Casi nos habíamos olvidado de la belleza. La creíamos atrapada en las garras de la
publicidad y del diseño, convertida en algo que ya no podía despertar nuestro interés. O bien adherida a cuerpos más grandes que las personas que aparentemente los poseían y, por tanto, en cierto modo falsos. O bien oculta en los libros y en los museos celosamente custodiados por los historiadores del arte. Habíamos dejado de hablar de belleza, y el uso de esta palabra llegaba a ser extemporáneo. ¿Qué tiene que ver el arte actual con la belleza cuando son otros, mucho más importantes, los problemas que afectan a nuestras vidas y al ámbito de la comunicación? Sin embargo, en una oscura sala de teatro alternativo, ante cien personas y en un espacio delimitado por tres toscas paredes de ladrillo pintadas de negro, Carlos Marqueríe se empeñó en recuperarla. Hablaba de ella en unos textos cargados de obscenidades, palabras gruesas e imágenes escatológicas, que remitían a una experiencia privada, sin mayor interés aparente para la construcción o reconstrucción del territorio intersubjetivo. Y lo hacía por medio de unos actores no siempre bien formados en el arte de la declamación y que carecían absolutamente de pudor para exhibir unos cuerpos no siempre ajustados a las proporciones y formas canónicas. Marqueríe no sólo se empeñaba en hablar de la belleza (la del paisaje, la de la música, la que el amor inventa, la que la efímeramente nos devuelve la muerte), sino que conseguía sorprendentemente hacerla, si no visible, al
menos presente en aquel lugar. Diez años antes, de modo mucho más ingenuo, Marqueríe ideó un espacio intencionadamente bello para la escenificación de la tragedia de una mujer y de un pueblo.
Se trataba de una versión del texto de Heiner Müller Ribera despojada. Medea Material. Paisaje con Argonautas. Era la época en que se hablaba de la existencia de un “teatro contemporáneo” en España, y sus protagonistas, habiendo pasado por las escuelas de Hart, Grotowski, Lecoq o Barba, seguían ahora la estela de otros maestros, como Kantor o Müller, para afianzar su posición en la escena europea y proponer así sus propias lecturas de la realidad.
La que Marqueríe propuso del texto de Müller fue una lectura netamente pictórica.
Aquel comprimido drama era para él “un paisaje, donde lo humano se entremezcla y pierde con la memoria de las rocas y elementos inamovibles”, pero también “un retrato que se compone y descompone en un sinfín de retratos”. Lo que recuerdo de aquella pieza es un espacio de madera en dos alturas comunicadas por rampas y en su interior dos huecos llenos de arena y agua, un grupo de actores con trajes oscuros que agitaban banderas con aires militares, al son de la obertura del Tannhäuser entonada por ellos mismos, o extendían sábanas blancas disponiéndolas para empapar la sangre o acoger la muerte, y unas secuencias compuestas como partituras visuales y de acción, repetitivas, recurrentes, obsesivas en algún caso, reflejos de los mecanismos de la memoria que subyacían a la construcción dramatúrgica. En el centro de aquel paisaje, el retrato de Medea, víctima y verdugo, una mujer sola en el paisaje de la memoria, una mujer que recordaba el dolor de otra mujer cuya tierra había sido saqueada por los colonizadores, cuyo pueblo había sido masacrado por aquel a quien ella misma había ayudado y que, en recompensa a su sacrificio y su amor, la había convertido en su “puta” durante unos cuantos años.
