Cuando estoy en el escenario no siento que estoy haciendo un psicodrama privado, pero sí que hay algo mío que se está exponiendo del todo, más que en la vida diaria. Es mucho más que estar actuando: me da la impresión de que despliego un nivel expresivo que agota mis lugares más intrínsecos. En el escenario, en cada función, paso por todos los niveles de textura de mi ‘intrinsiquedad’ (…). Es decir, la actuación como una verdadera terapéutica (Eduardo Pavlovsky. La ética del cuerpo).

Observar en su evolución la obra de Eduardo Pavlovsky implica asistir a una trayectoria que estrecha cada vez más el lazo entre diversos saberes teatrales: la labor de escritura, la de actuación, y también alguna sospechable colaboración con los directores de sus piezas. Este proceso no se da, como podría pensarse, logrando una suerte de equilibrio entre los distintos roles creativos, sino por el progresivo agigantamiento de su potencia actoral, aprovechando el espesor de su presencia en escena, explotando la significatividad que adquieren las posiciones físicas para la definición de una sutil narrativa –sobre la que a veces se teoriza en la obra misma, como sucede en Potestad–, extrayendo el acontecer escénico y haciendo nacer la palabra, en definitiva, de un cuerpo y de una gestualidad que de por sí cuentan historias y que son, como dice el autor de Rojos globos rojos, su «propia escenografía».

Esta práctica de un teatro emanado –incluso en su componente dramático-verbal– de la dimensión física y presencial de la actuación se manifiesta también en la edición de algunas de sus piezas (en Teatro completo. Buenos Aires, Atuel, 6 vv.), que se han publicado en sus versiones escénicas, es decir, el texto modificado ya por el proceso de ensayo, o que, como ocurre con Potestad y Rojos globos rojos, son el resultado de la fiel transcripción de una función singular e incluyen el texto que realmente pronunciaron los actores, en buena parte improvisado. Pero más importante aún es lo que representa este modo de producción si se lo proyecta sobre ciertas tensiones que definen nuestra cultura. Como explica Óscar Cornago, la tradición occidental se caracteriza en buena medida por una aparente oposición, incluso exclusión, entre el cuerpo, la acción, lo más físico y concreto, por un lado, y la palabra, el pensamiento, las ideas, lo más abstracto, por otro. Ciertas prácticas artísticas y líneas de pensamiento de la Modernidad –de los últimos tiempos de la Modernidad, sobre todo– surgen de la necesidad de resolver esa tensión acercando ambos polos y reforzando la posición, en gran parte «deshonrada» u olvidada, del primero:

(…) Se siente la necesidad de volver a pensar el sentido a partir de la dimensión física y performativa del yo, de una subjetividad profunda, y no ya en un sentido abstracto, desmaterializado, sino real, el yo del cuerpo. Del cogito ergo sum de Descartes, fundador de la existencia sobre el pensamiento abstracto, (…) se pasaría al fingo ergo sum, del que habla Sloterdijk (…); en este arco de tensiones abierto entre soy porque pienso y soy porque represento —que podríamos llevar un paso adelante, anticipando la dimensión performativa de la cultura actual: soy porque actúo—, se juega la Modernidad, sus representaciones y la búsqueda del sentido (Cornago, 2007: s/p).

No muy lejos de esto se encuentra la afirmación de Pavlovsky que encabeza este escrito. Esa densidad emocional, ese ahondamiento en su subjetividad que experimenta Pavlovsky al exponerse sobre la escena, evidencia de alguna manera el intento de resolución del que venimos hablando: una idea de la existencia apegada a la dimensión corporal y concreta. Por eso también terminan por acercarse ciertas actividades que Pavlovsky desempeñaba en su juventud de un modo menos conexo. En la medida en que la actuación teatral le permite adentrarse en los fondos de la existencia, la práctica estética tiende a solaparse con la clínica; y en la medida en que el yo se manifiesta en su mayor profundidad sobre la escena –»soy porque actúo»–, el hecho artístico supone un compromiso con la verdad y constituye también una actividad ética. A la vez que se genera un pensamiento –y una palabra poética– ligado a la condición presencial del cuerpo, se aproximan esferas culturales divorciadas, se propone –no sin ejercer cierta violencia– un borramiento de los límites que nuestra cultura ha impuesto entre diversos dominios de la actividad humana: un acto de contraviolencia hacia una primera violencia.

