Carnicero español fue la primera producción de Oskar Gómez con L’Alakran después de su traslado a Ginebra. Basado en textos de Rodrigo García (Carnicero español y Notas de cocina), se trataba de un espectáculo voluntariamente «desestructurado», una sucesión de microsecuencias de texto e imagen a partir de una situación básica, formulada del siguiente modo en el programa: «Sentado en un sofá el hijo del carnicero se pierde en sus recuerdos de infancia, un mundo circular y caótico cuyo punto de retorno obsesivo es la fascinación por Tita Merelo, una cantante argentina de la televisión».
Lo que se veía en escena: un suelo blanco, salpicado de rombos negros, un sofá, un taburete, un tronco de carnicero; al fondo, una cortinilla; arriba, una lámpara, una barra de la que a su vez colgaban diversos instrumentos de cocina, un osito de peluche y un saco de boxeo. La contaminación escenográfica tenía su correlato en la deformación de los intérpretes, tanto en su carcterización física como gestual: Óskar Gómez, Delphine Rosay y Pierre Masfud interpretaban al carnicero, su mujer y su hijo, en dos planos temporales que continuamente se superponían. Los recuerdos del hijo, sus ensoñaciones y sus recreaciones del pasado, se interpenetraban con la exposición de la cotidianidad de sus padres, inmigrantes españoles en Buenos Aires. Pero resultaba difícil desligar con precisión ambos planos, ya que lo que sucedía en escena era una sucesión acelerada de imágenes, textos, acciones y silencios, potenciada una vez más por «la batidora musical», que en ocasiones era también accionada por canciones y cancioncillas interpretadas por los propios actores, especialmente por Gómez-Carnicero.
Entre ellos, la relación era eminentemente física y primariamente violenta. El aburrimiento de la pareja se traducía de forma inmediata en agresiones, insultos, golpes… En un momento dado, Gómez agarraba a Masfud y le golpeaba repetidamente el ojo con la palma de la mano al tiempo que cantaba una canción folclórica. Una acción extremadamente violenta que, sin embargo, despertaba la risa del público. Igual que esa otra en la que Rosay con guante de boxeo golpeaba a Gómez mientras éste intentaba cantar el estribillo de la sintonía de «Sandokán», un popular programa televisivo de los años setenta, y ella hablaba sobre la familia. «Yo le digo a Delphine que golpe de verdad, porque esa escena sin un grado de violencia o de fisicidad no es nada…», explicaba el actor-director. «Los golpes tienen que existir para que haya más distancia […] y para que el texto sobre la familia aparezca en su realidad.» La fisicidad de la acción hacía posible la eficacia comunicativa, una comunicación que debía producirse de forma directa y no analítica, interpretativa, intelectual: «No hay que entender nada es un teatro de presente, de presente de la acción escénica, lo que ocurre en el escenario, y el tiempo es el tiempo del escenario frente al espectador.»
Entradas y salidas, exhibicionismo, acumulación de referencias culturales, superposición de registros, estallidos injustificados de acción, agresiones, momentos de relajación frente a una imaginaria pantalla de televisión, bailes, secuencias narrativas, textos sincronizados, juegos de ventrílocuos (en un momento dado Gómez ponía voz a los labios sin sonido de Rosay), textos replicados, travestismo, agresiones físicas, silencio… Creación de pequeños caos escénicos que parecían traducir ese gusto por la destrucción latente en los textos de García. Y, sin embargo, todo parecía estar muy controlado, todo parecía encajar en una estructura cuidadosamente pensada: ¿»un orden capaz de albergar el caos?»
José A. Sánchez,
Universidad de Castilla-La Mancha