Durante la segunda mitad del siglo veinte, la ideología hegemónica en los países “occidentales” desplegó una estrategia consensualista en torno a la “sociedad de bienestar”. Bajo la presión del comunismo real, de los movimientos de resistencia obreros y las distintas guerrillas revolucionarias, las politicas públicas de los gobiernos democráticos trataron de materializar cierto consenso con las fuerzas sociales disidentes en torno a la “sociedad del bienestar”. Se trataba de construir una cotidianidad libre de precariedad y de miedo, una cotidianidad que no se vería afectada por la historia, por la macroeconomía, ni siquiera por la política. Esa ficción constitutiva estaba vinculada a un respeto pragmático por los “derechos humanos” y se proponía como horizonte de progreso para todos los pueblos y territorios. Se llegó con ella a proclamar “el fin de la historia” y la felicidad global.
Sin embargo, los cambios acontecidos desde 1989 han desvelado la fragilidad de ese consenso. El rápido proceso de acumulación de la riqueza desatado tras la crisis del socialismo real ha provocado un cambio de estrategia: la historia ha vuelto, pero la historia es escrita a golpe de crisis económica por unos cuantos, por muy pocos, y trabaja a su servicio. La crisis financiera de 2008 marca un punto de inflexión con el que se inaugura un “estado de excepión” que ha permitido la expropiación de derechos ciudadanos, la desposesión de bienes comunes y la precarización laboral y ha resignificado moralmente comportamientos hasta antes vergonzosos: especulación, enriquecimiento depredador, abusos de poder, instrumentalización de la justicia, manipulación de la información, uso (ilícito) de la violencia interna y externa. El “estado de excepción” se ha normalizado y, ante nuestra perplejidad, convertido en estructural. Las concesiones socialdemócrata de la “sociedad de bienestar” aparecen como un mero paréntesis incitado por unas fuerzas sociales que hay que desmoronar.
También se comienza a contemplar como un paréntesis el ascenso de los nuevos socialismos en América Latina en lo que va de siglo ventiuno y los procesos iniciados en numerosos países de la zona para combatir la pobreza extrema, mejorar los servicios públicos, invertir en educación y sanidad y garantizar el funcionamiento democrático de las instituciones. Ya no basta con contener la voluntad reformista de tales gobiernos y neutralizar democrácticamente su acción, entramos ahora en la fase de derrocamiento, ya no con la violencia de las armas (aunque se intentó en Venezuela y se hizo efectiva en Honduras), sino mediante la corrupción de la clase política, el sabotaje económico, el control de la información, la desobediencia de las élites, la instrumentalización de sentimientos religiosos y la financiación de movilizaciones que agitan el odio.[1]
El horizonte ya no parece ser el de la “sociedad del bienestar” sino el de “sociedades de la precariedad”. Esto se manifiesta no ya sólo en la exclusión y el nulo reparto de la riqueza económica sino en la aprobación de leyes que restringen la libertad de expresión, dotan de mayores prerrogativas a las fuerzas de seguridad y dificultan el acceso a la justicia y a servicios esenciales a gran parte de la población. La impunidad es la otra cara de este proceso: impunidad que permite la continuidad del saqueo, de la precaricación y, lo más grave, de la violencia de Estado.[2] Todo ello a la par que se demoniza a las fuerzas sociales o políticas que denuncian o proponen proyectos de regeneración y corrección de las desigualdades y se censura o silencia a periodistas o intelectuales que alzan su voz contra estos desmanes.
El “estado de excepción” ya no afecta a los otros. La precariedad se ha instalado generalizadamente en nuestras vidas, en nuestro entorno. La desposesión se ha hecho efectiva de modo insultante y la pagamos con nuestro trabajo y desilusión. La violencia ya no es un asunto excepcional, relegada por el imaginario colectivo a lejanas selvas ni a provincias olvidadas: se ha instalado en el corazón de las ciudades más “desarrolladas”. Éste es el “estado de excepción”. Para los ciudadanos de América latina es una realidad conocida. Para los ciudadanos del sur de Europa es una realidad rememorada.
[1] El golpe de Estado perpetrado por las oligarquías brasileñas en 2016, con el apoyo de los medios de comunicación y las iglesias evangelistas, constituye el último episodio de esta campaña de derrocamientos. Al mismo tiempo que se negocia con las últimas guerrillas revolucionarias, se planea la liquidación de los gobiernos transformadores, así como la asfixia de la acción crítica y la acción ciudadana.
[2] La actuación del gobierno mexicano en relación a los asesinatos y violaciones que se han multiplicado en los últimos años constituye el exponente más visible de este “estado de excepción”: en tanto que se niega a los ciudadanos el derecho a la justicia, se aprueban leyes destinadas a sofocar cualquier manifestación o acción de resistencia. En este escenario, la violencia cotidiana, el asesinato y la exclusión social desatada contra las mujeres son inauditos.