorrido que iría “del que mira, al que hace”.

En el análisis del espectador y su función en las artes plásticas y escénicas, la mirada ha sido el elemento clave para proponer nuevas estrategias de interacción entre artista/actor y espectador. En este caso el concepto de “mirada” no se proyecta hacia el otro, sino que se dirige “del que mira hacia sí mismo”, es decir, se analiza qué consecuencias tiene el hecho de mirar en el propio sujeto que observa. En esta línea se ha afirmado que ser espectador es un mal porque mirar es lo contrario de conocer y actuar, y provoca una pasividad que aleja al individuo de todo conocimiento y acción[2]. Así fue entendido por los creadores de principios del siglo XX que vieron como única salvación para las artes romper los límites entre arte y vida. De esta forma, las artes escénicas extendieron la acción al lugar del espectador unificando la dimensión espacio-tiempo y las artes plásticas incorporaron la acción al objeto generando un nuevo concepto, el de obra en proceso. La renovación del teatro que Antonin Artaud proponía mediante la transformación escénica incluía un replanteamiento del lugar y función del espectador así como su interacción con la escena. En su definición del teatro como “el teatro mismo de la acción” Artaud afirmaba: “se restablecerá una comunicación directa entre el espectador y el espectáculo, entre el actor y el espectador, ya que el espectador, situado en el mismo centro de la acción, se verá rodeado y atravesado por ella”[3]. El teatro Merz propuesto por Kurt Schwitters se basaba en la representación de un drama que fuese esencialmente acción. Su intento de reunir todas las fuerzas artísticas y lograr un teatro internacional de experimentación para elaborar la “obra de arte total Merz”[4] implicaba trabajar con todos los materiales imaginables y considerar todas sus relaciones dentro del espacio ocupado incluyendo al espectador: “exijo la igualdad de derechos para todos los materiales, igualdad de derecho entre la persona completa, el idiota, la red de alambre silbante y la bomba extractora de pensamientos”[5]. El objetivo de la obra de arte total Merz era suprimir las fronteras entre las artes –principalmente literatura, artes plásticas y arquitectura– y reunirlas en una unidad artística: el espacio escénico. En la descripción del proceso creativo de la obra Merz Schwitters afirmaba:

He mezclado entre sí los tipos singulares de arte. He pegado poesías de palabras y de frases de tal manera que su ordenación rítmica da como resultado un dibujo. A la inversa, he pegado cuadros y dibujos en los que podían leerse frases. He clavado cuadros de tal manera que junto a los efectos pictóricos del cuadro surgía un efecto plástico del relieve. Sin embargo, la obra de arte total “Merz” es el espacio escénico de “Merz”[6].

Asimismo, la no distinción entre arte y vida incluía al espectador como parte de la obra: ya no se situaba como observador frente a sino que se movía en el espacio y entre los objetos. La intervención del espectador en la acción redefinía así el concepto tradicional de mirada.

Si analizamos las distintas estrategias para demandar la interacción del espectador y modificar su pasividad observamos una evolución que comienza con el espectador-observador. Este tipo de espectador aparece reflejado en Garrote vil (1894) de Ramón Casas, una representación pictórica de crónica social donde el poder actúa y el individuo sólo observa asumiendo un rol pasivo. Su capacidad de intervención es inexistente. Este tipo de representación espectacular que delimita claramente los distintos roles tendría su equivalente en el teatro burgués más preocupado por el entretenimiento y la evasión que por la innovación o la actitud crítica. Desde sus inicios, el cine ofreció la posibilidad de convertir al espectador en actor para superar la barrera espacial entre escenario y tribuna. Cuando los hermanos Lumière invitaron a obreras de la fábrica para intervenir como actrices y rodar Sortie de l’Usine Lumière à Lyon (1895) no sólo tenían como objetivo llevar el sentido de realidad a la pantalla, sino que se trataba de un símbolo de transformación social. La democratización de la imagen se abría a una sociedad donde el individuo era invitado a participar, ya no bastaba con observar; el espectador era el centro de la mirada, era el espectador en escena. Estos son sólo dos ejemplos simbólicos que representan una tradición anclada en la jerarquía de miradas y actitudes y una nueva modernidad que se abre a nuevos modos de relación no solo artística sino social.

