Qué contagiosos son los apáticos, los indiferentes, que todo lo desprecian; a su lado, qué difícil resulta aferrarse a la experiencia y al entusiasmo”

“La cosa (el objeto) a la que me gustaría aproximarse escribiendo debe ser auténtica (auténtica para mí): así se convertiría en una historia natural (y naturalmente en una historia)”

(Peter Handke: Historia del lápiz)

 

Empecemos por el principio:
las descripciones de una historia natural y el entusiasmo
como perseverancia del sentimiento.
Tenemos aquí a doce personas.
Es más: tenemos aquí a doce personas entusiasmadas, que han decidido estar ahí,
situados frente al observador del patio de butacas,
aunque podrían estar un cualquier otro espacio público.
¿Podemos llamar espacio público a un teatro?
Quizás deberíamos considerar sólo espacio público el de los espectadores;
desde luego su comportamiento es público, pero la mirada del observador es privada.

El entusiasmo se proyecta en la luz que los desnuda, en los 23 kilos de la tuba,
en la voracidad de bocas y manos,
en el atropellamiento de comentarios, discusiones, risas, sudor,
espaldas que ocultan, poses estudiadas, canciones interrumpidas,
una cabeza que no corresponde a este cuerpo, muertes inminentes y algún que otro ataque de pánico: cada uno a su manera.

Y con el mismo entusiasmo, también, la necesidad de pararlo todo, de describirlo,
de fotografiarlo y de contarlo -un tiempo de fotografias – ,
una intención patética de apresar una realidad que se nos escapa,
que no entendemos bien;
una imagen equivocada, como quien conserva un retrato en la billetera, como un paisaje que ya no recordamos

Tras la sospecha de que el entusiasmo ciego -apenas tropieza se levanta
– nos lleve a creer que habitamos el mejor de los mundos
y que además lo hemos elegido nosotros y, lo peor de todo, ¡que nos gusta!,
alguien nos recuerda lo mal que vivimos, todos: los actores, los espectadores,
la directora, el escenógrafo, hasta el apuntador si lo hubiera!
-¿qué hemos hecho mal?-

Y se transforma el escenario. Se estudia la predicción del tiempo,
la posibilidad de comprarse un gato, mudarse de casa o de ciudad,
cambiar de pareja o de personaje y hacerse vegetarianos,
con la eterna esperanza (absurda o trágica)
de creer que todo puede ser diferente si cambia el paisaje, nuestro espacio,
“cuando el bosque avance”.