El teatro es un acto que permite volver a vivir sobre la escena. Eso es lo que encuentro en el bello trabajo Una tierra de felicidad. En un espacio vacío con apenas dos sillas, una pequeña mesa y una pantalla blanca de fondo, aparecen un hombre y una mujer que reconstruyen sólo a través de la palabra, su pasado y su futuro. Construyen el lugar que habitan, que siempre es subjetivo, desde el acto de decir. La tierra de la felicidad no se encuentra en los objetos concretos, sino más bien en los residuos espirituales que nos dejan las relaciones con esos objetos, habita en los infinitos cuerpos que se desprenden del cuerpo del que habla.
El trabajo propone, y lo logra con creces, hacer ver al espectador los infinitos cuerpos, gestos, miradas, que hay detrás de un cuerpo viejo. La ilusión se vuelve carne, casi tan verídica, que se puede tocar. Además de esa construcción de mundos desde la memoria, la directora Louisa Merino reflexiona sobre el trabajo de construcción de la memoria: en la gran pantalla de fondo aparece un grupo de personas, de todas las edades, en ejercicios casi asépticos, que preparan al cuerpo para el acto de recordar, son algo así como un fitness de la memoria. Y vemos arrobados como se cruza el ejercicio frío de la pantalla con el gesto vivo del viejo y de la mujer en la escena y ese cruce se convierte en una experiencia verdaderamente emocionante.
En escena existe sólo el devenir de una vida hacia la tierra prometida, se rehuye del discurso retorcido de políticos, filósofos, teólogos, intelectuales, etc., sólo aparece el gesto vivo de dos viejos que hablan sobre lo que fueron, lo que son y lo que serán. El trabajo parece gritar que ese lugar hacia el que todos vamos, se construye a diario, vive en el gesto mínimo, en unos ojos entornados, en una palabra apenas susurrada.
La propuesta de Louisa Merino descubre en el teatro la mirada antropológica que destapa la fuerza, la delicadeza, la esencia de la especie, el espacio en donde todos o casi todos habitamos.
Fuente: www.louisamerino.com