Para reconstruir el itinerario vital y creativo que condujo a Eduardo Pavlovsky hacia esta concepción del hecho teatral, contamos con dos importantes medios de acceso. Por un lado, las declaraciones que hiciera el propio Pavlovsky en sucesivas conversaciones con Jorge Dubatti, conjunto de entrevistas recogidas en La ética del cuerpo. Por otro lado, los estudios preliminares que ha escrito Jorge Dubatti para cada uno de los tomos del Teatro completo de Pavlovsky (Dubatti, 2003 y 2005, sobre todo). En ellos, Dubatti recorre las diferentes etapas que ha atravesado la labor creativa del dramaturgo argentino e identifica en su obra cuatro configuraciones poéticas: (1) el teatro de la neovanguardia (Somos, La espera trágica, Un acto rápido, El robot, La cacería, Match), caracterizado por ser una continuación de principios fundamentales de las vanguardias históricas, por el cuestionamiento de la estructura del drama moderno, sobre todo en su versión realista, por la negativa a representar de modo más o menos directo la realidad histórico-social, por el cuestionamiento al sistema de valores de la burguesía; (2) el «teatro macropolítico de choque» (La mueca, El señor Galíndez, Telarañas, El señor Laforgue, pero anticipado ya en ciertos aspectos de La cacería), en el que se alternan procedimientos realistas y desrealizadores para referir de modo más evidente al contexto socio-histórico de la dictadura militar y para sostener una visión crítica ligada al socialismo; (3) el «teatro macropolítico metafórico» (Cámara lenta, Potestad, Pablo, Paso de dos, pero anticipado ya en Telarañas), donde la referencia y la crítica al contexto social y político se vuelven más oblicuas a través de procedimientos metafóricos que retoman su etapa neovanguardista, pero que anticipan también los modos de producción y la multiplicación de sentidos de la fase posterior; (4) el «teatro micropolítico de la resistencia» (Rojos globos rojos, Poroto, La muerte de Marguerite Duras, La Gran Marcha, Variaciones Meyerhold), que se caracteriza por un cuestionamiento y autoexamen de la concepción macropolítica, a la vez que surge el concepto de resistencia (contra el avance del neoliberalismo y de la globalización) como «reparación compensadora» de las experiencias de derrota y caída de las utopías y las certezas de la Modernidad (Dubatti, 2005: 5-11).

Durante los primeros sesenta, la creación del Grupo Experimental de Teatro Yenesí (1960-1971) propiciará la iniciación de Pavlovsky como dramaturgo –fue para esta agrupación que Pavlovsky escribió sus primeras piezas–, así como el comienzo de su formación actoral. Dentro de la trayectoria de Pavlovsky, esta etapa se encuentra fuertemente marcada por el descubrimiento de la neovanguardia teatral, tanto a través de sus lecturas como por la asistencia a representaciones de los nuevos dramaturgos europeos, que por entonces se estrenaban en Buenos Aires. Pavlovsky ha destacado en numerosas oportunidades la influencia que tuvo, para este momento de su carrera teatral, el primer contacto con la obra de Samuel Beckett, y no debe extrañar, en consecuencia, que piezas como La espera trágica o Somos resulten claramente de una reapropiación de las técnicas y procedimientos del absurdismo, en su faceta más existencial. Sin embargo, cuando hace referencia a su deuda respecto de esta corriente de creación y de pensamiento, Pavlovsky prefiere abandonar la difundida nominación de «teatro del absurdo», que quita a esas poéticas un poco de la injerencia que efectivamente tienen respecto de lo real, en tanto apertura a nuevos niveles de realidad, y prefiere llamarlo «teatro total»:

Personalmente entiendo el teatro de vanguardia como un teatro primordialmente de búsqueda. Es un teatro que dice ‘hacia’ y que intenta conectarnos con aspectos absolutamente ‘reales’ de nuestra personalidad. Es el teatro de nuestros cotidianos estados de ánimo. Aquél que nos libera de los grandes discursos y mensajes, es el teatro de nuestras eternas preguntas incontestables, el teatro de nuestra soledad, el que nos hace hablar en el idioma de nosotros, con nosotros, y no de nosotros, con los otros (…)» (en Dubatti, 2003: 11-12).

Los últimos años sesenta y los setenta implican en la obra y en la vida de Pavlovsky un momento de profunda politización, parejo a los procesos que atravesaba por aquellos años la Argentina y, en general, el mundo. La nueva inclinación hacia lo político se manifiesta en su obra teatral, en su actividad clínica, que ya se había orientado desde antes hacia el psicodrama de grupos, y –de modo más evidente– en su vinculación directa con el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), por el que Pavlovsky iría como candidato a diputado en las elecciones de 1973.