El espectador frente a la imagen en movimiento

Construir una obra implica la invención de un proceso para ser mostrado.

En ese proceso, toda imagen adquiere el valor de un acto.

Nicolas Bourriaud

 

El Surrealismo propuso modelos de interacción utilizando la imagen como elemento prioritario. Mediante un proceso mental basado en la percepción, el “espectador intelectual” (observador activo) interviene necesariamente para reconstruir la imagen que observa. A partir del método paranoico-crítico Salvador Dalí creó la imagen doble y múltiple a partir de imágenes simples que configuraban una escena-secuencia. Su yuxtaposición generaba un juego perceptivo que incluía al espectador como parte imprescindible para completar el proceso de recepción de la obra. La imagen se transforma y actúa en la mente del espectador y es él quien debe seleccionar visualmente la imagen que está registrando en su retina. Dalí perfeccionó la imagen múltiple en El enigma sin fin (1938) después de ponerla en práctica en obras precedentes como El gran masturbador (1929) y El hombre invisible (1929), pero no se conformó con la bidimensionalidad del lienzo y la llevó a las tres dimensiones en el Retrato de Mae West (1934-35), los decorados para la danza Café de Chinitas (1943) y el diseño para escenario de Mariana Pineda (1927) de García Lorca.

Germain Dulac y A. Artaud llevaron a cabo un proceso similar en la película La Coquille et le clergyman (1928). La imagen pura se imponía al argumento dramático para “proporcionar al espectador verdaderos precipitados de sueños […] en un plano no fingido e ilusorio, sino interior”[7]. La función de este “espectador intelectual” era la reconstrucción de la imagen mediante un proceso mental. Sin embargo, Dulac y Artaud difirieron en la concepción de la mirada del espectador. Dulac pretendía evocar en el espectador asociaciones emotivas mediante la imagen y su potencial narrativo, mientras que Artaud rechazaba la idea de sugerir emociones preexistentes y reclamaba la actuación del espectador como sujeto activo capaz de construir sentidos y significados.

Frente al interés de apelar al espectador mediante la construcción mental de la imagen destacan artistas que se interesaron por generar una vibración perceptiva, no tanto intelectual como sensitiva. El simultaneísmo que Sonia Delaunay plasmaba en su obra producía una interacción de luz y movimiento que armonizaba lo sensible con lo mental. Esta percepción simultánea basada en la yuxtaposición, no de imágenes sino de colores, producía el mismo dinamismo visual que Loïe Fuller con sus danzas vertiginosas. La luz eléctrica que proyectaba sobre sí misma en movimiento generaba una imagen cromática cuyo propósito era producir en el espectador nuevas sensaciones, pensamientos e impresiones que reactivaran su imaginación. Para Delaunay “el teatro del color debe componerse como un verso de Mallarmé, como una página de Joyce: yuxtaposición perfecta y pura, secuencias exactas, cada elemento repartido en su medida correcta con absoluto rigor. La belleza reside en el poder de sugestión que posibilita la participación del espectador”[8]. La versión cinematográfica de esta tendencia es la iniciada por José Val del Omar que tampoco cesó en sus intentos de expandir el cine a la creación de experiencias para el espectador. Mirar no es lo mismo que experimentar. Para experimentar hay que sentir y para sentir hay que observar, escuchar, oler y palpar. Con el concepto totalizador PLAT (Picto-Lumínica-Audio-Táctil) introdujo el sonido diafónico, el concepto de visión táctil y el desbordamiento apanorámico con el que la imagen sobrepasaba los límites de la pantalla. La materialidad de las imágenes construía un espacio donde los cuerpos sentían y se envolvían; se enfatiza la presencia del espectador y su experiencia emocional: “este cine ha de ser un espectáculo basado en la concentración de espectadores. Un cine que opere con la potencia y presión del grupo. Este cine, más que emocional es conmocional”[9].

