Pensando en cómo contar Clean Room desde la posición de espectadora, me pregunto cómo escribir sobre una práctica escénica sin despedazarla, sin convertirla en un objeto, y cómo hacer que esa escritura apunte hacia un despliegue de imaginarios y conexiones inesperadas, que sea un movimiento capaz de sortear cualquier intento de cerrar el sentido del trabajo artístico.
La imagen de “un punto de media que se corre” de Barthes (1984, 81) invita a pensar en el texto como un espacio a recorrer, que no es posible atravesar, porque no hay un fondo, ni un fin, ni un objetivo al que llegar. Propongo entonces como primera posición, colocarse en el lugar de ese punto de la media que escapa de la trama, en ese agujero diminuto que inicia un camino propio.
Partiendo de ahí, el recorrido que sugiero en relación a Clean Room es un ejercicio de evocación, observación y asociación. La evocación pasa por el relato de algunos de los episodios de La Serie desde mi experiencia como espectadora. Serán narraciones parciales y fragmentarias y se refieren a episodios de la primera y la segunda temporada. Tienen el valor de recrear una experiencia estética particular y no configuran ningún tipo de sinopsis argumental detallada ni completa de este trabajo artístico. Pondré de manifiesto cómo algunos procedimientos que operan en Clean Room contribuyen a la mutación de la condición del público que, de audiencia, pasa a ser una comunidad efímera de personas que están juntas, e incluso, en un momento puntual de la segunda temporada, son capaces de pasar a la acción colectivamente. El interés por buscar posiciones desde donde contar que amplíen lo pensable y lo decible, es el motivo que anima a poner en relación La Serie con otros universos más o menos cercanos. Haré resonar en Clean Room ecos de batallas activistas en contra de la reificación, programas estéticos posanarquistas, tácticas situacionistas y saberes amerindios puestos en valor desde el perspectivismo antropológico.
De entre todas estas cosas juntas puestas a vibrar, quizás lo más ajeno a la teoría escénica está en la búsqueda de coincidencias entre la vivencia como espectadora de Clean Room y las propuestas posanarquistas de Lamborn Wilson (Bey 2014, 53) que, en la década de los noventa, bajo el seudónimo de Hakim Bey, planteó el establecimiento de Zonas Temporalmente Autónomas, como espacios de auto organización al margen de cualquier forma de control. Estas zonas serían el resultado de “una operación guerrillera que libera un área —de tierra, de tiempo, de imaginación— y se auto disuelve para reconstruirse en cualquier otro lugar o tiempo” (Bey 2014, 93).
En este artículo sostengo que Clean Room comparte objetivos y procedimientos con las TAZ. Es cierto que su origen es radicalmente distinto. La liberación de zonas temporalmente autónomas como praxis posanarquista, implica la existencia previa de una agrupación de personas que comparten la intención de esquivar el control social. Este es el motivo por el cual Bey rastrea una arqueología de estas prácticas en la forma de relacionarse de los corsarios y piratas en el siglo XVIII que, en paralelo a las rutas de comercio, tejieron una primitiva red de escondites en islas y lugares difícilmente accesibles que funcionaban como guaridas para proteger sus negocios prohibidos. Según Bey, además de esconder el botín, “algunas de estas islas mantenían comunidades intencionales, completas mini sociedades que vivían conscientemente fuera de la ley y mostraban determinación a mantenerse así, aunque fuera sólo por una corta —pero alegre— existencia” (Bey 2014, 87).
Bey se fija en estos modos de relación como predecesores de las TAZ porque tienen el mismo propósito de eludir el control del Estado y de las autoridades. Decir de Clean Room que es una comunidad que comparte la intención de rechazar el control social, o que sostiene una red dedicada a transacciones ilícitas, sería hacer una afirmación falsa. No son esas las coincidencias que traigo aquí. Pero algunas, hay. Haciendo un movimiento zoom out propongo acercarnos a algunas coordenadas de La Serie para volver a esta cuestión más adelante.
Desaparición y desborde
Clean Room es una trilogía escénica que se estructura a partir del formato de las series de televisión en tres temporadas. La primera temporada se estrenó en 2012 en el festival Tanz im August en Berlín (2012), la segunda en el festival Latitudes Contemporaines en Lille (2014), y la tercera en el espacio Tanzfabrik de Berlín (2016). En cada temporada como audiencia somos convocados para asistir a seis episodios que ocurren a lo largo de una semana, a razón de dos episodios por día.
La exigencia de acudir a esta cita múltiple es una provocación al ritmo que impone la ciudad en la vida de las personas y supone un esfuerzo considerable porque se pide a los espectadores que se comprometan a asistir a la temporada completa.
Este compromiso es necesario para poder llevar a la práctica uno de los intereses de Juan Domínguez que es encontrar la manera de trabajar en continuidad con los espectadores y que sea el público quien “hace” la obra. En el primer episodio de la primera temporada dos procedimientos desplazan la relación entre quien hace y quien mira, quiebran las expectativas de la audiencia y consiguen instalar un territorio de posiciones móviles que se mantendrá durante toda La Serie.
