Mónica Valenciano se inició como coreógrafa en 1987 con un espectáculo denominado Aúpa!, resultado de un proyecto de investigación en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. «Aúpa tiene que ver con toda mi colección de tropiezos y también algunos empujones que me fueron quitando cierta estabilidad, por eso danzaba como un garabato casi sin soporte físico y por eso aparecía el golpe dominando todo el movimiento y como consecuencia la sensación medio desnuda y desolada que queda tras él… El vacío de cuando algo se rompe. Finalmente, el razonamiento del dolor y el placer de la reconstrucción que me ha ido poniendo en pie poco a poco. Esto es ¡Aúpa!».

 Valenciano optó por una danza fragmentada, compuesta a partir de impulsos, de pasos truncados, de gestos retorcidos o contorsionados, de «pequeñas explosiones inesperadas». En sus coreografías de los primeros años, daba la impresión de que estuviera constantemente afirmándose a sí misma y al tiempo dudando de tal afirmación. De ahí el «¡Aúpa!» que se dedicaba antes de salir a escena y convertía en título de la pieza, de ahí también las palabras que se le escapaban en esos arrebatos de energía que tensaban y destensaban constantemente el movimiento y el tiempo escénico.

El desequilibrio en el cuerpo era explicitado por Mónica Valenciano como una tentativa de reproducir la sorprendentemente cambiante gestualidad infantil. Se trataba de aproximarse al comportamiento del bebé o del niño pequeño: la transitoriedad velocísima de los estados, los encogimientos y contorsiones de un cuerpo inverosímilmente flexible y blando, que garabatea en vez de bailar, las expresiones verbales espontáneas, truncadas, procedentes de un universo imaginario interno aún no completamente socializado, el juego como estrategia para hacer aflorar lo preverbal y lo prelógico… «Hay un problema universal que me preocupa: el ser humano está reprimiendo cada vez más su parte animal porque cree poder dominar todo con la cabeza. Yo reivindico con mi trabajo los sentidos, porque si no no queda nada.»
Con esta intención, Valenciano orientó su búsqueda hacia el descubrimiento de intersticios abiertos en la sociedad y en la cultura en que lo animal, lo espontáneo, lo directo se manifestaran. Además del comportamiento infantil, para la coreógrafa resultaron decisivas sus aproximaciones a dos formas espectaculares profundamente enraizadas en la cultura española: el flamenco y la tauromaquia.

En 1992 presentó en los chiqueros de la plaza de toros Monumental de Madrid su obra Miniaturas. El espacio estaba mínimamente ocupado por dos cajas de madera volcadas, que contenían unas cebollas, posteriormente dispersas sobre la escena, y un organillo manipulado por Salvadora, una vieja organillera. Mónica Valenciano y Norma Kraydeberg componían un dúo de acciones deshilvanadas y textos murmurados, en el que se iban insertando diversas danzas que Valenciano ejecutaba al ritmo de los tacones, los silbidos, las palmadas o las palabras de Kraydeberg o bien al ritmo del organillo.

La referencia a la tauromaquia, al flamenco y a la música popular y el tipo de imágenes y acciones propuestas provocaban el entronque de la obra de Valenciano con una tradición genuinamente española, la del grotesco, que teniendo su centro en la obra de Goya, se retrotraía hacia la picaresca o la comedia renacentista y resurgía en los esperpentos valle-inclanescos. Pero el grotesco español se cruzaba con un grotesco de corte expresionista, que se manifestaba en las referencias al cabaret, las máscaras faciales, el uso de la palabra en escena o el gusto por el vestuario de tejidos brillantes (siempre parcial y deslucido por el uso). Una herencia expresionista que se acentuaría en ese voluble personaje escénico que poco a poco iría construyendo Valenciano y que tanto recordaba a la mítica actriz germana Valeska Gert, con sus múltiples caracterizaciones, sus angulosas disposiciones corporales y la directa provocación de sus ojos, con cuya apertura extrema rivalizaban los de la española.

