Esta pieza fue el resultado de una invitación a participar con una creación específica en la programación aPartes, un espacio para el arte contemporáneo inserto en el Festival de Almagro. Antes de llegar, los integrantes de Angeldemonio conocían aproximadamente las características del histórico pueblo manchego, la centralidad de su plaza mayor y la presencia en ella de un personaje bien conocido en Lima, don Diego de Almagro, a quien en 1982 se erigió el monumento que hoy sigue presidiendo los jardines.
Es habitual en el trabajo de Angeldemonio desde hace algunos años el partir del estudio del lugar donde van a intervenir, de su arquitectura y su historia, y hacer confluir esos estudios con las intuiciones creativas previas o paralelas al mismo. Este doble origen corresponde sólo parcialmente con la distinta personalidad de los dos fundadores del colectivo, el arquitecto Miguel Villaseca, que a sus funciones creativas añade las de «regisseur» a la antigua usanza, y Ricardo Delgado, actor y artista inquieto, que no se esfuerza lo más mínimo en ocultar la emoción que para él va indisolublemente asociada a la creación escénica. Para Pampa Santa contaron además con la colaboración de un joven actor, estudiante de sociología y albañil en sus ratos no libres, a quien invitaron motivados por la idea que les había inspirado este nuevo lugar de actuación.
aPartes se había inaugurado con una versión de su pieza Azul Parejo, representada con anterioridad en Lima. Se trata de una acción muy sencilla, una plasmación líquida del mal de amores, ejecutada en solitario por Ricardo Delgado. La acción comenzó en un bar del callejón del Toril, donde el actor pidió una cerveza, la colocó sobre su giradiscos y la dejó dar vueltas, mientras la miraba absorto en sus pensamientos. De ahí, tras recoger su pequeña maleta, se dirigía hacia la fuente frente al ayuntamiento, apenas aún visible por los vecinos, pese a su clara condición de actor, habitante de otro tiempo y de otro espacio, o más bien, transformador del tiempo y del espacio. En un banco de piedra frente a la fuente, acompañado de un viejo del pueblo que se resistía a reconocer su presencia, inflaba un flotador y se quitaba los zapatos. Con gran cuidado, colocaba su giradiscos sobre el flotador y hacía sonar el vinilo con música de los Panchos: viejas canciones de amor, boleros reconocibles por todos. A estas alturas, ya los niños habían advertido las intenciones de Ricardo, y también algunos adultos, que se arremolinaban en torno a él al mismo tiempo que introducía un pie primero, luego el otro, y finalmente el tronco y la cabeza en el agua. Al hacerlo, el tinte que empapaba su pelo comenzaba a disolverse y a teñir el agua de azul. Lo que seguía era una escena de angustiante tensión, en la que Ricardo jugaba con su resistencia pulmonar mientras se desplazaba por todo el perímetro de la pila coloreando con su «sangre» melancólica lo que para muchos había dejado de ser lo que ahora volvía a ser. El castigo impuesto por la pena, la transformación del espacio público y la gota de melancolía y belleza concluían abruptamente: Ricardo recogía su giradiscos, se calzaba de nuevo y abandonaba el lugar a toda velocidad, sólo deteniéndose frente a la estatua de don Diego de Almagro, al que parecía brindar su resignación a través del lejano silencio de la historia. Seguido por cámaras de vídeo y un montón de niños como enjambre de moscardones, alcanzaba su destino: un segundo bar donde pedía otra cerveza. Sólo en compañía de una de las cámaras se encerraba en uno de los servicios y ya lo único que se oía eran golpes dentro, risas y comentarios sigilosos fuera.
