El interés por la plástica de finales del XIX, implícita en algunas propuestas visuales de Aiguardent, se hizo explícita en su siguiente producción, Blanc d’ombra («Recordant Camille Claudel»), no sólo por la presencia como protagonista de la escultora que fue compañera de Rodin, sino por el cruce de las referencias visuales asociadas a ambos con otras de corte más expresionista, que habría que localizar en la pintura de Egon Schiele o Edward Munch. El espectáculo comenzaba con un despertar. El escenario ocupado por lienzos blancos que cubrían, cabía suponer, los muebles de una casa abandonada. Bajo uno de esos lienzos esperaba Carrasco-Claudel esperaba el momento de hacer su aparición. Como surgiendo de un letargo de décadas, la cara polvorienta, la actriz se iba desprendiendo lentamente de las sucesivas capas de ropa que envolvían su cuerpo al tiempo que se reapropiaba con esfuerzo de éste. Sus manos se movían con los dedos tensos, recordando los de tantos personajes de la pintura de Schiele, pero también la gestualidad del buto. Era el patetismo, la necesidad de hablar de un cuerpo privado de la palabra y sometido a una fuerte presión emotiva, lo que establecía el vínculo entre manifestaciones artísticas tan alejadas cultural y temporalmente y lo que reaparecía en la danza de Carrasco. Ella trataba de articular, pero ningún sonido salía de su boca. De ahí la expresividad de los ojos, la tensión de las manos. Y al tiempo que el personaje comenzaba a triunfar sobre la muerte, el piano de Ravel era seguido por una orquesta de cuerda que se mezclaba con una banda sonora de ruidos, risas, cancioncillas… Había escapado al sueño vacío e ingresado en el espacio de la memoria.
La escena, como en los espectáculos de Kantor o en los dramas de Müller, se convertía entonces en una máquina para el recuerdo (desde el punto de vista del personaje) y en un marco imaginario y emocional (desde el punto de vista del espectador). Los lienzos arrojados al suelo iban dejando a la vista muebles, objetos, esculturas… que remitían a fragmentos de la biografía de la protagonista, gozosa ahora por reencontrarse con su materialidad, por su carnalidad. La ambigüedad circundaba esa vida reencontrada: el espectador no acertaba a adivinar si Carrasco prestaba su cuerpo a la escultora o a una escultura, y es que bailaba «como si una escultura de Rodin hubiera tomado vida propia», convirtiendo «los volúmenes tridimensionales en figuras danzantes, llenas de expresión, intensidad y efervescencia» (Lecumberri, 99)
El espectáculo, descrito por un crítico como «un viaje a través del laberinto del alma» (Klug, 2000), no abandonaba, sin embargo, el soporte plástico. El tratamiento escultórico del cuerpo alcanzaba momentos de gran eficacia en su interacción con un telón transparente que servía de falso fondo a la escena. Tras él, Carrasco danzaba a contraluz proyectando sombras deformadas, que aumentaban el volumen de su silueta y creaban desproporciones tales como las que se pueden apreciar en ciertas figuras de Rodin y, sobre todo, de sus sucesores en la primera mitad del veinte. Contra él, apenas cubierta por una braga color carne, la coreógrafa se arrojaba provocando ondulaciones que convertían el plástico, iluminado en tonos azules y dorados, en agua, en reflejo celeste, pero también en placebo. A él se aferraba con los dientes, tratando de escapar del ahogo, del mismo modo que Claudel recurría a la absenta tal vez para escapar a esa opresión de los hombres protectores y enajenadores que la rodeaban. La angustia reaparecería en la escena en que, mientras pelaba patatas, era asaltada por una música inquietante que la llevaba a tragar lo que tenía en las manos y después a una coreografía de espasmos corporales que se prolongaría en una danza espectral, con el torso desnudo y la cabeza cubierta.
Rodin aparecía en escena en forma de maniquí fantoche recubierto de paño blanco, en torno al cual Claudel-Carrasco ejecutaba una danza de seducción. A continuación, se introducía en el fantoche y desde el interior componía una secuencia erótica, haciendo aparecer sucesivamente manos, pies, cabeza, torso, hasta manipular directamente el brazo del gigante para provocar el último y reconfortante abrazo. El escultor (Pigmalión) se convertía entonces en figura modelada y manipulada por aquella a la que había silenciado. En la escena final, y después de haber atravesado una fase de enajenación, traducida en encogimientos y contorsiones físicas, Carrasco regalaba al personaje de Camille precisamente aquello que le había sido negado: el reconocimiento público. Vestida con un traje rojo, con el que siempre había soñado, introducía en escena sus esculturas, su última exposición, al tiempo que saludaba emocionada en respuesta al aplauso mantenido de un público imaginario. Pero la locura (o la lucidez) precipitaban el fin: ella misma destruía sus creaciones antes de que la voz de Blancanieves, en la versión doblada de la película de Disney, introdujera un contrapunto grotesco: «Siento haber hecho tal escándalo. ¿Qué hacen ustedes parar olvidar las penas? ¿Una canción?» El trino de los pájaros se confundía con «Les Flamandes» de Jacques Brel, mientras la bailarina se dejaba caer sobre las cuerdas de un trapecio-camisa de fuerza, que al mismo tiempo que le permitían un limitado vuelo hacia el público, la sujetaban y la devolvían una y otra vez a su realidad.
José A. Sánchez