El dolor y el odio de aquella mujer no podía ser amortiguado por la musicalidad del espacio, ni apagado por la plasticidad de la partitura, ni apaciguado por el rítmico sucederse de las acciones. Al cabo de diez años, Marqueríe fijó su atención en otra mujer. Se llamaba Lucrecia. La humillación que esta mujer sufrió no fue el engaño y el abandono del hombre al que se había entregado, sino una violación, una agresión que sufrió en privado, pero que públicamente provocó, además de su suicidio, la expulsión de los tarquinos y la fundación de la república de Roma. En este caso, el relato de la violación no fue confiado a una mujer, sino a un actor vestido con pantalones de cuero, gafas oscura y gorrito de lana de colores que unos segundos antes había asistido divertido a los bailes desenfrenados de dos actrices. Con un lenguaje escabroso y sin ocultar el placer que le producían las imágenes recuperadas, aquel actor enfrentaba al público a la crueldad de la historia poco antes de entregarse él mismo a una serie de acciones violentas y violaciones simuladas al ritmo de una música frenética.
Para entonces, Marqueríe había dejado de trabajar con La Tartana y había creado
una compañía propia, llamada Lucas Cranach. Ninguno de los actores que participaban en Lucrecia había participado en Medea. Ninguno de los elementos utilizados en Lucrecia habían sido utilizados en Medea. Ya no importaba que los actores entonaran conmovedoras melodías con trabajadas voces, porque lo que se esperaba de ellos es que utilizaran los micrófonos para que sus palabras llegaran, desprovistas de adornos poéticos, a un público ensordecido por la música. Tampoco tenían que seguir partituras rítmicas para componer poemas visuales con ayuda de elementos plásticos: simplemente tenían que exhibir su plasticidad y su atrevimiento tanto como su debilidad y su imperfección.
Medea se había apoderado de la escena y asumía como propia la causa de Lucrecia. A ninguna le valía ya el suicidio. Había que mostrar las heridas del cuerpo, tan profundas como las inflexiones de la historia. Había que denunciar la tiranía, la brutalidad y los excesos de deseo, pero había también que dejar de lado el sueño de la pureza, la inocencia, la cobardía. El nuevo lema: resistir. Entre tanto, o quizás por ello, Carlos Marqueríe seguía pintando. Los paisajes y los retratos habían sido sustituidos en el texto por cuadros narrativos y naturalezas muertas. Müller había muerto, y entre utilizar las poesía de un muerto y mantener viva su poesía con las palabras de quien lo recuerda, Marqueríe optó por lo segundo. La escena se plagó de voces surgidas de la melancolía y del deseo, de la reflexión y de la rabia, lo soez alternaba con lo tierno, lo escatológico abría las puertas de lo lírico.
Al tiempo que la poesía se desliterarizaba, la pintura se desmaterializaba, y las
imágenes escénicas generadas en otro tiempo por títeres y máscaras, arena y agua, madera y telas, eran producidas ahora con la sola ayuda de la luz y de la piel, anunciando la existencia de unos cuerpos que se resistían a ser puramente materia. ¿Acaso aquellos elementos utilizados diez años antes por Marqueríe no tenían ya la función de provocar en el espectador la imaginación del contacto con su piel y forzarle así a una percepción epidérmica? ¿Y aquellos dibujos sobre el suelo del escenario que Marqueríe había realizado para Elena Córdoba no eran como sutiles tatuajes que convertían las pesadas planchas de hormigón en superficies impregnadas de imaginación y memoria?
La pintura escénica de Marqueríe es como una caricia que en el momento menos
pensado se convierte en bofetada, o penetración. O a la inversa. Su caricia es como la del escarabajo que disiente junto a Lucrecia, ese escarabajo que aparecía multiplicado sobre el proscenio del espectáculo en forma de pequeños muñequitos de colores. Su apariencia inofensiva ocultaba una amenaza. Como un escarabajo, Carlos Marqueríe acarició los cuerpos desnudos de los actores tendidos boca arriba durante largos minutos de silencio después de concluir la escenificación de la violación de Lucrecia. Poco después, esos mismos actores, con los torsos desnudos, buscaban el contacto de su piel mediante el abrazo. Toda piel es hermosa para la piel. A veces también para la vista. Pero el que mira, o el que acaricia, puede a veces olvidar que la piel oculta tanto como muestra.