En relación con su labor psiquiátrica, esta es la época de su definitivo distanciamiento respecto de la ortodoxia de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), insinuado prácticamente desde el inicio de su profesión terapéutica a causa de su orientación hacia la clínica grupal. En 1971 se funda Plataforma: una organización de psicoanalistas de izquierda que intentaban saltarse la brecha que tradicionalmente había separado al psicoanálisis de cualquier indagación situada en el contexto histórico-social. Según ha declarado Pavlovsky en La ética del cuerpo, Plataforma se proponía la creación de nuevas subjetividades y de una ética anti-autoritaria que luego sería luego combatida por la dictadura: «la ética de Plataforma fue reemplazada durante la dictadura por una nueva ética: la del deseo como ética del mercado o del bienestar» (Pavlovsky, 2001: 42).

En el ámbito artístico, los setenta también trajeron consigo la legitimación de Pavlovsky en el campo teatral argentino y fuera de él: luego de su estreno en Buenos Aires en 1973, El señor Galíndez inició una extensa gira por el interior del país, para terminar, reconocida y aplaudida, en numerosos escenarios europeos y latinoamericanos. Más allá de los valores estéticos del espectáculo, y sin negarles ningún mérito a ellos, el éxito de la obra provenía en parte del coraje con que emprendía la denuncia de un contexto socio-político que se volvía cada vez más ominoso, y de la intuición con que anticipaba, incluso, el trágico recrudecimiento de la represión y la tortura con el advenimiento de la dictadura militar de 1976. Dueña de un particular desarrollo dramático que tiende a intensificar el realismo a lo largo de la representación, El señor Galíndez inaugura una serie de obras que tratan sobre los conflictos en tiempos de dictadura y sobre sus consecuencias en la sociedad argentina. Junto con El señor Laforgue, la obra se centra específicamente en el tema del torturador, pero examinado de un modo que trascienda la psicología individual del sujeto y se proyecte sobre los atributos de una sociedad que alberga «la complicidad civil», una sociedad sin la cual la tortura no podría existir «como institución»:

No denunciábamos primordialmente en la obra a los torturadores –víctimas y victimarios del Proceso. No hacíamos psicoanálisis de la personalidad de los torturadores. Denunciábamos una nueva monstruosidad social: la tortura como institución. La Institución como patología. Ese era nuestro gran objetivo stanislavskiano. La Institución como fábrica de producción de subjetividad donde la tortura, el rapto o el asesinato se interiorizan como normales, como obvios y cotidianos en los profesionales encargados de los grupos de tareas. Queríamos desplazar la patología individual al rango de patología institucional (en Dubatti, 1998: 15).

La sombra de la dictadura aparece una y otra vez en la obra que Pavlovsky dio a conocer luego de su retorno a la Argentina en 1981, una vuelta que bautizará, junto con Hernán Kesselman, con el nombre de «desexilio». (Recordemos que Pavlovsky debió exiliarse de la Argentina tras el estreno de la explosiva Telarañas en 1977 y emprendió un itinerario que lo llevó a Uruguay, a Brasil y, finalmente, a España). La violencia y la tortura se hacen presentes en Paso de dos (1990), e incluso en piezas breves como Imagen (1998), recogida luego entre los Textos balbuceantes. El secuestro de niños durante la dictadura, y su apropiación por parte de familias cómplices, es el tema de Potestad (1985). Pablo (1987) gira alrededor del problema del exilio, el «desexilio» y la conflictiva recuperación de la memoria. Pero estas obras no se acercan a sus temáticas dentro de una poética de corte más o menos realista, sino que forman parte de un proceso que conduce al último Pavlovsky, a lo que hemos llamado siguiendo a Dubatti «teatro micropolítico de la resistencia».

Los rasgos de esta concepción del hecho teatral, muy afín a los tiempos que corren en la Argentina tras la vuelta a la democracia, y muy ligada a desarrollos teóricos de pensadores contemporáneos como Deleuze y Guattari, pueden sintetizarse en cuatro notas: (1) la actuación es el motor del proceso creativo, el eje de producción alrededor del cual se despliega el producto, incluso en su componente verbal, que el actor-dramaturgo hace nacer de su trabajo de ensayo/improvisación o del trabajo del grupo; (2) el resultado de este proceso es la multiplicación del sentido, que surge como consecuencia de los modos de actuación que se ponen en juego y que, lógicamente, se manifiesta también en la fragmentariedad y la deriva del lenguaje poético; (3) el lazo que vincula la práctica estética con la sociedad no se delega más a la dimensión macropolítica –entendida como opción ideológica totalizadora que guía el desarrollo de un proyecto susceptible de ser llevado a cabo por un partido­– sino a lo micropolítico fundado en la idea de resistencia, es decir, a la acción atomizada de pequeños grupos o de individuos que construyen «territorialidades de subjetividad alternativa por fuera de lo macropolítico» (Dubatti, 2005: 14); (4) como resultado de lo anterior –pero también de la práctica del psicodrama de grupos, que se orienta en esta última etapa hacia la «multiplicación dramática», técnica paralela a la multiplicación del sentido de los lenguajes teatrales– los espacios de la política y de la clínica tienden a fundirse cada vez más –y en la medida de lo posible– con la práctica artística:

Mi propuesta actual es un socialismo con democracia, que pueda tener una fuerte militancia combativa y de denuncia y, al mismo tiempo, suficiente estructura de demora para la producción de nuevos discursos posibles. Un socialismo poético y alegre, que se vaya inventando a sí mismo en nuevas prácticas concretas, sin renegar de sus principios ni de su ética. Un socialismo apasionado que sea capaz de involucrar a las juventudes trabajadoras y universitarias. Un socialismo lúdico y creativo (Pavlovsky, 2001: 154).

Los modos de actuación involucrados en esta poética de la multiplicidad se distancian del naturalismo recurriendo a diferentes técnicas, como sucede en Rojos globos rojos con las del actor popular rioplatense. (Varias de estas escenas pueden verse en el film La nube, de Pino Solanas). Pavlovsky ha teorizado repetidas veces sobre su poética de la actuación y los procedimientos que la construyen, sobre eso que él llama «teatro de estados» y que consiste básicamente en no interpretar, sino experimentar el personaje. Se busca generar puros estados, puros momentos de intensidad más que explicaciones: pequeños acontecimientos que fragmentan el drama en «pequeñas unidades existenciales». Se intenta construir una «narrativa corporal» que no pasa por la interiorización stanislavskiana, sino que produce sentido a partir del lenguaje del cuerpo, más allá, o incluso paralelamente, a lo que dice la palabra: «Una cosa es decir ‘no’ con la palabra y otra (…) construir un ‘no’ con movimientos corporales y gestuales. Un ‘no’ inscripto en todo el cuerpo» (Pavlovsky, 2001: 215). Se trata en definitiva de un teatro que no persigue como fin el perfecto fingimiento del personaje, sino el ahondamiento en la verdad del actor y, en consecuencia, una práctica estética, pero también terapéutica, que nos acerca una concepción sobre la existencia desde la condición física y presencial de la escena:

A través de El teatro pobre comprendí, contra lo que se me señalaba en mis sesiones de análisis, que el modelo de actor es el hombre antiexhibicionista, el hombre que se ofrece en su máximo grado de desnudez, desprovisto de sus muecas y gestos impostados. El teatro como un lugar de exposición, no de exhibición, de desnudez frente a los propios estados emocionales (Pavlovsky, 2001: 73).

En La multiplicación dramática, el último de sus libros sobre psicoterapia de grupos, escrito junto a Hernán Kesselman, Pavlovsky explicita que el solapamiento entre las actividades clínica y estética corre en un doble sentido. Por un lado, emerge a veces un verdadero hecho estético cuando se utiliza la técnica psicodramática en la terapia de grupos. Por otro lado, algo muy parecido a esa técnica clínica ha sido utilizado por Pavlovsky durante el proceso creativo de obras como Rojos globos rojos, La muerte de Marguerite Duras y Variaciones Meyerhold. En el fondo de esta intersección se esconde una posición crítica y, en última instancia, una propuesta de intervención política, estética y curativa sobre una cultura basada en la cientificidad, en la especificidad y en la separación de teoría y técnica.

Bibliografía

Cornago, Óscar (2007): «Teatro de ideas / teatro de acción: el ensayo como paradigma teatral», en José Romera Castillo, ed. Análisis de espectáculos teatrales (2000-2006). Madrid, Visor (en prensa).

Dubatti, Jorge (1998): «Estudio preliminar» a Eduardo Pavlovsky. Teatro Completo II. Buenos Aires, Atuel, pp. 7-44.

— (2003): «Estudio preliminar» a Eduardo Pavlovsky. Teatro Completo I. 2da. ed. Buenos Aires, Atuel, pp. 7-44.

— (2005): ««Variaciones Meyerhold» y el teatro micropolítico de la resistencia». Estudio preliminar a Eduardo Pavlovsky. Teatro Completo V. Buenos Aires, Atuel, pp. 5-66.

Kesselman, Hernán y Eduardo Pavlovsky (2006): La multiplicación dramática. Nueva edición corregida y ampliada. Buenos Aires, Atuel.

Pavlovsky, Eduardo (2001): La ética del cuerpo. Nuevas conversaciones con Jorge Dubatti. Buenos Aires, Atuel.