La invitación fue a intervenir escénicamente un edificio abandonado que había sido la sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores en Tlatelolco. La Secretaría lo había dejado en diciembre del 2006, y la UNAM lo convertiría en un Centro Cultural hacia Octubre del 2007. Tendríamos aproximadamente dos meses para conocerlo, habitarlo y finalmente hacer algo con él, antes de que las cuadrillas de trabajadores entraran a cumplir las tareas de remodelación. La primera vista fue devastadora. Tlatelolco es un lugar de belleza extraña. Un velo de tintes trágicos lo cubre.
Aparece Tlatelolco, la Plaza de las Tres Culturas… la fiesta y la tragedia; el “desarrollo estabilizador” y los escombros del terremoto de 1985. Atrás la unidad habitacional, micro urbe de aliento funcionalista; el sueño de la modernidad como telón de fondo del canto del cisne una tarde de octubre del 68, preludiando el anticlímax de una posmodernidad grisácea y opaca. Y justo ahí, al lado del Templo Mayor de los Tlatelolcas, se levanta una torre, como de marfil, de brillo absurdo, decadente, templo inclinado (20 cms.) a las pretensiones de “no alinearse”, de transitar por la “Tercera Vía”. Hito arquitectónico de la Ciudad de México diseñado por los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez y Rafael Mijares. De La Basílica de Guadalupe al Estadio Azteca, del Palacio Legislativo al Museo de Antropología y de ahí a la torre de la S.R.E. en Tlatelolco…blanca como elefante. ¿Qué figura dibujará hoy el mapa que trazan los edificios diseñados por los arquitectos que concibieron las construcciones emblemáticas de nuestro mexicano – y priísta – “milagro”?
La primera visita al edificio fue devastadora, decía: grandes espacios vacíos, implosión, ruinas, mármoles, grecas en maderas preciosas, despojos silenciosos de una silueta de país que se desmorona, se nos esfuma. Un edificio abandonado, poblado de naturalezas (cuasi) muertas, mejor dicho: still life, vida suspendida ¿desde cuándo? vida ¿de quiénes?
Interminables archiveros vacíos, fotografías olvidadas, basura, astas sin bandera, montañas de documentos, un piano, plantas moribundas, ventanas con la ciudad a sus pies como reinterpretaciones vivas de los frescos, en los gabinetes de los príncipes renacentistas, representando las consecuencias del buen y el mal gobierno, sombras, huellas de un pasado mejor, vestigios del poder absoluto, pasaportes no reclamados, ecos de mil lenguas, mapas, pasas enmohecidas, cartas al C. Secretario, documentos que susurran políticas vergonzantes, asilos, exilios, descripciones de protocolos de refinamiento trasnochado, un frasco de barniz para uñas sobre un escritorio destartalado, huellas de traductores, de traidores, de policías, de licenciados, de secretarias; sótanos… tenebrosa burocracia; discursos, frases célebres…letra muerta. Machina memorialis en la que se solapan tiempos y recuerdos, algunos mucho más antiguos que nosotros.
¿Qué hacer pues con todo esto?
Dejar hablar a la realidad, hacer casi nada, apenas detonar un juego. Huir de toda ficción que convirtiera en espectáculo, en escenografía, esos paisajes brutos e insalubres y a la vez de una poesía tan delicada y volátil como el polvo que los cubría. Curioso ready made aquella torre.
El proceso fue similar al de un equipo de arqueólogos. Los que somos Teatro Ojo habitamos algunas semanas el edificio. Lo recorríamos una y otra vez, en distintas direcciones, a distintas horas (los juegos de sombras son prodigiosos), desenterrando documentos, lujosas vajillas, cartas de amor, descubriendo nuevos pasadizos, bichos (especialmente cadáveres de cucarachas que habían sucumbido ante la última fumigación). Luego, intentábamos desentrañar el sentido de todos esos hallazgos. Finalmente comprendimos que todo aquello sólo se podía articular apelando a la “utilidad exuberante de las cosas inútiles”.
Apreciábamos especialmente el momento, al atardecer, de subir por los elevadores hasta el piso veinte, que fuera la oficina del último canciller que despachó en esta sede, de ahí subíamos al helipuerto, a esa hora la Ciudad de México se dejaba contemplar entrañable, bestial. Sólo sabíamos que allí culminaría la obra.
Al cabo de algunas semanas de exploración, optamos por un dispositivo sencillo, daríamos visitas guiadas al edificio. Habría sólo cuatro espectadores invitados por recorrido, los actores eran ocho. Los recorridos serían individuales y se realizarían a pie, en sillas rodantes y en elevador. A cada espectador le correspondería un guía que se alternaría con otro en determinados momentos. Los demás actores ejecutarían acciones en distintos puntos del edificio. Acciones mínimas, apenas las necesarias para establecer relaciones precisas con el espacio, con un objeto o con el proceso mismo. Es decir, hacer visible, audible, perceptible un espacio, un objeto o un documento encontrado y ponerlo en relación con la situación concreta, inmediata, insertarlo en la estructura del recorrido.
En una ventana del piso 19, Eréndira Valles declamaba, enardecida, un poema nacionalista que había aprendido en la adolescencia, mientras veía, abajo, la plaza de las tres culturas; de joven había participado en el movimiento estudiantil de 1968; se dice que en algunas de las ventanas de los últimos pisos se apostaron francotiradores el 2 de octubre de aquél año. Desde una de éstas ventanas -con la ayuda de un telescopio – hoy se puede leer el rótulo que anuncia la CARNICERÍA Y TOCINERÍA que ocupa uno de los locales comerciales de la planta baja del Edificio Chihuahua.
La premisa que nos pusimos fue trabajar únicamente con el material encontrado en aquel edificio y entretejerlo con los diversos espacios que conformaban los recorridos, determinando así una dramaturgia estructurada a partir de la arquitectura, objetos encontrados, trayectos (duraciones) y abierta a un proceso en el que la realidad fuera el árbitro absoluto. Un proceso abierto en el tiempo como forma de “aumentar” la realidad, propiciando acciones y relaciones atentas al instante, a lo accidental.
Un balazo en una ventana, un documento de extradición triturado aparentemente confidencial- de un afamado narcotraficante, una película pornográfica hallada en un casillero, la bitácora administrativa de la búsqueda de un indocumentado desaparecido, la confesión grabada en una vieja cinta de audio de un contrarrevolucionario sandinista arrepentido de haber colaborado con la CIA, seguida de una conferencia de un ex embajador de EUA en México, un cuaderno de ejercicios de inglés en el que algún trabajador de intendencia intentaba, fallidamente, responder preguntas como “ Can I live in Mexico? Can you live in Mexico? Can he live in Mexico?…“
Se trataba de articular conversaciones en el más amplio sentido de la palabra; conversaciones que permitieran no sólo establecer una cierta relación entre los guías y los visitantes, sino también entre los propios visitantes; y especialmente, propiciar conversaciones entre el visitante y su memoria, entre el visitante y la ciudad, entre el visitante y la realidad que lo rodeaba.
Buscamos en este trabajo abolir las barreras espacio temporales entre el momento de creación y de percepción de la obra, más aún, hacer de la percepción del visitante un elemento constitutivo de la creación de la pieza. No faltará quien se siga preguntando si este tipo de experiencias se encuadran en los terrenos de lo teatral o de lo artístico. A mí, como a Gustav Metzger: la cuestión de saber si los trabajos que expongo son arte o no me importa poco.