El señor Antonin Artaud quiso destruir el teatro para que aconteciera la vida. Quiso expulsar del teatro a los actores que hacen como si fueran otros para que sobre el escenario actuaran solo quienes realmente creen ser ellos mismos. Quiso expulsar también a los literatos, pues sus palabras concebidas en soledad reprimían los gritos e inmovilizaban la carne. El señor Artaud afirmó que era preciso acabar con la ignominia del teatro para que pudiera ser de nuevo el lugar de la verdad. Pensó que nada podría salvar el teatro de su tiempo, porque la podredumbre lo corroía. E imaginó un futuro en que los actores europeos aprenderían a desprenderse de su egoísmo para practicar la crueldad de los balineses, es decir, ese rigor necesario para manifestar lo divino. Se propuso con tal fin desarrollar un atletismo afectivo que les permitiera realizar directamente la puesta en escena sobre el escenario, sin la tiranía de autores ni de escenógrafos. Esos actores, poseídos por una lucidez emanada de su hígado, ya no representarían, sino que harían visible y audible, con sus voces y sus gestos, el único drama que para el señor Artaud merecía la pena vivir y del que derivan todos los otros dramas: el conflicto entre el yo y el no yo, entre la carne y el espíritu.

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Versión ampliada del texto publicado en Revista de Occidente nº 405 (Febrero 2015), pp. 27-43, que no incluía citas originales en francés ni notas a pie de página.

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