El cuerpo subjetivo mantiene una potencialidad movilizadora que incrementa su eficacia en sociedades marcadas por la hipermediación y la teatralidad generalizada. La movilización puede producirse como acción, situación, recorrido o encuentro y contribuir desde la co-presencia a pensar nuevos modos de relación. En algunos casos, esa movilización puede llegar a resultar subversiva, y ello explica persistencia de la censura aún en el contexto de nuestras sociedades democráticas (una censura que tiende a ocultar el cuerpo de los actores aparentemente más débiles: el niño, el animal, el bufón, el individuo desnudo). Lo subversivo puede afectar a los valores, a las costumbres, a las ideas, pero sobre todo afecta a las formas de mirar. La transformación de la mirada es una de las estrategias privilegiadas por la práctica artística para intervenir en el debate sobre la cultura.
Liberados de las protecciones y de los límites que ofrece e impone la institución cultural que habitualmente los acoge, el teatro, la danza o el arte de acción se muestran como medios de hacer presente y activo el cuerpo subjetivo y, en cuanto tales, capaces de una movilización constante en busca de nuevos conceptos de relación y nuevas maneras de mirar. Contemplada desde esta potencialidad, la creación escénica adquiere una relevancia inédita en el contexto de la cultura contemporánea, porque no representa el cuerpo, sino que trabaja en el cuerpo y desde el cuerpo, y porque no representa el acuerdo, sino que exige una articulación espontánea o artificiosa de un grupo de personas en torno a una propuesta que acontece en el tiempo.
Lo escénico entra en el Museo no, como en otras ocasiones, por su coincidencia en la forma (en la abstracción o en el proceso) con las prácticas visuales contemporáneas, sino por su coincidencia en la necesidad de proponer nuevas lecturas de la historia, plantear discursos críticos (o alternativos) sobre la realidad e imaginar proyectos concretos de convivencia.
La situación es inversa a la que se planteó hace cien años, cuando numerosos artistas visuales quisieron entrar en los teatros en busca del espacio-tiempo en unos casos, del cuerpo humano en otros, pero sobre todo en busca de una comunicación con el público que los salones, las galerías o los museos de principios del XX no les garantizaban. El teatro funcionaba entonces aún como un espacio de discursividad privilegiado en la ciudad pre-mediática. No consiguieron entrar, salvo como escenógrafos disciplinados, pero su aportación en los márgenes de lo escénico resultó decisiva para la evolución del teatro y la danza modernos. Paradójicamente, un par de décadas más tarde, algunos museos empezarían a revelarse como un espacio adecuado para la presentación de las propuestas más radicales derivadas de ese diálogo.
En 1938 Xanti Schawinsky presentó en el MOMA de Nueva York su pieza Danza macabra. Lo hacía después de haber intentado en vano acceder a los circuitos de teatro profesional y tras su exilio forzoso de la Alemania nazi. Procedente de Bauhaus, Schawinsky encontró su espacio de trabajo en el Black Mountain College, la institución fundada en 1933 por John Andrew Rice y en la que encontraron eco las ideas del filósofo John Dewey, defensor de una concepción interdisciplinar de la práctica artística, pero también del borrado de los límites artificiales entre las prácticas estéticas y otras prácticas sociales. Para Schawinsky lo transdisciplinar era consustancial al discurso artístico de la modernidad y durante sus años en Black Mountain exploró las posibilidades de un teatro abstracto, que recogía no obstante la aportación del jazz y el legado de los espectáculos populares (el circo y el cabaret). El MOMA de Alfred Barr fue su lugar de llegada. Ello no implicó la apertura de un nuevo departamento de artes escénicas, que se sumara a los existentes de cine, arquitectura o diseño, pero sí el reconocimiento de que ciertas prácticas musicales y escénicas debían ser atendidas, expuestase incluso debatidas en el espacio del Museo.
La disolución del concepto de obra artística y, en paralelo, la crisis de la representación espectacular durante la década de los sesenta, permitió nuevos lugares de trabajo en común para artistas visuales y escénicos, que en aquellos años se encontraron en el marco de acciones, happenings, conciertos, eventos o veladas. Siguiendo la vía abierta por Merce Cunningham con sus Events (el primero en Viena, 1964), algunas de las coreógrafas del movimiento autodenominado “danza postmoderna” (a la que este año el MNCARS dedica un ciclo específico) desplazaron su obra del teatro a la calle, a la galería, a la sala del museo o a su entorno. Meredith Monk hizo que su pieza Juice(1969) ocurriera en torno al Guggenheim de Nueva York, en tanto Trisha Brown colgó a sus bailarines de la fachada del Whitney en su pieza Walking on the Wall (1971). Privada de la acotación espacial del teatro, las coreógrafas se vieron obligadas a negociar permanentemente la temporalidad, algo coherente con el borrado de los límites entre proceso y representación ya presente en sus planteamientos creativos.