Estos procedimientos son hacer desaparecer a los intérpretes del centro de la mirada del público y deslocalizar la escena del espacio teatral. Como apunta Cornago (2015, 253) refiriéndose a Clean Room, “las fronteras entre mirar y ser mirado, hacer y no hacer están continuamente moviéndose”. Los efectos de este movimiento apelan también a la relación entre creador y público, permiten que como espectadoras nos apropiemos de las situaciones que se presentan, y que seamos, individual y colectivamente, quienes las habitemos.
Es una tarde cualquiera de noviembre, esperamos para entrar en la sala y cuando llega la hora, nadie da paso al teatro. En su lugar la persona que ha programado la obra coge un micrófono y cuenta el día a día de su trabajo, haciendo un breve recorrido sobre sus posibilidades y sus limitaciones a la hora de trabajar con artistas. La mayoría de los espectadores somos del entorno de las artes escénicas y en los primeros minutos reina cierta confusión. Flotan preguntas en el aire ¿por qué no entramos?, ¿ha pasado algo?
Somos un grupo de 70 personas y no es fácil prestar atención, pero poco a poco el silencio y la escucha se abren paso. Parece que la cosa va de ponernos en situación y contarnos todo lo que hay alrededor de esta serie coreográfica, de donde viene el interés por el trabajo de Juan y porqué, qué sentido tiene que esté programado en ese espacio y cómo es la relación del centro con los creadores. Llevamos entre diez y quince minutos de retraso respecto al horario de inicio previsto. El micrófono lo tiene ahora un creador escénico en residencia que nos explica cómo avanza su proceso de trabajo. Lo que cuenta es interesante para todas, pero se está haciendo extraño seguir ahí, amontonados en la puerta de la sala. Después de aproximadamente media hora de intervenciones más o menos casuales, una mujer entre el público se arranca a cantar un aria de ópera. No hay duda que la función comenzó cuando la primera persona empezó a hablar y que todo lo que ha ocurrido y todo lo que va a suceder forma parte de la pieza.
Clean Room consigue desplazar la expectativa y poner el foco de atención fuera de la sala. En el momento en que se descubre el juego hay una reacción placentera y lúdica. De manera individual, como espectadores, pero también de forma colectiva, como público, se habita un espacio distinto. Se abre un espacio de incertidumbre, un tiempo propicio al recreo. Y es en ese vagar errante de las miradas entre nosotras, cuando como público nos descubrimos mirando mirar. El ritmo de las acciones no deja hueco a la reflexión y siguen sucediendo cosas estrafalarias y graciosas. Hay intérpretes infiltrados en el hall del teatro o quizás son personas anónimas con habilidades desconocidas. No sabemos. El guardia de seguridad, que permanecía impertérrito en la puerta de entrada, se abre hueco hasta el centro del grupo y se marca un baile tipo Michael Jackson entre las risas del personal. Se suceden intervenciones que mantienen la curiosidad y la atención. La sensación es la de estar en un espacio de relación que consiste en mirarnos mirar. El episodio termina cuando Juan Domínguez sale de dentro de la sala de este teatro que nunca abrió sus puertas y nos comunica sonriente que el primer episodio de la serie ha terminado.
Clean Room comienza así, poniendo cuerpo y dando voz a personas que hacen posible la exhibición de un trabajo artístico en un espacio cultural y también a un artista que con su trabajo genera contenido en una institución. Esta acción tiene el valor de mostrar un fragmento de la compleja red de relaciones, situaciones y contextos en los que se inscribe el trabajo de creación, pero inmediatamente después dirige la atención a lo que son capaces de hacer personas anónimas que están a nuestro lado y que aparentemente son parte de la audiencia. Esta tensión entre la expectativa y la sorpresa, entre la realidad y la ficción son dos vectores más que junto a la posición móvil de quien hace y quien mira, son constantes en Clean Room. Como en el movimiento inicial de una sinfonía clásica, el primer episodio transmite un cierto timbre y un brío revoltoso propio, que con diferentes variaciones se sostiene durante toda La Serie.
Siguiendo con los desplazamientos, varias estrategias descentralizan la teatralidad para instalarla en múltiples espacios. La escena tiene lugar fuera del teatro y hay una mezcla entre realidad y ficción con esos intérpretes infiltrados que atraen nuestra atención como público. El tiempo se dilata por la incertidumbre y la ausencia de un hilo narrativo. La acción principal es mirarnos mirar. La suma de estos procedimientos tiene el valor de organizar la mirada y visibilizar al público como agrupación, como colectivo.
En este sentido, romper con el formato de exhibición a través de la serialización favorece la emergencia de una comunidad efímera. Permite, como señala Juan Domínguez, “construir contextos de trabajo que generan relaciones más intensas y duraderas a través de la continuidad”[1].
