En contraste con el tratamiento dramático de la locura y de la obsesión, en Mira’m, Carrasco propuso una visualización del mundo interior, sin una hilación explícita de las imágenes y sin una relación concreta de los intérpretes (entre los que no se encontraba ella) con un personaje. El paralelismo con los procedimientos del teatro-danza de Kresnick, ya apreciable en Blanc d’ombra, se hacía más visible, aunque la coreógrafa descubría sus referencias visuales más bien en la obra de Tadeusz Kantor, William Blake y Edward Munch.

La «máquina de la memoria» kantoriana adquiría esta vez la forma de un trastero repleto de muebles y objetos. Y en determinados gestos de los actores, en sus silabeos, en sus manos alzadas, en sus elevaciones estimuladas por destellos de recuerdo, reaparecían, reconducidos a la estática y al lenguaje propio de Carrasco, momentos de La clase muerta. William Blake estaba presente desde el inicio por medio de esas velas-linternas que provocaban las primeras visiones de los intérpretes. Y de Edward Munch Carrasco recuperaba las imágenes de las mujeres de pelo largo y cuerpo desnudo: niñas en tránsito a la madurez (al pecado), «madonnas» amenazantes para la mirada masculina, mujeres que se ponían y se quitaban la inquietante peluca roja.

Este nuevo viaje a las zonas oscuras de la interioridad (del cuerpo) construido por Marta Carrasco encontraba su apoyo en un «collage» musical, en el que tenían cabida Mozart y Schubert, tanto como Tom Waits y Ennio Morricone. A la alternancia y la mezcla de las músicas correspondía a la alternancia y la mezcla de las imágenes, que a veces se ofrecían directametne en forma de galería de personajes deformes, travestidos y estrafalarios que a simplemente cruzaban la escena, adoptaban poses o componían cuadros estáticos. El protagonismo de las muñecas (otro resto kantoriano) introducía de forma siniestra la referencia a la infancia, a la que una y otra vez apuntaban los intérpretes con sus acciones y sus textos, en tanto las sucesivas imágenes de la novia recuperaban de forma obsesiva la cuestión del tránsito y la maternidad. Las máscaras de niño sobre intérpretes desnudos producían monstruos de resonancias esperpénticas, en tanto las máscaras sobre la parte posterior de la cabeza generaban personajes grotescos, con quienes los intérpretes se divertían prestándoles sus brazos y sus espaldas para componer la parte frontal de su torso. Lo dramático se alternaba con lo cómico, la referencia culta con la popular (ese personaje con una jaula de pájaro cubriendo su cabeza que hacía un playback del aria de Papageno), lo lúdico con lo violento (esa escena que comienza con una tortura lúdica y acaba con un parto violento sobre el columpio-portapalés), lo obsesivo (las danzas patéticas, los llantos infantiles) con lo ligero (los disfraces y las recetas de cocina), lo abstracto con lo cotidiano, lo íntimo con lo espectacular. Al final, los cinco intérpretes, vestidos con sacos-camisas de fuerza, en una nueva composición de resonancias kantorianas, resolvían el espectáculo comiendo sandía y rociándose con agua mientras ejecutaban una danza desenfrenada que poco a poco se iba bloqueando para componer el mismo cuadro familiar con el que se había iniciado la pieza.

José A. Sánchez,

Universidad de Castilla-La Mancha