Si el teatro puede ser considerado como una celebración colectiva de las debilidades del hombre, la memoria es sin duda una de estas debilidades; la necesidad del pasado, por un lado, y al mismo tiempo el modo irremediablemente perdido, otro, extraño, fugaz, con el que se nos hace presente. El proyecto que Louisa Merino ha venido desarrollando durante los últimos años y del que The course of memory supone una suerte de epílogo, recupera la escena como lugar de memoria, un espacio frágil y compartido para recordar en tiempo presente. La memoria adquiere así no solo una dimensión pública, sino también y sobre todo una dimensión que nos hace vulnerables, inciertos e inacabados. Los recuerdos, incluso cuando son los de uno mismo, son siempre los de otro, dejan sentir la alteridad de la que el sujeto trata de hacerse cargo, pero la memoria siempre es la de otro, otro parecido al que recuerda, pero irremediablemente distinto: uno ya no es el que era. A pesar de la fuerte identificación de la memoria con el ámbito privado del individuo y la construcción de las identidades, la capacidad de recordar es lo que otorga a la raza humana una cualidad genérica. Porque soy capaz de recordar soy como los demás.
Frente al pasado como mecanismo de legitimación de una acción presente, modo de fundamentar identidades, tradiciones y nacionalismos, los escenarios de Louisa Merino parecen situarse en el lado opuesto, la memoria como un extraño territorio de sensaciones, desbordamientos y dudas. El hecho de que esta serie de trabajos se centre en personas mayores no es porque estas tengan más cosas que contar que un adolescente o un adulto, que con seguridad tienen una capacidad más precisa para recordar, sino porque el cuerpo de estas personas, convertidas por un momento en actores de sí mismos, expresan a nivel sensible una fragilidad no solo física sino sobre todo social que se deja sentir a muchos niveles, a través de su forma estar, de mirar, de contar, pero también de callar, como si en lo lejano de la memoria que tratan de hacer presente, y que en el caso de esta última obra no es ni siquiera la memoria propia, se hiciera más patente su verdadera cualidad de algo irremediablemente perdido, a menudo anecdótico, y sin embargo no por ello menos real. A diferencia de esta última obra, en Mapping Journeys o incluso en un trabajo previo, pero que ya apuntaba este camino, como Tierra de felicidad, no se juega con la memoria propia sino con la de otros, sin embargo, la diferencia no es grande, lo que viene a confirmar que de alguna manera la memoria no solo es siempre la memoria del otro, sino que esta otredad le da también una dimensión colectiva, de ahí la dimensión coreográfica que adquieren algunos de estos trabajos.
Entre lo que se cuenta y el momento de contarlo, convertido por el hecho de ser teatro en una suerte de ceremonia pública, se deja sentir una extraña desconexión, como si aquello que se relata no fuera exactamente lo que pasó, pero en todo caso es así como se recuerda, y en ese momento, escénico por definición, de actualización de un pasado –¿recordado, traspasado, imaginado, soñado?- adquiere ese acto su única fuente de legitimación. La obra de Louisa Merino se despliega en este umbral entre medias que solo existe en el momento en el que se está haciendo a través de la actualización de estos pequeños momentos. El acto de recordar ilumina un ámbito de incertidumbre que no se conjuga con la lógica de la verdad y la mentira, o la ficción y lo real, sino que se adentra en el campo de la poesía, poesía no en el sentido lírico, sino en sentido etimológico como un hacer incierto en tiempo presente, la creación de un momento inmediato que se sostiene en sí mismo, una línea de fuga que proviene de alguna región profunda.
La memoria es un relato que nunca está concluido, un relato que se está continuamente escribiendo, incluso si lo que se recuerda es siempre lo mismo y del mismo modo, con los mismos gestos, la misma expresión y palabras parecidas, los momentos del recordar son siempre distintos. Louisa Merino sabe esto y se sitúa en este encrucijada, previsible porque lo que va a ser recordado ya ha sido previamente pactado, pero al mismo tiempo lleno de pequeños detalles, silencios, emociones y miradas que hace que sea siempre distinto. Es un teatro, el de la memoria al que quiere llegar la autora, que tiene algo de construido, una artesanía que no se le oculta al púbico, al contrario, todo parece estar a la vista, y al mismo tiempo tiene algo de teatro hecho en casa, aunque siempre con un extremo cuidado por los pequeños detalles, como una ceremonia doméstica en la que se cuelan momentos inesperados en medio de unas obras donde todo está un poco sin terminar. El ambiente recuerda a un salón familiar, tiene un carácter íntimo, pero no es la intimidad de lo secreto, sino una intimidad abierta, compartida con una cierta alegría por el hecho de poder hacerlo, consciente tal vez de que el recuerdo solo vive en el momento de ser rememorado. La memoria, en este caso, se convierte en un modo de habitar un espacio o, en este caso, literalmente, de crear un escenario, la construcción de un lugar a través del recuerdo de lo que dejó de ser, un modo de estar con los demás. Y como toda actividad relacionada con el habitar implica unos tiempos abiertos, una cierta sensación de dispersión, de gratuidad, la apertura de un paréntesis temporal en el que todo se hace otra manera, de una forma más sencilla o más improvisada, pero no por ello menos cuidada, sino al contrario. Todo lo que se hace en escena es lo que es, tiene un carácter literal, expositivo, y al mismo tiempo, en su sencillez, consigue abrir momentos de pérdida, de inestabilidad, de poesía.