Inevitablemente en este tiempo más prolongado aparecen afinidades entre la audiencia. Normalmente sólo coincidiríamos en una ocasión, sin embargo, hemos aceptado expandir nuestro tiempo compartido y eso permite que germine un incipiente sentimiento de pertenencia. Como público dejamos de ser un grupo anónimo desconocido y nos transformamos en un grupo de personas concretas que estamos interactuando entre nosotras y a la vez con la pieza.
La insistencia en este formato prolongado en el tiempo responde también a otro interés concreto de Juan Domínguez, cambiar la relación entre el creador y el público:
Cambiar la relación con el espectador, la implicación de este, acceder al efecto y a la repercusión que el propio trabajo tiene en el espectador, implicarme en la realidad de esos efectos, en las esferas de quienes finalmente los experimentan, y dejar de relacionarme únicamente con la esfera del que decide qué es lo adecuado para el espectador (Cornago 2013, 106).
Lo que sugiere el creador es extender las formas en las que se relaciona con el público, ampliando la mediación que hacen los centros culturales en su labor de canalizar los intereses del público. Esta construcción de imaginarios que den respuesta a los supuestos intereses del público por parte de las instituciones culturales, es una articulación concreta de lo que Berardi describe como uno de los procesos más extendidos en nuestros días, “la subordinación de la imaginación al imaginario de los medios dominantes”, y para escapar de esta situación propone dos acciones que pueden desactivar la sujección, por un lado, una labor crítica a los contenidos de los medios dominantes; y por otro, que es lo que nos interesa aquí en relación a Clean Room, un trabajo de invención que nos permita captar y comprender aspectos de la realidad fuera de los circuitos establecidos. En el contexto activista esto se enuncia como una batalla en pro de la emancipación.
La elaboración de estrategias de emancipación mediático-activistas no debe, por tanto, limitarse a denunciar las mentiras del poder, ni a criticar los contenidos ideológicos que los medios dominantes ponen en circulación.
Tiene que convertirse en un proceso de desactivación de los dispositivos reificantes, debe convertirse en un verdadero proceso de desintoxicación, de programación de la actividad cognitiva e imaginativa (Duarte 2011, 14).
El teatro es un medio periférico, incluso el mainstream, pero asiduamente reproduce experiencias y hábitos de nuestra relación con los medios dominantes. En el caso de Clean Room el desbordamiento respecto a la costumbre, como el que provoca el particular formato de exhibición prolongado en el tiempo, ejerce una labor crítica, al poner en cuestión los estrechos márgenes del sistema de producción.
No es casualidad que el proyecto comenzara en una residencia artística en Les Laboratoires d’Aubervilliers, un centro de experimentación artística a las afueras de París, que se define como un espacio “que pretende reunir las condiciones necesarias para la investigación de los proyectos que no encajan en los sistemas de producción artística y cultural preexistentes” [2].
Los sistemas de producción cultural, como contexto donde se crea y se comparte la creación artística, articulan modos de hacer y modos de decir de la pluralidad de agentes implicados en la creación. La limitación de recursos restringe la posibilidad de colaboraciones y tiempos de investigación prolongados; las relaciones entre creadores e instituciones culturales en muchas ocasiones no pueden ir más allá del intercambio de piezas por honorarios, y difícilmente hay capacidad para favorecer otros tipos de relación entre el creador y la audiencia, más allá de encuentros fugaces. Las condiciones que imponen los modos de producción no impidieron, sin embargo, que el proceso de trabajo de Clean Room fuera abierto, fragmentario y expandido en el tiempo. Las coreógrafas María Jerez, Alice Chauchat y Arantxa Martínez colaboraron de forma estable en el desarrollo de esta serie coreográfica, pero además muchas otras personas han participado en la creación desde diferentes ámbitos e intereses[3].
Los intentos de Clean Room por sortear las limitaciones que impone el sistema de producción y la determinación en promover un cambio en las relaciones entre el creador y público se pueden interpretar como articulaciones concretas de la idea de Berardi de “desactivar los dispositivos reificantes” que operan en el sistema artístico y cultural vigente.
La transformación de la relación entre creador y público es un objetivo claro que aparece en el primer episodio de la serie, pero que se amplía y se desarrolla durante toda la trilogía. Las estrategias para promover esta transformación pasan por el diseño de situaciones que a modo de dispositivos invitan a los espectadores a convertirse en coautores de la pieza, generando contenido, comunidad y también, colocando en el espectador la responsabilidad de crear el sentido de la experiencia. Nuestra mirada como público no tiene ya un escenario al que atender, se encuentra con una situación que experimentar, lo suficientemente abierta como para que no sea posible predecir hacia donde nos llevará.