Se podría entender que la introducción de una temporalidad expandida en las propuestas del mal llamado “teatro de imágenes” originado en la década siguiente es consecuencia de esa reflexión sobre los límites de cada medio y que en cierto modo artistas como Tadeusz Kantor, Robert Wilson, Robert Lepage o Jan Fabre convirtieron por su parte teatros en museos del tiempo. Las obras de todos ellos entraron en los museos en versiones expositivas o performáticas; sin embargo, la corporalidad irreductible en trabajos tan aparentemente estéticos como los de estos autores plantea resistencias asociadas a la posibilidad o imposibilidad de exponer la memoria, trabajar la comunicación preverbal, suspender la descreencia o sentir el flujo del sudor y de la sangre.
Los Museos han revisitado de diversas maneras esta tradición de la escena. Pero la efimeridad y la corporalidad de lo escénico exigen que la herencia no sea mantenida sólo mediante el rastreo y el comentario de las huellas, sino sobre todo en la confrontación directa con ellas por medio de la acción, de la traducción y la creación de nuevas situaciones de participación en el acto escénico. Al borrado de límites entre representación y proceso se suma ahora la dificultad de concebir eso que para Artaud era esencial en el teatro y que tanto condicionó el desarrollo del arte de acción en los sesenta: “la unicidad”. Y es que la efimeridad y la negociación permanente con los públicos ya no garantizan lo “único” en oposición a lo “repetido” (representado). En toda pieza hay algo único y algo repetido, tanto desde el punto de vista del creador como desde el punto de vista del público que participa en el evento. No sólo por la agilización de nuestra relación con la herencia gracias a la democratización creciente de los archivos (que se suman a los de memoria, cenestesia e imaginación propios del cuerpo), sino también porque el traslado de los procesos al espacio mismo de presentación produce esa combinación constante de repetición, variación e interrupción en la que ahora participa también el público.
La experiencia acumulada por los creadores escénicos en metodologías de creación colectiva, negociación de la temporalidad y diálogo transdisiciplinar puede resultar muy valiosa en un momento en que una vez más nos cuestionamos cómo se relaciona la práctica artística con la pedagógica o la política. Lo que un Centro de Arte ofrece a la creación escénica es la posibilidad de participar en esta reflexión y en este debate desde la acción y la propuesta. Y esto es lo que han hecho en los últimos años con metodologías distintas, por ejemplo, la Fundación Serralves, el Centro Pompidou, la Tate Modern, pero también centros de dimensión menor como Arteleku en San Sebatian o el FRAC de Metz.
El reto que se plantea es el mismo que se le plantea a los artistas visuales: cómo conseguir que el público se detenga, no que se acomode como en un teatro, ni que se pasee como en su visita a una exposición-espectáculo, sino que acepte la invitación al juego, a la suspensión temporal de los ritmos de la cotidianidad y pueda de ese modo ser partícipe de una experiencia, de un debate o de un proyecto. El espectador, en la concepción burguesa de lo escénico, compra el tiempo del otro para que el otro actúe y/o viva por él. Pero hay otro modelo de espectador no acomodado: aquel que contribuye con su trabajo (dinero + tiempo + presencia) a la generación de discurso. Lo que este no-espectador espera no es meramente recibir un producto acabado que satisfaga las expectativas de placer anunciadas en el precio de la entrada, sino también reconocer las premisas, los métodos, los procesos y las aperturas que han permitido o están permitiendo la generación de ese discurso. ¿Cómo compartir el proceso sin atentar contra el núcleo mágicoque permite la emoción o el asombro?
En contraste con el anacronismo tan habitual en las instituciones que tradicionalmente han asumido la promoción (pero también el aislamiento social y político) de las prácticas de teatralidad en la organización institucional de la cultura, el Museo, en tanto sea capaz de escenificar lo político sin espectacularizarlo, ofrecerá otros escenarios para que el cuerpo subjetivo desarrolle todo su potencial de investigación, de placer lúdico y de pensamiento. Se trata obviamente de espacios conceptuales que se pueden ubicar en cualquier lugar físico, incluida, por qué no, la vieja caja escénica, que en algún momento será también rescatada por alguna institución que priorice el discurso frente al “pasadismo”, la propaganda o las meras cifras y reinsertada en el circuito de los lugares en que pensamos y vivimos la contemporaneidad.
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