Esta obra se encuadra dentro del ciclo dirigido por Viviana Tellas, directora del Teatro Sarmiento, bajo el título de «Biodrama. Sobre la vida de las personas». Veronese se propuso dar la vuelta al ciclo para preguntarse por la posibilidad de expresar una verdad humana desde un espacio de fingimiento como es la escena. La forma que se despliega consiste, por tanto, en una reflexión acerca de la naturaleza del teatro y los límites de la escena, es decir, de la vida del teatro, pero proyectada también más allá de la escena, al teatro de la vida, para llegar a pensar la naturaleza del dolor y las trampas de su expresión. Lo que Veronese va a colocar como motor del biodrama no va a ser una persona real, sino un miedo convertido casi en obsesión, el dolor ante la pérdida de un hijo; desde esta perspectiva, se podría pensar que se trata del biodrama del propio director. La obra, con Luis Cano como dramaturgista, se estrenó el 17 de octubre de 2003 en el Teatro Sarmiento y se repuso meses después con algunas modificaciones en El Camarín de las Musas. El texto fue publicado por la revista Funámbulos. Los viudos de la certeza, 21 (abril 2004), pp. 39-47, de donde se extraen las citas.
Siguiendo los planteamientos estéticos expuestos por el autor en los Automandamientos, que están también en la base del trabajo de El Periférico de Objetos, el drama plantea una situación única que va a ser llevada hasta un límite, hacia un espacio de inestabilidad emocional, de desequilibrio de la propia maquinaria de la representación, pero con ella, de la misma realidad vital a la que alude; un teatro centrífugo, como explica el autor, que se implosiona desde dentro a partir de la propia realidad escénica como proceso hasta llegar a la creación de «sectores de emoción indisciplinada que se velen y se develen en un furioso oleaje» (310). Una pareja, convocada por un extraño personaje que maneja un piano de juguete del que extrae algunas notas, habla en tono testimonial acerca de sus vidas hasta llegar al centro desde el que emana toda la obra y que no se citará de modo explícito, la ausencia del hijo. En la segunda versión, el extraño personaje, al que se alude como «el artista», será acompañado por una mujer, con lo cual se acentúa la relación de oposición entre una pareja y la otra: unos son los que hablan, se explican, se enredan en discusiones de pareja, cruzando sin pudor el territorio de lo cotidiano y hasta trivial, exteriorizan sus sentimientos hasta llegar al centro de la desesperación en el que ahora se encuentran; la otra, salvo escasas intervenciones, observa la situación desde la distancia, sumidos en una especie de doloroso vacío, entre interesados e indiferentes, siempre un poco ausentes. La escenografía construye un espacio minimalista, de angustiosa proximidad, en el que se disponen una pareja de sillones para cada una de las parejas formando ángulo recto. Cerrando el cuadrado se encuentran los asientos del público, en una incómoda cercanía a la escena, observándolo todo desde una distancia que le obliga a adoptar una posición de voyeurista, como un invitado mudo a una extraña ceremonia que no acierta a comprender, una mirada transversal, que podríamos definir como táctil, característica del trabajo de Veronese. En la representación del Sarmiento, el público, situado en la misma escena con los actores, podía ver el patio de butacas vacío, lo que enfatizaba esa sensación de soledad y desubicación al mismo tiempo. De esta suerte, el espectador se convierte en la tercera punta de este perverso triángulo, los jueces últimos del conflicto que se despliega, a ellos se dirigen en diversas ocasiones unos y otros, tratando de buscar un signo de asentimiento que justifique sus vidas, sin dejar nunca claro cuál es el sentido allí de unos y otros, de qué se trata todo aquello, dónde estamos, ¿en una sala de estar, en un ejercicio de terapia colectiva, en un teatro? Una luz blanca y homogénea sumerge a actores y espectadores en un mismo ámbito. En el centro de esa reducida sala hay una mesita pequeña, en la que se deja de vez en cuando el diminuto piano. En la versión inicial había también un piano real envuelto en plástico en una esquina de la escena, una cita del mundo exterior dentro del ámbito de la ficción, que desaparecerá en la reposición. A la proximidad física se le añade el rígido estatismo en el que se desarrolla la mayor parte de la representación, solo interrumpido por las escasas ocasiones en que se levanta alguno de los intervinientes. Esa sensación de estatismo se refuerza a lo largo de la representación, enfatizando la tensión que atraviesa toda la escena.
Este estado de incómoda oposición entre una pareja y la otra se plantea desde el comienzo, cuando «los artistas» rompen el silencio inicial refiriéndose a los otros: «Estos niños que ahora están de moda, creen que este piano es fácil de tocar. Fácil. Como mentir» (40), y continúan: «En realidad estos niños están aquí para tocarme a mí. Quieren oír mi nota más grave. Y creen que yo también soy fácil de tocar. Como este piano. Pero a mí nadie puede hacerme hablar» (40). La tensión explotará cuando los padres, que han ocupado la mayor parte del tiempo con las confesiones acerca de su historia personal, le reprocha al «artista» su aire de superioridad, su búsqueda de una sublimidad por encima del mundo cotidiano y las tragedias reales, su deseo de embellecer la vida con el arte, revestir la realidad con formas bellas, con la musiquita de ese «instrumento ridículo», de crear una forma que se despliegue capaz de envolverlo todo y que no sea perecedera: «¿Esa es su música? Quiero decir, ¿en eso cree usted? […] ¿Quiere producir notas que suenen eternamente? […] ¿sus notas son sus hijos?». Como la misma maquinaria teatral que se despliega ante el público, las notas o la propia vida de un hijo, constituyen otras tantas formas que se despliegan en una temporalidad poética (escénica) o vital. Este juego de oposiciones se convierte en un complejo mecanismo de teatralidad construido sobre una dinámica de miradas cruzadas, incluyendo la del propio público. La situación se articula sobre este triángulo que potencia el efecto de teatralidad, manteniéndolo en un constante dinamismo de energías que chocan entre unos y otros lados. La madre que dice haber perdido su hijo anima a su marido para que vaya hablando de distintos temas, en ocasiones de asuntos triviales, alejados de esa sublimidad de la que se acusa al artista, tocándole las teclas adecuadas que irán dejando oír unas y otras melodías escénicas.
Texto extraído de CORNAGO, Óscar (2004) «La verdad de una mentira: La forma que se despliega, de Daniel Veronese» en Assaig de Teatre (Revista de l´Associació d´Investigació i Experimentació Teatral. Universidad de Barcelona), 44 (2004), pp. 73-79.