Reconectar la poesía al cuerpo
Poner el foco en la vida cotidiana y en la construcción de situaciones fueron proposiciones de la Internacional Situacionista, muchas de cuyas consignas recoge Raoul Vaneigem en 1967 en la publicación de La revolución de la vida cotidiana. El objetivo del movimiento situacionista era señalar la vida diaria como territorio posible de emancipación del sistema autoritario capitalista y proponer acciones que desmontaran los roles estereotipados. Sin ir tan lejos como para identificar los objetivos situacionistas con la propuesta escénica de Clean Room, lo cierto es que el interés por lo cotidiano puede rastrearse en muchas propuestas artísticas de la segunda mitad del siglo veinte, intensificándose sobre todo a mediados de la década de los noventa. El foco en lo cotidiano como señala Johnstone (2008, 4) se puede interpretar desde multitud de puntos de vista, algunos de ellos, como dar valor a la simplicidad y a la capacidad de desvelar lo inesperado de nuestro entorno, conviven con otros que miran hacia el potencial transformador del día a día y su potencia para visibilizar lo silenciado por las ideologías y discursos dominantes. Estos acercamientos diversos a lo común del día a día, llevarían implícita, según Johnstone, (2008, 6) “la noción de que un regreso a lo cotidiano acerca las esferas del arte y de la vida” y esta reconciliación arte-vida tendría el valor de “hackear lo que parece ser el destino del arte: no ser más que una esfera autónoma y reducida de producción y consumo”.
Antes de la creación de la segunda temporada Juan Domínguez se dedicó a leer sobre “el espacio urbano, el doméstico y el caminar, (…) sobre las vanguardias, el situacionismo, la manera de plantear la colaboración y sobre qué es comunidad” (Domínguez, Munilla y Cornago 2017, 229). Estas lecturas contribuyeron a situar el tipo de problemas que La Serie está interesada en plantear y documentar su posición en relación a otras corrientes y artistas que han estado y están trabajando con el público.
En el primer episodio de la segunda temporada de Clean Room, Juan Domínguez y María Jerez proponen al público un paseo por una zona periférica de la ciudad. Lo esencial no es exactamente por donde se pasea, aunque los barrios que se eligen en las ciudades donde se presenta la obra, comparten una cierta marginalidad, están fuera del centro y también alejados de las atracciones turísticas; lo importante de la experiencia del paseo, en resonancia con las derivas situacionistas, es despertar un tipo de percepción atenta a los detalles, que ofrece sobre la ciudad una mirada emocionante y lúdica.
Clean Room sin llegar a proponer un deambular psicogeográfico colectivo comparte con los situacionistas colocarnos en esa posición inicial de extrañamiento indeterminado. Debord[4] explica que la deriva ocurre cuando una persona o un grupo “renuncia durante un tiempo más o menos largo a las motivaciones normales para desplazarse o actuar en sus relaciones, trabajos y entretenimientos” y se deja llevar por la propia materialidad de los espacios que recorre.
La propuesta en este episodio consiste en un paseo guiado, en silencio y en grupo. Una mirada atenta encontrará las cicatrices del tiempo en la ciudad. Y es precisamente porque no caminamos así cada día, porque estamos recorriendo el espacio desde una posición distinta, de otro modo, con otro ritmo, habitando una mirada ajena que, si prestamos un poco de atención, podemos reconocer lo que habitualmente no somos capaces de ver en los barrios que habitamos, las muchas contradicciones y las huellas del paso del tiempo visibles en los espacios que compartimos. El privilegio de ocupar esta posición ligeramente desplazada, despegada de nuestro hábitat, extrañada y atenta, abre paso al placer de deambular sin un hacia donde y sin un por qué, sin utilidad y sin objetivo.
Aquella casita vieja que permanece en pie entre dos bloques de apartamentos nuevos, como una muestra de quijotesca resistencia al avance del ladrillo, ese parque a medio descuidar con un leve toque decadente, transitado por ultramodernos carritos de bebé. Coches, bicicletas y peatones disputando el espacio, una cancha de baloncesto ocupada por grupos de jóvenes empujándose y haciendo bromas. Este paseo en silencio compone una colección de fragmentos de vida inasible. Conviven el reconocimiento y la extrañeza ¿qué hacemos mirando la vida pasar?
Este episodio activa un tipo de energía deseante que modifica nuestra relación con el entorno y con el resto de espectadores, copartícipes de las situaciones propuestas. Entendiendo aquí como deseo, según define Guattari, a “todas las formas de voluntad de vivir, de crear, de amar; a la voluntad de inventar otra sociedad, otra percepción del mundo, otros sistemas de valores” (Guattari y Rolknik 2006, 255).
La intención de activar este tipo de energía deseante es también el objetivo del Inmediatismo (Bey 2014, 183), una invención de Bey, que en 1987 publica los Comunicados de la Asociación de la anarquía ontológica. En ellos reflexiona sobre cómo superar las bases epistemológicas del anarquismo clásico para proponer el paso de la teoría política posanarquista a las praxis concretas. “No tenemos tiempo para una teoría que se limite simplemente a la contemplación (…) La penetración de lo maravilloso en la vida cotidiana —la creación de situaciones— pertenece al principio material corporal y a la imaginación, y al tejido vivo del presente” (Bey 2014, 173).