El espectador consciente de sí

Para eliminar la pasividad del espectador burgués se recurrió también a la subversión del lenguaje y de la figura humana con la intención de fomentar un individuo consciente de sí y de su ser colectivo. En 1922 Kurt Schwitters compuso Die Ursonate, una sonata en cuatro partes compuesta de sonidos fonéticos que alteraban la lógica y la comprensión racional del lenguaje. El espectador-oyente no se reconoce en lo que le identifica como un ser racional (el lenguaje), ya que se ha sustituido por una composición sonora basada aparentemente en la ilógica. No se trataba de construir una experiencia estética sino de perturbar una tradición de escuchas y miradas. El espectador de Das Triadische Ballett (1922) se enfrentaba a la desaparición de la figura humana oculta bajo un traje que determinaba las formas y los movimientos del cuerpo. En su concepción del arte como ordenación de lo caótico Schlemmer trataba de encontrar un equilibrio entre las formas orgánicas del individuo, sus movimientos y las leyes matemáticas del espacio. Sin embargo, bajo la aparente abstracción de sus figurines subyace un enorme interés por la figura humana y prueba de ello es que no llegó a suprimirla como hicieron Gordon Graig o Picabia. Para Schlemmer el teatro era una “representación abstraída de la naturaleza que produce un efecto en los hombres”[10], y ese efecto estaría cercano a lo que apunta Rancière: “el poder común a los espectadores no reside en su calidad de miembros de un cuerpo colectivo o en alguna forma específica de interactividad, [sino que] es el poder que tiene cada uno de traducir a su manera lo que él o ella percibe[11]. Rancière nos habla del espectador individual que toma conciencia de sí, una reflexión opuesta al espectador en cuanto masa que defendía Brecht para renovar el teatro:

Es preciso transformar el teatro en su conjunto, no sólo el texto o el actor o incluso toda la puesta en escena: hay que incluir también al espectador, su actitud tiene que cambiar. A este cambio de la actitud del espectador corresponde la representación de las actitudes humanas en escena; la eliminación del material mímico a cambio de la relaciones. […] Del individuo aislado no se deriva ninguna relación; entran por ello en escena los grupos, en los cuales o frente a los cuales el individuo asume determinadas actitudes que el espectador estudia, el espectador en cuanto masa. […] Ya no es un mero consumidor, tiene que producir. Sin su colaboración activa, la representación se queda a medias. […] El espectador, incluido en el acontecimiento teatral, es teatralizado. Así, el espectáculo tiene lugar no tanto dentro de él como en él[12].

Para Brecht el espectador debe considerarse como individuo que forma parte de un grupo y como tal, su propuesta activa debe generar relaciones tomando conciencia de su ser colectivo. Como afirma Rancière, el espectador debe convertirse en agente de una práctica colectiva. Esto tendría lugar en lo que Bourriaud denomina intersticio social: un espacio para las relaciones humanas que sugiere posibilidades de intercambio y que es representado por la obra de arte.

Trabajar con la interacción

A mediados de siglo la redefinición del concepto “teatro” cancelaba la ilusión escénica e introducía la “escena real”. Provocar la interacción ya no era suficiente, se debía trabajar con y desde ella. Ya no se trataba de tener en cuenta al espectador sino que su colaboración comenzaba a ser parte de la propia obra, ya no había espectadores sino participantes o co-creadores. Para renovar la función del teatro era necesario modificar su manera de intervenir. A partir de entonces se impulsó el trabajo con lo real suprimiendo la ilusión escénica. Los actores, ya liberados del texto literario son ellos mismos en escena que, por otro lado, ya no es un espacio de representación sino una etapa más de la vida cotidiana. Se exploran espacios escénicos no convencionales donde la experiencia directa, lo cotidiano, el azar y la improvisación construyen una experiencia artística compartida. Julian Beck y Judith Malina, fundadores del Living Theater lo llevaron a cabo siguiendo las teorías de Artaud. El Teatro de la Vivencia planteaba y exigía una relación directa con el espectador. La “actuación” se entiende como “poner en acción”, por tanto, se desprecia la representación o la interpretación.

