En su estreno en el Teatro Alhambra, en el Festival Internacional de Granada de 1994, los actores recibían al público en el pasillo recitando la canción maorí «toto Vaca», seguida de poemas africanos de Tristan Tzara y el «Dadá Canibal» de F. Picabia. En el escenario, se sucedían recitados de estos textos, juegos metateatrales, pronunciamientos nihilistas y anarquistas, traslados de actores inertes y juegos exhibicionistas. El exhibicionismo constituía el núcleo de la primera parte del espectáculo, «Número español: Gold: Oro», en que con un fondo constante de música flamenca, los actores empleaban «toda su energía en la obtención de resultados», resultados del tipo «la sonrisa de Águeda», «la sensualidad de María», «el cuerpo de Oso» (cualidades y nombres -o sobrenombres- de los propios actores), al tiempo que parodiaban el patetismo flamenco y la autoconcepción de la cultura andaluza, para acabar en una «foto de familia» detrás de un aro de fuego con claras reminiscencias de lo circense.
La segunda parte, «Funeraria Kenyon», en la que se proponía una reflexión sobre la creación basada en textos del pintor Francis Bacon, se desarrollaba como una serie de apariciones y desapariciones de actores-personajes, que recitaban textos, ejecutaban bailes, se exhibían, se trasladaban, mutuamente se parodiaban, recuperaban acciones y textos ya utilizados anteriormente y repetían secuencias de movimiento hasta el agotamiento físico.
La última parte, «Terminable-interminable», pretendía generar un «espacio de pensamiento», ocupado por una iconografía que remitía tanto a Kafka como a Beckett y atravesado por una pregunta, resto de un lema para la improvisación: «¿que cómo pienso?»; los actores daban diversas respuestas a la pregunta, mientras en paralelo se desarrollaban fragmentos secuenciales muy heterogéneos, en ocasiones absurdos, extraños o contradictorios, hasta que el silencio se iba adueñando poco a poco de la escena, a la que sólo el cansancio confesado por uno de los actores-personajes ponía fin.
Sara Molina, cuyas producciones sí están directamente condicionadas por el pensamiento de Lacan, pobló la escena de animales: patos, vacas, gallos, leones, osos y monos sirvieron de diferentes modos a la directora andaluza para apoyar su indagación de la persona. En algunos casos, los animales sólo eran reconocibles por el eco de sus voces o sus gestos (como en Cuacualavie, su primera producción, con Kábala Teatro, en 1988). En otros, se instalaron de forma irónica en los títulos de los espectáculos (El último gallo de Atlanta o Tres disparos, dos leones), cómo índices culturales que remitían a mundos ficticios e irrecuperables (el recuerdo de una juventud no vivida a través de Lo que el viento se llevó o el entusiasmo tampoco experimentado de las vanguardias dadaístas fijado en su imaginería). Pero también en algunos gestos mediáticos de los actores, que, por ejemplo, en El último gallo de Atlanta interrumpían la acción para ejecutar el rugido del león de la Metro, acompañado por un suave zarpazo).
La presencia de lo animal tiene que ver con la afloración de lo inconsciente. Y ese trabajo que parte de la liberación de lo no consciente necesariamente conduce a la fragmentariedad. El vínculo entre lo animal y lo fragmentario es el debilitamiento del yo, del yo moral, que cede su lugar en la composición de la pieza a un sujeto mucho más atento a las derivas y repeticiones caprichosas de los motivos, a las interrupciones de la experiencia o de la imaginación periférica y a la concatenación puramente asociativa de los materiales. Y aunque Sara Molina no fuera compositora, sino actriz y escritora, lo que les pedía a sus actores es que se aplicaran sobre todo a «la interpretación de una melodía».
Tanto en su exploración de la intimidad (o «extimidad»), como en su recurso a la fragmentación, el barroquismo de lo periférico y la construcción asociativa, las propuestas de Sara Molina podrían situarse en la línea de trabajos como los realizados ya en los setenta por creadores como Richard Foreman. La exploración obsesiva de la experiencia privada por parte Foreman y su conversión en enigmáticas composiciones marcadas por la contaminación visual y sonora son fácilmente reconocibles en el trabajo de Sara Molina, que, sin embargo, dotó a sus espectáculos de una textura mucho más amable, casi tímida, evitando por medio de lo lúdico, o de lo lánguido, que la extrañeza una y otra vez manifestada por los propios intérpretes, produjera en el espectador el extrañamiento.
La indagación sobre el pensamiento que centra la última secuencia de Tres disparos, dos leones, parecía producir una suspensión del tiempo. Los actores (o sus personajes) se afanaban en encontrar la respuesta adecuada, como si un olvido insalvable en el interior de su cerebro les impidiera llegar a ella. Así, esos personajes casi desprovistos de toda la carnalidad exhibida en las dos primeras partes del espectáculo, y por ello más capaces de entregarse a la reflexión, se enfrentaban a la angustia de un callejón sin salida.
Según Benjamin, «entre todas las criaturas de Kafka son especialmente los animales quienes se dedican a la reflexión». El insecto (Gregorio Samsa) de La metamorfosis o el mono de Informe para una Academia figuran entre los más conocidos, aunque son muchos los animales y seres intermedios que ocupan el imaginario kafkiano. «El olvido es el recipiente del cual surge a la luz el inagotable mundo intermedio de las historias de Kafka». El rastreo de lo olvidado, la búsqueda del mundo de los antepasados, «conduce, hacia abajo, hasta las bestias». En las bestias Kafka habría buscado continuamente captar la presencia de lo olvidado. Y «la cosa más extraña y olvidada es el cuerpo -nuestro propio cuerpo-«. (Benjamin, 1971: 116-117)
José A. Sánchez,
UCLM