El Inmediatismo como programa estético posanarquista apela a lo que ocurre con la menor mediación posible, siendo conscientes de que toda experiencia está mediada por el pensamiento, la percepción y el lenguaje. Bey reconoce que el arte es una mediación adicional de la experiencia y que “el verdadero arte es el juego porque es una de las experiencias más inmediatas” (Bey 2014, 180) y coloca en el mismo nivel aquellas experiencias que ponen en contacto a los cuerpos en movimiento sobre todo cuando implican una relación sensorial a través del tacto, el gusto y el olfato.
Esta idea de minimizar la mediación está presente en la creación de Clean Room y Juan Domínguez la reconoce como una de las razones que empuja a la desaparición del performer. Después de trabajar en el episodio piloto de La Serie con Cuqui Jerez y María Jerez
decidimos que el filtro del performer tenía que desaparecer, teníamos que intentar trabajar directamente con el público, para que no hubiera ese acto de descodificar y volver a codificar, queríamos evitar la mediación en el proceso cognitivo (Domínguez, Munilla y Cornago 2017, 229).
Bey habla de todo un “espectro de formas sociales” que puede adoptar el Inmediatismo. No existe un catálogo de acciones que se pueda organizar bajo la categoría de prácticas inmediatistas, lo que comparten es una intención de liberar tiempo para la diversión “cuanto mayor sea la porción de mi vida que pueda quedar al margen del ciclo Trabaja/Consume/Muere y (de)vuelva a la economía del encuentro, mayores serán mis oportunidades de placer” (Bey 2014, 175).
Esta insistencia en el valor de lo lúdico del estar juntos es algo que también le interesa a Juan Domínguez:
¿Para qué he convocado a la gente a mis obras? (…) para reflexionar juntos, para soñar juntos, para gozar juntos, imaginar juntos, organizar juntos, aprender juntos, viajar juntos, para desear juntos, para cambiar la percepción, (…) para compartir el tiempo presente, para tomar distancia crítica, para involucrarnos, para escucharnos, para hacer posible lo imposible, para generar una alternativa, para desaparecer, para incitar, para provocar, para perdernos, para encontrarnos, para pasar el relevo (Domínguez y Pérez Royo 2017, 267).
Desde mi punto de vista Clean Room comparte los objetivos que se marca el Inmediatismo como práctica posanarquista, especialmente en uno de sus propósitos más radicales, “reconectar la poesía al cuerpo a cualquier precio” (Bey 2014, 75).
Bailes inverosímiles en cajeros automáticos nocturnos. Despliegues pirotécnicos ilegales. Land art, obras terrestres como extraños artefactos alienígenas desperdigados por los Parques Naturales. Allana moradas pero en vez de robar, deja objetos Poético-Terroristas. Secuestra a alguien y hazle feliz. Elige a alguien al azar y convéncele de ser el heredero de una inmensa, inútil y asombrosa fortuna, digamos 5000 hectáreas de Antártida, o un viejo elefante de circo, o un orfanato en Bombay, o una colección de manuscritos alquímicos. Al final terminará por darse cuenta de que por unos momentos ha creído en algo extraordinario, y se verá quizás conducido a buscar como resultado una forma más intensa de existencia (Bey 2014, 51).
Leída como un artefacto poético-terrorista Clean Room crea un territorio-tiempo, el presente, como espacio de empoderamiento festivo y de auto-organización. Tiene la potencia de liberar el cotidiano de su ritmo maquínico, abriendo espacios mediados por el juego en la relación con el entorno y en el ámbito de los intercambios sociales.
Todas las teorías heterogéneas agrupadas bajo el paraguas del posanarquismo comparten la reflexión sobre qué es la libertad y cuáles son sus límites individuales y colectivos. Juan Domínguez se refiere a esta cuestión de la libertad en relación al trabajo de los creadores, sometidos a la presión de resultados concretos: “creo que ya no hay suficiente espacio/tiempo para la digresión, la pérdida, el fallo… No hay más romanticismo, ni sueños, no hay libertad suficiente” (Domínguez y Pérez Royo 2017, 22).
Este diagnóstico de libertad insuficiente que hace Juan, es idéntico en el pensamiento de Bey; en este sentido la práctica del Inmediatismo, y como propongo en este artículo, la experiencia como espectadora copartícipe en la serie coreográfica Clean Room, contribuye a ensanchar los límites de la libertad, haciendo habitables, que no necesariamente visibles, zonas temporalmente autónomas.
La idea de zona temporalmente autónoma (TAZ) está en el ambiente de las culturas hacker, ciberpunk, technorave y también en el movimiento indie. Las zonas temporalmente autónomas son una “forma de sublevación guerrillera” y no tienen la intención de establecerse ni prolongarse en el tiempo.
Los objetivos de las TAZ son liberar áreas de tiempo, de espacio, de imaginación. Su novedad como praxis política es centrar la acción en la vida cotidiana. En opinión de Bey las comunas de los sesenta intentaron sortear los efectos de la desespacialización posindustrial, como la falta de hogar o la despersonalización de la arquitectura, pero fracasaron. Sin embargo, apuntaron un matiz político de verdadera importancia: enfocar la revolución en la vida cotidiana, en el aquí y el ahora.