Con esta actitud frontal, atenta y franca se presentan estos actores al público, dejando sentir lo impropio de esa situación para ellos, en cuanto no son actores profesionales, y a la vez la generosidad con la que se entregan a la aventura. Cuando el relato de la memoria deja de ser la historia particular de un individuo para convertirse en un momento singular que podría ser parte de la memoria de cualquiera, se transforma en una celebración pública; en eso consisten los rituales, en hacer de un relato particular, que adquiere una condición mítica, un acto de celebración colectiva con el que actualizar los lazos de una comunidad. Pero a diferencia de los rituales oficiales, en este caso el relato que se actualiza a través de estos rituales mínimos no tiene más legitimidad que aquella con la que los asistentes en ese momento quieran sostenerlo, la legitimidad que le otorga a un momento los afectos compartidos. Su función es contraria a la del mito, no se recuperan para fundamentar un presente, sino para horadarlo desde algún lugar incierto.
La mirada de Louisa Merino no es la de la etnógrafa, sino más bien la de la artesana que maneja con sumo cuidado el material con el que trabaja, conocedora de su fragilidad y del tiempo y la paciencia que hace falta para llegar a tener resultados. Se nota que no es la primera vez que trabaja con estos materiales, es un mundo que conoce bien y se nota que haciéndolo disfruta. Todo esto está también escrito en la obra. El material con el que trabaja no son solo los recuerdos, sino la propia escena, el encuentro con las personas mayores, el trabajo con ellos, el momento en que se elaboran todos estos recuerdos. Momentos de intercambios, errancias por la memoria -¿la de una misma o la de las otras?-, formas de conocerse y desconocerse. Diríamos que la memoria no es solo la memoria, algo que ha pasado y que espera a ser recordado, sino que es el acto distinto de ser recordado frente a los demás, el modo, los gestos, el tono de voz, la situación a la que da lugar. La memoria no es la memoria, sino el escenario en el que se hace presente.
En su libro Filosofía de la imaginación, Emanuele Coccia nos habla del lugar donde habitan las ideas, y por ello, podríamos decir, también los recuerdos, todo lo que puede ser recordado, lo que ya ha sido recordado y lo que será recordado. No significa esto que los acontecimientos estén limitados a este espacio de posibilidades, pero sí el modo de actualizarlos. Recordar es una manera de construir un presente en relación a una gramática social que cambia según las culturas. El teatro es un modo de juntarse para recordar una historia que potencialmente es la de todos, pero exige de una gramática cultural. Los relatos de Louisa Merino ya no son los de las grandes batallas ni conflictos transcendentales, son relatos menores, pequeños momentos, azares y anécdotas que, sin embargo, llenan el noventa por ciento de una vida. Su teatro nos hace pensar en aquello que está fuera de la historia, pero que al mismo tiempo, precisamente por eso, nos ofrece la distancia, una distancia convertida en un territorio sensible, para repensar esa otra historia oficial desde lugares inesperados. En esta esfera donde habitan las ideas y los recuerdos, está también todo aquello que puede ser imaginado o soñado. No en vano memorias, sueños e imaginaciones se cruzan en algún punto. Es por esto que a menudo estos pequeños escenarios, pequeños no por el tamaño o la calidad, sino por vocación y necesidad, lo recordado, lo soñado y lo imaginado parecen confundirse, y el pasado recuperado empieza a hablar de un futuro no por imposible menos deseado. Es en estos momentos, cuando la memoria compartida de un momento fugaz que ocurrió hace ya muchos años se convierte en un deseo colectivo que el teatro cumple su función como celebración colectiva de aquello que como sociedad se nos escapa, celebración de todo lo que pudo ser, o todo lo que fue, pero dejó de ser, celebración de emociones, pequeños sueños y memorias, que no porque dejaron de ser, o quizá no fueron nunca, fueron menos reales o tuvieron una existencia menos cierta; de esas incertidumbres como formas de vida nos hablan estas obras.