Hace algún tiempo escuché hablar de Shaday Larios, una artista y pensadora mexicana que lleva un proyecto llamado Microscopía Teatro. Me estremecí solo de pensar en lo que cabía en el nombre de su proyecto, de imaginar cómo la idea de micro abría una posibilidad enorme para las prácticas escénicas. El teatro, que en nuestro registro habitual existe como un gran contenedor al que asistimos para generar el acto de contemplar y de convivir de otro modo, repentinamente, en la versión entendida y erigida por Shaday, me permitió desplazarme a otras modalidades de encarnar la idea de contemplación. Y esto, porque lo micro inmediatamente me hizo pensar en la necesidad de concentrar la mirada. El verbo enfocar apareció: un teatro en donde hay que provocar físicamente un enfoque particular de la realidad, en el que debemos enfocarnos nosotros mismos, pensé.
Así, desde ese entonces, imaginé que Microscopía implicaba una invitación a ponerse en una particular disposición corporal para observar a pequeña escala el todo. Y, con ello, una apertura para indagar todo con otra disposición que —sin duda— sería capaz de generar un estado particular de sutileza, de encuentros.
Su investigación teatral me inquietó aún más antes de llegar a enfrentarme físicamente con esta, al saber de su interés en Tadeusz Kantor (1915-1990), el artista polaco al que tanto le debe la escena contemporánea. Y claro que era evidente su filiación con Kantor, porque ya había leído que su proyecto tenía un énfasis en la búsqueda de la condición documental de los objetos, en las miniaturas y los juguetes. Para el autor polaco de cuya constelación sensible forma parte Shaday (y por supuesto, también Jomi, de quien hablaré más adelante y que es fundamental para este relato), el objeto jamás podía ser entendido como un elemento que sirve de ornamento para la escena, sino como un material con memoria, que ofrece ante quien llega a él las marcas de su trayectoria, los ecos de su uso, unos afectos particulares que ha acumulado.
El objeto, como lo entendió Kantor y como lo habilitan también en su práctica Jomi y Shaday, es un elemento para desarrollar un ejercicio íntimo de escucha, de puesta en valor del ánima de lo que caprichosamente consideramos inanimado y que también remueve desde ahí nuestra condición de seres que activan otras capas de la propia existencia.
Seguidamente, me enteré de que Shaday y su compañero, Jomi (de los Hermanos Oligor, colectivo español), habían comenzado su primer proyecto juntos: La Máquina de la Soledad. Un nombre de innumerables despliegues de sentido, lo que me hizo suponer algo adicional en relación a ellos: que guardan una relación también sutil y profunda con la palabra, en tanto objeto que abriga varias capas de memoria.
Al fin, después de 3 años de movimiento con este trabajo que recoge estos principios ya anotados antes, llegó esta Máquina poética a Ecuador, gracias a una gestión de Casa Mitómana, Invernadero Cultural, en Quito. Y en Guayaquil por una alianza entre la Universidad de las Artes y el Teatro Sánchez Aguilar.
Una serie de correspondencias de una pareja mexicana generadas a lo largo del año 1900, y adquiridas en un mercado de antigüedades por Jomi y Shaday, funciona como detonante de este proyecto escénico. Estos delicados objetos muestran tanto su fragilidad como su potencia y es esa doble condición la que los vuelve tan inolvidables. Es decir, por un lado revelan el paso del tiempo por su materialidad, mientras que por otro son capaces de mostrar una historia concreta de dos personas, pero también la historia de una ciudad, de una época, y unos códigos que abrazan formas concretas de comunicarse.
Estas cartas, conjuntamente con otros varios objetos relacionados con el universo del correo postal, de los viajes, de los encuentros y los desplazamientos, constituyen este proyecto escénico. Muchos de ellos han llegado por diversas fuentes a Jomi y Shaday, mientras que otros los han construido o re-construido; es decir, ellos han permitido —desde una labor artesanal— su arribo a este territorio. Los artistas operan los agenciamientos poéticos entre estos objetos, pero también actúan como testigos de su memoria y portavoces de la misma.
Desde la escena este ensamblaje fascina e invita a estar en un presente pleno que, curiosamente, así como activa la memoria, permite olvidar la construcción cultural de tiempo. No hay antes ni después mientras esta Máquina se enciende, todo es presente intensificado. Las cartas de 1900 hablan hoy. De hecho, parecen haber sido escritas para que el hoy se pueble de matices que estaban esperando ser revelados.
Los escribientes de esas cartas —Manuel y Elisa— se mueven con nosotros, los espectadores, enseñándonos otra vez el lenguaje de la intimidad. La lectura de estas cartas, hecha por Shaday y Jomi es una lectura del amor, de nuestras latentes capacidades de amar, de una particular forma desde la que podríamos intentar tocar los objetos, de modos posibles que pueden inventarse para hilvanarnos, para estar juntos…
Se trata —entonces— como decía en una descripción de La Máquina de la Soledad, de un homenaje al objeto carta, pero también de una obra sobre el reconocimiento de la espesura del instante presente, gracias a la observación y escucha de los objetos que lo articulan y arrastran su propia fuerza a través del tiempo. Asimismo, podría decirse que se trata de un montaje para aprender a hablar reconociendo que detrás de estas palabras hay varios vocabularios antiguos que laten y claman por ser develados. El vocabulario que Jomi y Shaday han des-cubierto a través de los objetos, porque seguramente es el que los constituye, es aquel de quienes aman y creen en otras correspondencias posibles con la vida.
La obra, entonces, también se vuelve un montaje sobre los dos artistas, Jomi y Shaday, quienes con nosotros, pero —además— con cada ciudad en la que esta vuelve a nacer (siempre hay marcas, historias, objetos recogidos de los lugares a los que llega esta Máquina, que se incorporan en ella), tejen su propia memoria en el discurrir de la pieza. Y nos invitan a ser parte de ella. Así, repentinamente, somos parte de su escritura, y de una escritura colectiva que, a la vez, provoca la aparición de una técnica de auto-re-escritura de quienes asistimos a este acto.
Hay que decir que uno —secretamente— en la activación de esta máquina va compartiendo sus objetos, incluso si no los lleva consigo físicamente, y comparte así la silenciosa pero carnosa soledad que estos han alimentado en sus tránsitos. Esta máquina es un artefacto para depositar las soledades y darles un hogar cálido y amable. Poco a poco, una complicidad va emergiendo de la mano de este dispositivo poético. Y una comunidad se configura en esta brevedad inmensa de la obra. «Pasan cosas extrañas entre las cartas y nosotros», se dice desde la escena en algún momento… Y ese nosotros nos incluye como espectadores. En esa bella extrañeza nos reconocemos y no queda más que celebrar el acontecimiento del que somos parte.