Bey cristaliza en la idea de las TAZ una posible evolución de los modos de funcionamiento de las utopías piratas y también de las sociedades secretas chinas, que desde el siglo XVI proporcionaron un manto de invisibilidad a las acciones de sus miembros, ya fueran estas delictivas o no. Fuera de proteger el comercio ilegal, estas sociedades secretas han amparado a disidentes políticos o a un determinado gremio profesional, y en nuestros días siguen funcionando también fuera de China como redes de servicio a los inmigrantes.
Las semejanzas de las TAZ con estos tipos de sociedades secretas son la oposición a la autoridad, la clandestinidad y la defensa mutua. Pero su característica más importante es que se definen “en la acción” (Bey 2014, 90). En eso coinciden con la forma en que la audiencia habita las situaciones que propone La Serie.
En Clean Room es el coreógrafo Juan Domínguez y las personas con las que trabaja en cada temporada quienes diseñan las situaciones que los espectadores, convertidos en miembros de una comunidad efímera, activan. En este sentido, igual que en las TAZ, Clean Room se define en la acción. Y lo mismo que en las sociedades clandestinas, infiltrarse en lo cotidiano y mantener el secreto forman parte del juego.
Rancière (2002, 16) cuestionó la oposición entre el mirar y el actuar. La distribución jerárquica de los lugares del “hacer, el ser, el ver y el decir” no sería menos “ficticia” que la ficción, pero no se reconoce a sí misma como tal. Se hace pasar por lo único que hay y puede haber, y en ese sentido es un reflejo de una distribución de posiciones en el campo social que es posible subvertir.
Por eso, cuando como comunidad efímera de espectadores activamos las situaciones que plantea Clean Room, subvertimos la distribución jerárquica de los lugares asignados a quien hace y quien mira, y el tipo de experiencia que provoca este movimiento desencaja la distribución de los lugares y opera como una TAZ que, al liberar posiciones, libera también nuestra experiencia sobre lo cotidiano.
Fabricación del nosotros
Juan Domínguez propone en Clean Room situaciones que ponen de manifiesto nuestra interdependencia y una de las estrategias consiste en que la comunidad efímera de espectadores pasa a la acción. Obviamente ese paso a la acción colectiva requiere de un proceso exprés que nos constituya como sujeto colectivo.
Esto es lo que ocurre en el cuarto episodio de la segunda temporada. Dos días más tarde de aquel paseo en silencio por un barrio desconocido, somos convocados a encontrarnos en un apartamento. Una vez dentro del apartamento, un desconcertante lector de cartas del tarot latinoamericano nos lee nuestro futuro como grupo y nos deja con una hucha-cerdito de barro y un martillo.
Nos decidimos a romper el cerdito, encontramos 1500€ y un papel doblado con la frase ¿qué vais a hacer juntos que no podéis hacer solos?
La cantidad de dinero no es una cantidad muy grande que supere la capacidad de gestión del grupo, pero tampoco es tan pequeña como para no despertar el interés. El dinero, medio de intercambio de bienes y servicios por excelencia, detona de forma inmediata un ejercicio de democracia radical. Asumimos como tarea que tenemos que ponernos de acuerdo para decidir el destino de ese dinero.
En el caso de Madrid después de más de dos horas de asamblea interminable y multitud de posturas y puntos de vista sobre la mesa, se decide por votación entregar la mitad de dinero a una joven artista brasileña, mamá de un niño de menos de un año, que es parte del colectivo en que hemos devenido desde nuestra inicial condición de público, a cambio de que entregue el dinero a su hijo Joaquim al cumplir la mayoría de edad. La otra mitad del dinero, 750€, decidimos que se entregará a la primera persona que salga del metro.
En este episodio la potencia de estar juntos se manifiesta en la posibilidad concreta de decidir colectivamente el destino de una cantidad de dinero y pone de manifiesto las dificultades de los procesos asamblearios y las votaciones como formas primarias de democracia participativa. La transcripción de las discusiones en Madrid, que se puede leer en la publicación Dirty Room (Domínguez y Pérez Royo 2017, 107) documenta la forma en que nos enfrentamos al reto de constituirnos en sujeto político colectivo y revela los procedimientos, criterios y dispositivos de validación que ejercemos como grupo. Evidencia además la dimensión agonista de las prácticas políticas, que como señala Mouffe (2010), implican necesariamente un conflicto en el que no es posible conciliar todos los valores puesto que unos se definen por la negación de otros.