Ese personaje aparecía ya muy claramente en Recién Peiná (1995), un espectáculo que reunía tres piezas compuestas en los dos años anteriores. «Le Matin» tenía el formato de un divertimento: sobre una antigua grabación de la canción francesa «Parlez moi d’amour», Valenciano desarrollaba una serie de movimientos de resonancias infantiles momentáneamente ensombrecidos por el dolor recordado en el retorcimiento del gesto y del rostro. A esa primera expresión del asombro («la conciencia sorprendida con la boca abierta») seguía una danza de filiación flamenca, «La greca», fuerte y desvergonzada, que, sin embargo, se veía interrumpida por silencios, recuperada, vuelta a interrumpir… La última pieza, «Pesogallo», había sido compuesta por Valenciano después de haberse dedicado durante unos meses al estudio del boxeo, así como del tiro con arco. «Ahora sé todo lo que me dio el boxeo: la inmediatez, el diálogo, el tener que estar alerta todo el tiempo porque si no me daban, el ritmo…, una forma muy inmediata, muy directa, nada intelectual.» En ella, la coreógrafa fusionaba todos los elementos utilizados hasta entonces: la deformación del flamenco se encontraba con la gestualidad del deporte y los ecos de la danza clásica o incluso la oriental con elementos tomados de la cultura popular o la vida cotidiana.

Boxeo, flamenco, tauromaquia, circo, cabaret, oratoria, poesía… son algunos de los elementos que contaminaron la danza de Mónica Valenciano y que contribuyeron a desviarla. La contaminación resultaba de la multiplicidad de detenciones fugaces en los puntos más diversos, de ese constante cerrarse y abrirse de ventanas con el que la coreógrafa describía su experiencia de la inestabilidad y que era consecuencia de la ruptura de las estructuras lineales y su sustitución por un modo de entender la vida acorde a los principios de aleatoriedad y multidireccionalidad. «Las ventanas son para mí como una expresión de lo esencial y de lo absoluto, es aquello que resume mi coreografía. Hablo de lo que todos sentimos. Hay momentos que ejecuto físicamente en constelaciones y soy un bebé, y soy una Lolita, y soy un torero, y soy un payaso…»

Al tiempo que el espacio de la danza se dejaba invadir por lo infantil, por la tauromaquia y el boxeo, el ejercicio coreográfico se confundía con el pensamiento. Frente a la idea de pensar la danza, que implica su reducción a fenómeno sensible codificado, Mónica Valenciano planteó la idea de convertir el pensamiento en danza. Para ello era preciso conceder al movimiento mismo la categoría de espacio de reflexión. Se piensa, cómo no, con el cuerpo, de ahí también las interrupciones, los obstáculos físicos, las transiciones, los exabruptos, que son como preguntas, problemas, meditaciones, hallazgos… De ahí que la dimensión animal, infantil, festiva, espectacular, risueña fuera siempre acompañada de una dimensión melancólica, compleja, doliente, íntima e irónica. La alegría desbordante de quien todo lo podía esperar se mezclaba una y otra vez con la desolación de quien sabía que el siguiente movimiento debía también hacerlo en solitario.

En 1996, Mónica Valenciano fundó la compañía El Bailadero, con la que continúa trabajando. Su primera producción se titulaba Adivina en plata (1997), un espectáculo construido en gran parte sobre la singularidad escénica de sus intérpretes, que la coreógrafa potenció hasta conseguir que se convirtieran en personajes de sí mismos. Como tales intervenían en escena, proponiendo pequeños solos, textos fragmentarios, canciones interrumpidas, danzas descompuestas; se trataba de citas, relatos de anécdotas o experiencias privadas, ocurrencias, deseos, juegos y asociaciones verbales y gestuales, repeticiones o deformaciones que se iban insertando en una estructura abierta. El resultado era una especie de cabaret marginal (véase la crítica de Roger Salas), más soñado que real, que se adivinaba en algunos restos de vestuario, la apelación desesperanzada al público, la utilización constante del micrófono y algunas secuencias de exhibición. Sin embargo, por encima de la espectacularidad de ese cabaret funcionaba el impulso de la memoria, una memoria que en ocasiones arrastraba a los intérpretes a pequeños trances compartidos o a la ocupación de un espacio más allá del tiempo.

La transtemporalidad era coherente con una voluntad transdisciplinar que llevaba, por ejemplo, a convertir un cuadro en una acción, una acción en un texto («sentada mujer sentada»), un texto en una canción y una canción en un sueño. Lo que se perseguía era una especie de cubismo deformante, que se realizaba no sólo a nivel visual, sino también a nivel verbal, gestual y dinámico, y que se trasladaba a la estructuración del espacio, del movimiento y el propio espectáculo.

