Perder un sueño es como perder una fortuna, qué digo, es peor. Nuestro pecado es haber perdido nuestros sueños. Sin embargo hay que ser fuertes y aunque uno se sienta cansado decirse: «Estoy cansado ahora, estoy arrepentido ahora, pero no lo estará mañana». Esa es la verdad: mañana la vida no puede ser esto. Habrá que cambiarla aunque haya que quemarlos vivos a todos.

Estas palabras de Roberto Arlt cierran el submundo tragicómico de El pecado que no se puede nombrar; quedan resonando entre las cuatro paredes del asfixiante sótano del club donde los 7 conspiradores, como Los siete locos, del novelista argentino, travestidos la mitad de ellos con el fin de prostituirse para financiar la revolución mundial, se reúnen para organizar sus delirantes planes para transformar la sociedad; casi al mismo tiempo que se dicen estas palabras comienzan a oírse los acordes de la banda de cuerda y viento formada por los mismos personajes que resucitan, después de haberse matado unos a otros. Este mundo escénico, de reducidas dimensiones, donde chocan unos actores con otros, monigotes agitados por sus desquiciados pensamientos sobre todo lo humano y lo divino, adquiere una densidad física y emocional que consigue transformar la cómica farsa en la expresión desgarrada de un tiempo histórico, que para Arlt fueron la de los años veinte y para Bartís el neoliberalismo de los noventa que siguió a la dictadura militar argentina. Como explica el director, no se trata de transponer los temas del narrador argentino al teatro, sino de expresar en escena, de modo paralelo, las estrategias formales que le permitieron a Arlt revolucionar la escritura literaria de entonces y a Bartís la escena argentina heredada de los años ochenta:

Más bien diría que lo nuestro es la utilización del texto de Arlt como excusa para el desarrollo de condensaciones de energía y de tratamientos de expansión y reducción del espacio que se relacionan con investigaciones del lenguaje teatral que me obsesionan como creador (Bartís 2003: 185).

Se trata de abrir el universo artístico a registros temáticos y estilísticos venidos de afuera, hacer resonar en el mundo cerrado de lo literario o lo teatral ecos extraños, pero con una enorme fuerza de realidad. Esto termina produciendo un sistema de choques y rupturas entre unos y otros registros, que generan una musicalidad específica, un ritmo entrecortado y vivo, en un constante desequilibrio, siempre al borde de la quiebra, como el propio país. De este modo se conforma un apretado ritmo escénico, un universo de gestos y reacciones, palabras y miradas, cruces y quiebros, que se aceleran como partículas agitándose en esos reducidos espacios, cargados finalmente de erotismo, donde el público se ve inmerso.

La densidad de estas atmósferas decadentes, oscurecidas por lo confuso de las ideas que atraviesan las cabezas de los personajes, en un esfuerzo por escapar a un escenario envejecido, como de fotografía antigua, que les ahoga, el escenario de su propia historia política, social y personal, podría considerarse como un sello estilístico que el trabajo de Bartís ha dejado en el trabajo de algunos dramaturgos argentinos surgidos en los años noventa, provenientes en algunos casos de la actuación, y que han terminado igualmente recalando en la dirección.