La situación que propone este episodio está enfocada a la toma de una decisión y a su puesta en práctica. En estas urgencias de vernos inmersos en un laboratorio exprés de práctica política hay un paso decisivo a la acción. Y este es, claramente, uno de los objetivos de Juan Domínguez. Si durante la primera temporada de Clean Room había un trabajo de empoderamiento de los espectadores, que se descubren a sí mismos como protagonistas de la obra, en esta segunda temporada las situaciones se orientan a promover la acción como grupo. También aparece la idea de coreografía expandida que Juan define como “término que denominaría los mecanismos para que ocurra lo que está ocurriendo, esto es, que el dispositivo funcione de marea autónoma” (Domínguez y Pérez Royo 2017, 195).
La decisión de qué hacer con el dinero y la acción que lleva aparejada dicen mucho de las propias comunidades en las que se ha presentado Clean Room. En el caso de Madrid la acción de entregar una cantidad de dinero apreciable a dos desconocidos, uno que encontramos al salir del metro, y otro a quien tampoco conoceremos porque recibirá el dinero dentro de casi veinte años, son decisiones que juegan con la sorpresa y con el azar. Es como si, en esa gestación acelerada de una identidad colectiva, el grupo se hubiera decantado por sintonizar con las estrategias y procedimientos con los que están fabricadas las situaciones de Clean Room. Y es este paso a la acción lo que, como apunta Pérez Royo, conecta con una dimensión física de la política, “aquella en la que nuestros cuerpos actúan más allá del momento en el que hablan, porque estar en relación es ya estar actuando políticamente (Pérez Royo 2017).
La decisión en Madrid se concreta en un acto gratuito. El derecho civil define los actos gratuitos como aquellos que benefician solo a una de las partes y donde no se exige ninguna contraprestación a cambio de lo que se hace. Esta dimensión, descarnada de la ausencia de una reciprocidad tangible, descrita en el ámbito jurídico, es la esencia misma con la que se identifica el dandismo y también una estrategia de escapismo activo que sigue la estela de los actos poético-terroristas posanarquistas comentados anteriormente.
Los actos gratuitos se caracterizan porque son innecesarios, no están motivados por exigencias previas y son expresión de la capacidad de libre elección. En el caso de Clean Room no podemos olvidar que aquello que se corresponde con “la libre elección” en el espacio colectivo, no deja de ser la manifestación de un consenso incapaz de integrar la dimensión agonista de la política. Pero a pesar de eso, el acto gratuito en sí subvierte el uso del dinero y nuestra relación con él, lo vacía de la carga que conlleva como valor instrumental y nos da el inmenso placer de perderle el respeto, aunque sea por un instante, a los valores de eficiencia y laboriosidad claves en el desarrollo de la burguesía industrial y del capitalismo. Actuaría así desplazando la relación entre capital, subjetividad y sujeto que Ema López desde la psicología social describe así: “El capitalismo funciona articulado con un discurso sobre la libertad de elección y la autonomía individual que, finalmente, nos hace menos libres y más incapaces de transformar lo que ya está naturalizado como el único horizonte de lo posible, el del propio capitalismo” (2009, 224).
El rastro de estas acciones desborda la experiencia individual y grupal de un trabajo artístico para infiltrarse como una pirueta en la realidad. Sánchez reflexiona sobre la relación entre la autonomía artística y la inscripción social y política del arte.
Lo que permite la autonomía artística es una transposición de clave. El cambio de clave no sitúa la obra o la acción fuera de la realidad: crea otro nivel de realidad, que puede ser tan real para los individuos involucrados como la realidad determinada por un marco primario (Domínguez y Pérez Royo 2017, 328).
Esta cuestión de los niveles de realidad está presente en todas las temporadas de Clean Room. Uno de los procedimientos clave en esta obra es proponer situaciones que desplazan la percepción del entorno y la vivencia de lo cotidiano. Juan Domínguez siempre sitúa su trabajo en el ámbito de lo artístico, pero no se trata de inventar otro mundo o contar una historia, lo que hace es distorsionar la relación con la vida diaria, descolonizar territorios.
Errancia y transformación
Episodio quinto. Segunda temporada.
Somos el mismo grupo de personas que estuvo caminando en silencio por un barrio desconocido cinco días atrás. Entonces terminamos el paseo en un bar haciéndonos una foto de grupo. Después nos encontramos en un apartamento y discutimos qué hacer con 1500€. En esta última cita de la segunda temporada somos convocados en el andén de una estación de metro. Una fotografía que nos hicieron a comienzos de la semana está reproducida a tamaño gigante y pegada en un panel publicitario justo enfrente del andén donde hemos quedado. Me pregunto qué pensará la gente que no está dentro de la serie al ver esa foto gigante que no anuncia nada que se pueda comprar en internet o en unos grandes almacenes, un retrato de grupo sin reclamo ninguno. ¿Qué puede decir esa foto a otras que no soy yo? Por unas horas o unos días, el tiempo que esté colgada ahí provocará un pequeño desconcierto. Mamá ¿quién es esa gente?
El sentido es arquitectónico, tiene que ver con la disposición de las partes para sostener un todo y el sentido de cada signo se referencia a un código. En el código de los andenes de metro, los paneles anuncian cosas, por eso la acción de subvertir el uso agujerea el código y deja un vacío, un tipo de silencio que relaja y evidencia la presión que la publicidad ejerce, de forma constante, en los espacios públicos de las ciudades que habitamos.