En las 9 Evenings (1966) organizadas por Robert Rauschenberg y Robert Klüver John Cage presentó su pieza Variations VII, parte de una serie iniciada en 1958 que investigaba la interacción entre sonido y movimiento utilizando sonidos transmitidos por teléfonos y manipulando el material sonoro con equipos eléctricos y electrónicos. El propósito era que los espectadores se desplazasen libremente por el espacio del Regiment Armory de Nueva York para experimentar diferentes percepciones y crear diferentes piezas en cada momento y en cada espacio interactuando con la luz, el movimiento y el sonido. La filosofía de lo espontáneo y cotidiano y los modelos experimentales y participativos sustituyen a la concepción racionalista de la modernidad y las relaciones humanas sometidas al autoritarismo. Aquí se gesta la obra de arte que Bourriaud define como arte relacional: “las obras ya no tienen como meta formar realidades imaginarias o utópicas, sino constituir modos de existencia o modelos de acción dentro de lo real ya existente”[13]. Por tanto, se atiende a las interacciones humanas, su contexto social y a la obra en proceso.

La danza postmoderna ejerció gran influencia en el terreno escultórico potenciando la dimensión corporal del espectador y su relación espacio-temporal con la obra. En el Minimalismo la presencia del espectador era indispensable para completar el sentido de la pieza y para activar la relación con el espacio. Los escultores minimalistas, entre ellos Robert Morris, potenciaron el carácter procesual de la obra mediante estructuras de repetición. El espectador completaba la obra con su presencia pero también debía reproducir visualmente las formas repetidas en el espacio. La obra no se cerraba sobre sí misma sino que se abría a un sistema exterior relacional: obra-ambiente-espectador. Según Morris “la conciencia de la escala es función de la comparación que se establece entre la constante, el tamaño del propio cuerpo y el objeto. El espacio comprendido entre el sujeto y el objeto queda implicado en esta comparación. Los objetos de gran tamaño incluyen mayor espacio en torno suyo que los de pequeño tamaño. […] Precisamente esta distancia entre sujeto y objeto es la que crea una situación de amplia extensión, en la que la participación física se hace necesaria”[14].

Esta relación imprescindible que se establecía entre obra y cuerpo fue lo que Michael Fried denominó como teatralidad. Poco a poco, el aspecto físico de la obra perdió interés en beneficio del proceso produciéndose la desmaterialización del objeto en acción. Una de las piezas que representa ese tránsito es Site, una acción llevada a cabo en 1964 por Robert Morris y Carolee Schneemann para reflexionar sobre el tiempo, el espacio y la relación del cuerpo con el objeto.

El happening, la performance y el body art fueron la consecuencia lógica del creciente interés por el cuerpo del artista. También fueron los campos más efectivos para crear espacios relacionales tanto en espacios cerrados como en el espacio público. Vito Acconci se interesó por establecer un espacio común compartido por el artista y el espectador de manera que éste se introdujera en el espacio físico del artista hasta que en 1974 optó por reducir la acción a la única intervención del espectador: Performance de mando (1974) consistía en presentar un espacio vacío, una silla y un monitor de vídeo que invitaba al público a crear su propia performance. Una intención similar tenía Dan Graham al combinar en una misma persona el papel del intérprete activo y el espectador pasivo. En Two Consciousness Projection(s) (1974) dos participantes debían describir la imagen que observaban; una mujer contemplaba su rostro proyectado en un monitor y un hombre miraba la acción de la mujer a través del objetivo de una cámara. Las personas que intervenían eran, por tanto, espectadores de su propia acción al tiempo que construían la performance.

La intervención en los espacios públicos es más propicia para el discurso social y político ya que su práctica subvierte lo cotidiano y altera, en cierto modo, el orden social. Bobby Baker reflejó ese carácter cotidiano en acciones como Daily Life o How to Shop llevando a cabo acciones propias de la rutina diaria y el ámbito doméstico. Ocaña, sin embargo, actúa en el espacio público con una clara intención política. La provocación de sus performances basadas en el travestismo y la tradición popular como instrumento crítico, estimularon reacciones sociales propicias para el cambio de mentalidad, como las primeras manifestaciones del orgullo-gay.