En El rey de los animales es idiota, la organicidad de los cuerpos que la piel disimula había sido enfatizada por Marqueríe mediante la exhibición de los genitales por parte de los actores. Tal exhibición afirmaba la voluntad de resistencia enunciada en los textos y servía de preámbulo para secuencias en que a cuatro patas loss cuerpos travestidos de piel se entregaban a juegos, forcejeos y diálogos corporales, no por su apariencia animal menos humanos, demasiado humanos.
La apuesta de Marqueríe por el cuerpo no rehúye ninguna dimensión: ama tanto la
piel como las aberturas, el rostro como el sexo. Su escritura y su pintura escénica son una proyección del cuerpo. Su imperfección es su belleza. ¿Qué belleza? Indudablemente no la que se busca en los museos, ni aquella que la naturaleza regala. La apreciación de esa belleza es casi un acto íntimo, y lo único que cabe hacer respecto a ella es relatarla, nunca intentar copiarla, reproducirla o emularla.
Hace unos años Antonin Artaud aseguró que el arte no debería perseguir la producción de la belleza, sino la producción de la emoción interesada. Pero ¿no estaría redefiniendo Artaud de esa manera el concepto mismo de belleza? Marqueríe parece entenderlo así. Por ello nos sitúa una y otra vez en el salón. No se trata de un salón dedicado a la exhibición de objetos artísticos. Ni tampoco de un salón burgués como el que los pintores de principios del veinte convirtieron en difuminadas impresiones. Es más parecido al salón de su casa. Es como si convirtiera la escena en el salón de su casa y desde allí propusiera a sus actores liberar sus fantasías y hablar de la realidad.
Liberar sus fantasías, para evitar caer en la mentira construida llamada realidad.
Hablar de la realidad, para que la imagen no contamine de ficción aquello que se sabe efectivo. La realidad y la fantasía se encuentran en la violencia, la enfermedad, el amor, la muerte y el deseo. El paisaje puede ser Roma o la Cólquide, Bosnia o Palestina. El paisaje puede ser también un camino por el que un hombre pasea con su hijo o el salón de una casa en Los Barros. La realidad, como la fantasía, omite esas distinciones. Por ello lo privado puede ser también un espacio político. Y en el roce de los cuerpos, la historia, la intimidad y la luz puede estallar el interés de una emoción, que algunos pueden percibir como belleza.
Hace diez años, el interés por compartir la emoción y propagar la belleza llevó a
Carlos Marqueríe a abrir con Juan Muñoz un pequeño teatro: Pradillo. Durante algún tiempo, aquel teatro fue el refugio de la creación escénica en España: allí encontraron acogida en los tiempos de sequía cultural (antes de que se advirtiera el proceso irreversible de desertización) los trabajos de Esteve Graset, Antonio Fernández Lera, Mónica Valenciano, Mal Pelo, La Ribot, Óskar Gómez, Olga Mesa, Rodrigo García, Elena Córdoba, Ana Buitrago… Marqueríe los acomodó en la escena de su pequeña sala como quien acomoda a un huésped, intuyendo tal vez ya el parentesco entre la sala y el salón. Y en esa intimidad los presentaba al público. Algunos de aquellos creadores consiguieron abandonar el desierto y ahora circulan por los principales teatros europeos, pero todos recuerdan con cariño y agradecimiento “la casa” de Carlos.
Cuando la aventura de Pradillo tocó a su fin, Marqueríe no resistió la tentación de
seguir concibiendo el teatro como su casa. Construyó entonces una virtual en la cual puede instalarse el trabajo de los otros. Esa casa virtual está construida de luz, una luz que se adapta a las necesidades de cada huésped y que incluso satisface sus deseos y potencia, su eficacia o su belleza. Y aunque Carlos Marqueríe haya decidido no dirigir más un teatro físico, Elena Córdoba, Rodrigo García, Antonio Fernández Lera, Nekane Santamaría, Carlos Fernández y tantos otros siguen, como él, representando en su teatro, que es también su casa.