Esta acción repetida creó un dibujo imaginario sobre la plaza Mayor sobre el que Angeldemonio quiso superponer su segunda intervención. Así, Pampa Santa continuaba estructuralmente una pieza imaginada en Lima, y al mismo tiempo intervenía sobre la estructura urbana concreta de Almagro, proponiendo una especie de muro imaginario, justo en el centro de la plaza, que interrumpió la circulación habitual en la misma a esa hora de la noche. Pero además, construyó al menos otros dos muros: el muro real, a base de ladrillos, a partir del cual comenzaría la acción, y un muro simbólico, constituido mediante canciones populares, iconos religiosos y una religiosidad que teniendo la misma base que la manchega resultaba totalmente extraña a los habitantes del lugar.
Lo primero que se veía: un muro de un metro y medio de altura por un metro de ancho, compuesto por unos ciento cincuenta ladrillos y envuelto en papel de envolver transparente. Próximo a él, un actor, Augusto Montero, con un micrófono inalámbrico pronunciaba una letanía dirigida a Sarita Colonia, mientras un segundo actor, Ricardo Delgado, repartía estampitas de la santa popular mexicana marcadas en la parte de atrás con un «Made in Peru» y la dirección electrónica a la que se pueden dirigir los deseos que se pretende que ella conceda. Durante todo este tiempo, diversas personas, especialmente jóvenes, se acercaban sin ningún pudor a Augusto y compartían con él el banco que claramente se había convertido en centro del espacio escénico.
Al mismo tiempo que Ricardo Delgado se esforzaba por delimitar con papel transparente el rectángulo de la acción, la letanía del primer actor se iba mezclando entonces con música popular, «Chacalón y la Nueva Crema». Al cabo, Augusto se dirigía hacia los ladrillos, y comenzaba un momento muy doloroso del espectáculo: el transporte de dos en dos de los ciento cincuenta ladrillos para componer con ellos una especie de pasarela en forma de cruz en el centro del rectángulo.
El espectador se hace entonces consciente del tiempo, del trabajo, del dolor y de la diferencia. Ésta aparece acentuada por la música popular y las referencias a Sarita Colonia, que «cortan» culturalmente la plaza con mayor evidencia aún que las sucesivas construcciones de ladrillos. Angeldemonio supera la tentación de reapropiación simbólica de esta plaza castellana del siglo XVI y prefiere en cambio instalar en su centro un fragmento de la realidad diferencial de las plazas actuales en Perú. Lejos de proponer una mirada asimilable y no problemática sobre la cultura peruana, ofrece un contenido de difícil asimilación. Y esa dificultad de asimilación, la puesta en escena de la alteridad, constituye un factor clave en el inicio de cualquier diálogo entre culturas (y entre personas) por más próximas o «familiares» que éstas se imaginen. A esta escenificación de la alteridad contribuye el esfuerzo físico real del actor, que consigue preocupar, irritar o provocar reacciones nerviosas (también burlescas) por parte de los espectadores. Sin embargo, nadie le ayuda: todos aceptan que ésta es una misión que le corresponde a él, que ha asumido voluntariamente en el contexto de su construcción artística, y que él debe terminar. Los gritos de ánimo, recogidos por Ricardo Delgado con el micrófono inalámbrico ponen de relieve esa solidaridad y, al mismo tiempo, la radical distancia que la situación teatral acentúa. El tiempo se siente, pasa, el tiempo necesario, y el sacrificio se percibe, físicamente. Esto no es la televisión. Y esto no es multiculturalismo.
Los espectadores respiran cuando los ciento cincuenta ladrillos ocupan el centro de la plaza formando un pasillo – cruz. Augusto se acurruca en un hueco que ha dejado entre los ladrillos y pone su cuerpo al servicio de la imagen (para el espectador) a la vez que le concede un pequeño descanso (para sí). Es un momento de una gran belleza, una reinvención de la iconografía cristiana del sacrificio evitando la imagen del crucificado, dulcificando esa imagen. También es de gran belleza la secuencia siguiente, cuando Ricardo Delgado sube a la pasarela de ladrillos y ayuda a Augusto en la siguiente fase de aparente desconstrucción. En realidad, lo que hacen es construir una especie de altar en el extremo opuesto del rectángulo. Pero durante el proceso, los ladrillos parecen moverse ahora de acuerdo a un guión caótico. Ricardo, incluso, rompe uno de ellos, produciendo una alerta en los espectadores. Sin embargo, lo caótico de la acción parece responder a una coreografía de precisión asombrosa, de ahí su belleza.
