“Hoy toca tragedia, dice Laurentino, el portugués, que en realidad no se llama Laurentino y es de Guadalajara. Pero debe tener razón; se le ve afectado, ¿o será que le duele el estómago?
Nuestro primer galán (de Carabanchel, somos de tercera) se muere en una silla de la cocina, pelando una naranja. Con su compañera de reparto (dicen que es payasa y de Zaragoza) no se entiende, y ella, desesperada, se arranca a cantar a la mínima ocasión.
Un figurante argentino apunta que el canto, como el teatro, no sirve para nada, y se desencadena una discusión sobre la rentabilidad del proyecto. La actriz joven se impone con su voz germano-oriental, mientras que la pelirroja de Aldán se coge de las manos pensando que nada de lo que le parece en verdad está pasando.
Para terminar, yo me acuso de ser de Ferrol, doy tres gritos y nos echamos
unos bailes, muertos de risa.
(Mientras Baltasar apagaba las luces, los bafles, la cafetera y el pitillo, mi autor astur-leonés me ha susurrado al oído que no digamos nada, que dejemos de hablar, que para qué)”
Ana Vallés
Siete butacas rojas de espectador, en hilera, dispuestas en una esquina, acotan el ángulo del fondo derecha de un espacio rectangular cubierto con alfombras, donde se va a desarrollar el «juego» de los intérpretes. Lo fundamental es la atmósfera que se crea entre ellos, de risas y tristezas, de bailes y discusiones, de ironía sobre uno mismo y lo que están haciendo. Muchos de los parlamentos y actuaciones se hacen frente al público, buscando una comunicación directa con este, en un tono de espontaneidad, acentuado por la frecuente simultaneidad de acciones que se superponen. Se suceden reflexiones sobre lo fugaz de la vida, sobre la muerte y lo incierto de la realidad, sobre la condición de personajes y lo que se esconde detrás de estos, la verdad de la actuación, de la vida. Se trata de un canto a la vitalidad y las ganas de vivir, una fiesta escénica expresada desde la diversidad de actitudes y orígenes de que hacen gala los actores, que termina pasando inevitablemente por la conciencia de un final, de las limitaciones (de la propia palabra con la que se trata de explicar todo esto), ahogadas en el silencio mudo de la escena, cuando callan los alegres acordes gallegos, y todo es melancolía. Por eso el título inicial de la obra iba a ser Tir Na Nog, que alude al país de los muertos en las leyendas artúricas, el lugar de donde los que habían pasada a mejor vida podían salir a su antojo para visitar el país de los vivos -de los espectadores, como diría Kantor-, de modo que andaban de un lugar a otro, de unos escenarios a otros.