Sin embargo, ese interés por diluir los límites entre arte y vida para construir una conciencia crítica y activa llegó incluso a la radical supresión del individuo asistente. Zaj suprimió el privilegio de mirar anunciando una acción que ya era pasado. En Traslado a pie de tres objetos, primer acto Zaj (1964) Juan Hidalgo, Walter Marchetti y Ramón Barce trasladaron tres objetos “de forma compleja” por un itinerario concreto de Madrid sin previa convocatoria. Se informó del evento cuando la acción ya había sido realizada. En este caso no existe un espacio de interacción entre artista y espectador sino que se ha reducido a un registro documental: la invitación posterior y una fotografía de los tres intérpretes.

El espectador de hoy

Como hemos visto, los modos de provocar interacción con el espectador son múltiples y diversos. Actualmente la obra de arte que genera experiencias y vivencias pretende suscitar ciudadanos activos que actúen e interpreten de manera autónoma. Sin embargo, en ese espacio relacional que genera la experiencia artística continúa existiendo un individuo que hace o propone y otro que asiste, y es ahí donde cabe preguntarse en qué debe consistir la mirada y de qué manera se puede intervenir. El espectador de hoy es consciente de su poder activo y quizás por ello la provocación ya no es un medio efectivo para rescatar al individuo de su pasividad. El arte debe continuar en su intento de crear nuevos espacios de sociabilidad que generen relaciones y modos de encuentro, incitar al espectador a asumir el esfuerzo que requiere una actitud activa y comprometida. Solo entonces, cuando el espectador interiorice el acto de mirar como parte de un todo que incluye observar, analizar, seleccionar, comparar e interpretar alcanzará el estado emancipado al que ser refiere Rancière. Mientras tanto, como dice Valcárcel Medina, “se hará lo que se pueda”.

Bibliografía

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Notas

[1] SÁNCHEZ, J.A y PRIETO, Z. Teatro. Itinerarios por la colección, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2010, pp. 11-12.

[2] RANCIÈRE, J. El espectador emancipado, (trad. de Ariel Dilon), Castellón, Ellago, 2010, p. 10.

[3] ARTAUD, A. “El teatro de la crueldad. Primer manifiesto (1932)” en SÁNCHEZ, J. A. (ed.), La escena moderna. Manifiestos y textos sobre teatro de la época de las vanguardias, Madrid, Akal, 1999, p. 204.

[4] SCHWITTERS, K. “A todos los teatros del mundo (1919)” en SÁNCHEZ, J. A. (ed.), ob. cit., p. 159.

[5] Ibídem, p. 157.

[6] GONZÁLEZ GARCÍA, A., CALVO SERRALLER, F., MARCHÁN FIZ, S. Escritos de arte de vanguardia 1900/1945, [1999] Madrid, Istmo, 2009, p. 223.

[7] ARTAUD, A. “Le Théâtre de la cruauté” (1938) traducido por Enrique Alonso y Francisco Abelenda en ARTAUD, A., El teatro y su doble, EDHASA, Barcelona, 1978, p.104

[8] DELAUNAY, S. “The Color Danced” (1958). Artículo publicado en Aujourd’hui, N. 17, Mayo 1958, extraído de Arthur A. Cohen: The New Art of Color. The Writings of Robert and Sonia Delaunay. p.212.

[9] VAL DEL OMAR, J. Dilemma e potenza. Le tecniche di conquista di psico-fisiologiche ed il rispetto all’intimità dello spettatore. Congreso Internacional de Técnica Cinematográfica, Turín, septiembre de 1961.

[10] SÁNCHEZ, J. A. (ed.), ob. cit., p. 180.

[11] RANCIÈRE, J. Ob. cit., p. 22.

[12] BRECHT, B. “Cambio de función del teatro” (1931) en SÁNCHEZ, J. A. (ed.), ob. cit., p. 273.

[13] BOURRIAUD, N. Estética relacional, (trad. de Cecilia Beceyro y Sergio Delgado), Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2006, p. 12.

[14] MORRIS, R. “Notas sobre la escultura” (1966) Parte II, en MARCHÁN FIZ, S. Del arte objetual al arte de concepto [1972], Madrid, Akal, 2001, p.381.

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