Mientras Augusto termina de construir el altar, Ricardo va introduciendo en los ladrillos objetos de culto y velitas que previamente ha transportado hasta ese extremo en una caja. Al finalizar, Augusto ocupa la parte superior del altar, componiendo otra imagen del sacrificado, fácilmente analogable a la de Cristo, aunque menos eficaz que la primera. Cuando baja, el altar queda a disposición de los espectadores, convertidos durante el proceso en fieles potenciales de la pequeña santa peruana.
Muchos encienden velas, algunos piden deseos, casi todos se llevan las pequeñas figurillas que Ricardo había colocado entre los ladrillos. La huella de la acción permanecería un día entero en la plaza, y durante algunas horas se seguirían apagando velas.
Es en la respuesta del público, un público no prevenido y no habitual al teatro, donde se puede medir la eficacia comunicativa de esta acción, que además presenta otros muchos puntos de interés ya señalados: la inserción en la arquitectura estructural y funcional de la plaza, el choque cultural, la utilización de una actuación de resistencia y su consecuente reto al público, la belleza que surge de los materiales y las acciones pobres, la capacidad de cautivar al espectador en un juego ritual que le resulta completamente ajeno.
La utilización de la religión (o más bien de la religiosidad) como material artístico constituye probablemente uno de los retos conscientemente asumidos por el colectivo. En contra de lo que los pensadores y los ideólogos de principios del siglo veinte podían prever, la religión ha vuelto a ocupar el centro de los discursos políticos e históricos, y al hacerlo compite nuevamente por el control del espacio simbólico que el arte, desde principios del siglo XIX, había pretendido conquistar, sustituyendo a la religión. Ahora que la religión ha mostrado su capacidad de resistencia, no sólo respecto al arte y la estética, sino incluso respecto al discurso político surgido de la ilustración, parece justificada la apuesta de Angeldemonio por trabajar precisamente en esa grieta: si no es posible competir con la religiosidad por el espacio simbólico, incorporemos la religiosidad como material artístico, algo que, por otra parte, las diferentes Iglesias, y especialmente la católica, han tratado de hacer con mayor o menor fortuna a lo largo de los siglos. Que un grupo procedente de Lima se presente en Almagro con una obra que usa material religioso, resultante de una derivación popular de la enseñanza cristiana, no deja de resultar una provocación mucho más fuerte que cualquier discurso explícito sobre las responsabilidades de la conquista o las advertencias sobre la nueva conquista.
Marginalmente, la acción puso también de relieve la perversión de la mirada (y de la presencia) impuesta por la televisión, las dificultades para contemplar y asistir a la acción en directo de forma diferencial a como se puede asistir a la acción televisada o incluso a la acción escenificada para la cámara en un estudio de televisión. Ello se hizo visible en la inconsciencia de algunos espectadores respecto a la realidad del actor a quien tenían al lado o de la posibilidad de interferir una acción que no se reproducía mecánicamente, sino que se ejecutaba escénicamente, frágil en cierto modo en su proceso. Y, sin embargo, bastaron veinte minutos para que en gran parte los espectadores aprendieran también esa diferencia, para que aprendieran lo que habían olvidado. El aprendizaje del teatro coincidía en este caso con el aprendizaje de la alteridad. Y una vez más puso de relieve la eficacia de lo escénico en la articulación de estrategias de resistencia frente a la colonización multidireccional pero muy poco multicéntrica de nuestro espacio simbólico.
José A. Sánchez,
Universidad de Castilla-La Mancha