En Disparate nº 1. Hueso de santo (1997)la referencia plástica se concretó en los Disparates de Goya. En esta serie, la más enigmática de todas las grabadas por Goya, la sátira social ya no resulta tan explícita como en los Caprichos y la amargura por la crueldad o el grito contra la injusticia aparecen envueltos en un halo de misterio que impide una interpretación literal de las estampas. No sería difícil reconocer en el espectáculo de Valenciano la alucinación pesadillesca de Disparate ridículo, la amargura de Disparate pobre, la mengua aterrada de Disparate de miedo o el ludismo grotesco de Disparate alegre, como tampoco lo sería hallar las huellas de lo que en Goya se plasma como desorden, amontonamiento, agregación y que en la visión de Mónica Valenciano pasaron a convertirse en principios estructuradores de sus obras.

El espectáculo comenzaba con la lenta entrada de la coreógrafa, vestida de negro, que arrastraba penosamente dos fardos de mantas. Su entrada era iluminada por la luz de un proyector hacia el cual dirigía sus gestos, patéticos y exagerados, como si estuviera siendo filmada para una película muda. Ante el proyector, y con diversos registros, intervenían sucesivamente los demás intérpretes antes de dar paso a una sucesión de escenas de forma y contenido similar a las creadas para Adivina en plata. La coreógrafa asistía a la representación casi como una espectadora privilegiada, asumiendo la función de quien mira y sufre en sí el dolor de los otros, de quien se alegra con sus ocurrencias, pero sobre todo carga con las experiencias penosas. Sus ojos, profundamente marcados por la pintura negra, la dotaban de una mirada fuertemente expresiva. Y su vivencia pasiva del espectáculo que ella misma había creado la emparentaba con Tadeusz Kantor, siempre presente en la escena de Cricot 2 para garantizar la autenticidad de su mundo. «Un mundo con sordina», el de Kantor como el de Valenciano: lo que se reconstruía era un espacio oculto, oculto por el olvido en el caso de Kantor, oculto por el espectáculo de lo cotidiano en el caso de Valenciano.

La opción por «lo viejo» no respondía a un interés exclusivamente estético, se basaba más bien en la proximidad a una experiencia de los márgenes: los márgenes de la cultura (los toros, el flamenco, el boxeo, el cabaret, el cine mudo…) y los márgenes de la economía (objetos de segunda mano, pisos subalquilados, experiencias de supervivencia en la gran ciudad…) ¿Sintomático de una rebelión contra el orden existente? Probablemente, aunque la coreógrafa más bien lo interpretaría como una cuestión de amor. El amor a los demás que comienza por un amor a los objetos y el profundo dolor de la pérdida que conlleva el desprenderse de lo antiguo para suplantarlo por lo nuevo. En lo usado coinciden lo pasado y lo marginal. Y para poder albergarlo es preciso renunciar a la forma perfecta.

La ruptura de la forma comenzaba por la fragmentación de la cadena temporal y, consecuentemente, de la cadena lógica. Cada intérprete podía introducir sus propios ritmos, y a la vez cortarlos, volver atrás, abandonar una y otra vez su acción, o bien dejarse interrumpir por el otro al que momentáneamente podía seguir con un tarareo o una agitación de cabeza. Lo subversivo de la teatralidad de El Bailadero se hacía presente en esas rupturas constantes, en la sustitución del desarrollo físico por un «etcétera» verbal, en la alternancia de música y silencio disociada de la alternancia de movimiento y reposo, o bien en la combinación de interpretación y espontaneidad, de persona y máscara, en las confesiones aparentemente privadas de los intérpretes, las miradas y apelaciones directas al público, la invasión de su espacio y la anulación de la imagen, en la inclusión de elementos reales o el marcos de representación que redujeran la dimensión ficcional del espectáculo.

En la clausura de la segunda edición de Desviaciones, la presentación de este Disparate nº1: hueso de santo fue precedida por una exposición en el escenario de los cuadernos de dibujo y pinturas (proyectadas sobre la pared) de la coreógrafa, quien proponía así al público un juego: el de asistir a una exposición de obra plástica de la que surgía, como de una imaginación compartida, una obra escénica, en la que las formas plasmadas sobre el papel o proyectadas en la pared adquirían movimiento, sólo durante un tiempo limitado, un tiempo de ensueño tras el cual las imágenes volvían a lo estático, los pensamientos a lo codificado y las personas al mundo supuestamente real (eso sí, necesariamente, algo transformadas).

Texto extraído de SÁNCHEZ, José A. (ed.) Desviaciones, Madrid-Cuenca, 1999.

Otras obras

  • Pesogallo (Dirección, Coreografía, Intérprete) – 1994
  • Miniaturas (Dirección, Coreografía, Intérprete) – 1992

Colaboración con Fernando Renjifo en la serie de Paisajes Invisibles presentado en La Fundición de Bilbao y el Festival SISMO Matadero Madrid en Octubre de 2009