Aiguardent convertía en danza plástica la experiencia del alcoholismo. Por medio del movimiento y de la imagen, Marta Carrasco mostraba el ir y venir entre la angustia y el entusiasmo, la cotidianidad gris, los momentos de lucidez y los destellos de irrealidad. El escenario estaba ocupado por un montón de garrafas de aguardiente, un baúl repleto de recuerdos, un traje de novia, una silla y una mesa con ruedas. El hallazgo compositivo de la primera secuencia se produjo de forma espontánea, mientras fumaba en la sala de ensayos sentada sobre un taburete con ruedas escuchando el tercer movimiento de la Cuarta Sinfonía de Mahler: su desplazamiento por la sala sin levantarse del taburete al ritmo de la música dio lugar a una coreografía, que incorporó también el desplazamiento de la mesa, en que las referencias plásticas (a los cafés de Degas, Renoir o Toulouse Lautrec) y la efectividad espectacular no entorpecían la transmisión del contenido dramático. El equilibrio entre la sugerencia de un turbulento desarrollo anímico, que se vehiculaba en una gestualidad fuertemente expresiva, y la definición precisa de las formas visuales y coreográficas constituía una de las claves compositivas de esta pieza. Si los materiales habían ido surgiendo como «vómitos interiores […] de las cosas que he visto o que veo», la resolución final corregía el exceso expresivo, reproduciendo a veces en la propia imagen la tensión entre el impulso y la forma (la sujeción, la atadura) que constituían el tema mismo del espectáculo. Así ocurría por ejemplo en las coreografías del inicio, en que la intérprete se veía limitada en su movimiento, a veces de gran violencia, por la imposibilidad asumida de abandonar su asiento, o bien en sus repetidos saltos contra un muro-colchón blanco al que quedaba adherida (gracia a un potente velcro), fijada en poses que detenían una y otra vez la imaginación física (o la angustia delirante) y que remitían al mismo tiempo a la constante tentación del suicidio.
José A. Sánchez,
Universidad de Castilla-La Mancha