Salimos del metro guiados por Juan, es domingo a la hora del aperitivo y llovizna levemente. Llegamos a un descampado, donde una banda de música uniformada interpreta en vivo temas de música pop. Los músicos son personas de más de sesenta años y se están tomando muy en serio la interpretación. Juan nos da un sobre pequeñito que contiene una reproducción diminuta de la fotografía que vimos en el andén. Muchas capas de signos, unas encima de otras. Colisión de inesperados. Esta foto pequeñita, este pedacito de cartón brillante es literalmente un souvenir y está anunciando que se acerca el final de la experiencia. Esa foto chiquita se comportará discretamente y desaparecerá en el interior de un libro. Miro la foto, miro la banda de música, miro al grupo. Estoy ahí con esa banda de música y siento una punzada de nostalgia con estridencia de trompetas de fondo: des-pa-cito, suave suavecito, pasito a pasito, nos vamos juntando poquito a poquito, des-pa-cito.
A una leve señal de Juan empezamos a caminar y como si diéramos la vuelta a un espejo, las calles de ese barrio al que miramos cuando empezó la temporada, ahora, nos miran. Juan Domínguez lo llama un spectator parade (Domínguez, Munilla y Cornago 2017, 227). Vemos cabecitas asomándose desde las ventanas, adultos que se paran a vernos, jóvenes que nos contemplan con media sonrisa. Somos una procesión festiva. Me pregunto ¿quiénes somos nosotros? ¿quiénes son esas personas que nos miran?
Hemos entrenado nuestra dimensión imaginativa, nuestra capacidad para acoger desplazamientos inesperados, para reconocer espacios vacíos de código, incluso para vaciar esos espacios a través de la acción, hemos habitado zonas temporalmente autónomas. Estamos en una situación de extrañamiento de lo cotidiano y desde ese lugar permeable y poroso somos objeto de la mirada de otros.
La acumulación de movimientos han transformado nuestra naturaleza de público. Hemos ido pasando de manera sucesiva de ser espectadores a mirarnos mirar del primer episodio de La Serie, hasta el ser mirados mirando, que experimentamos durante el paseo con la banda de música en el último episodio de la segunda temporada. Como público entrenado en una dimensión imaginativa, hemos activado las situaciones propuestas en Clean Room, y en este artículo las hemos pensado como un tiempo de activación de Zonas Temporalmente Autónomas. Fabricamos un nosotros, un nosotras, a través de los procedimientos de la democracia participativa y consensuamos, sin agonismo, pasar a la acción en un acto gratuito que regaló dinero a personas desconocidas. Nos dejamos contagiar por el borrado de los límites entre la realidad y la ficción que propone La Serie.
Esta sugerencia de pensarnos como posiciones, como lugares intercambiables, cierra este relato parcial y subjetivo de la experiencia como espectadora en Clean Room. Es el último punto en la media que se sale de la trama y nos deja al borde de la tercera temporada.
Para dejar alguna pista de cómo continúa esta serie coreográfica, digamos que da un paso más y radicaliza la propuesta de situaciones en las que se intensifican el desplazamiento en la percepción de lo cotidiano. Nuevos descentramientos que refuerzan la posibilidad emancipadora de experimentar el espacio público, nuestro entorno cercano, y las relaciones con los demás, a través de prácticas invisibles y sutiles que apelan a lo poético.
Juan Domínguez organiza el tiempo y los cuerpos en el espacio. Nos invita a infiltrarnos en la realidad desde una perspectiva distinta, no ya como sujetos colectivos, sino desde un agenciamiento discreto como individuos autónomos, que no quiere decir, necesariamente, aislados.
Creo que lo que proponemos es un espacio para pasar tiempo juntos, con la posibilidad de encontrarnos con la poesía. Quizás ese sea un tiempo de exceso, más que un exceso de tiempo. La tercera temporada te pide que trasgredas modos de relación con el tiempo, los horarios, las prioridades, las motivaciones (Domínguez y Pérez Royo 2017, 228).
Usos inesperados del tiempo y del espacio que este extenso y fértil trabajo coreográfico mantiene en la clandestinidad, porque toda buena TAZ es una invitación a la aventura, un artefacto para imaginar espacios otros, posiciones mutantes que traigan rastros de trayectos, recorridos y afectos que quedan fuera de los mapas.
Bibliografía
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[1] http://juandominguezrojo.com
[2] Consultado en la web http://www.leslaboratoires.org/en/informations/artistic-project-2010-2012.
[3] Las huellas de esta participación se pueden encontrar en el libro Dirty Room coeditado por Victoria Pérez Royo y Juan Domínguez (2017).
[4] Guy Debord en 1958 define la deriva psicogeográfica como uno de los procedimientos situacionistas. Texto aparecido en el #2 de Internationale Situationniste (1999, 50). https://sindominio.net/ash/libro1.htm