MADRASTRA – GUERRA
SOLDADO.- Cuando la niña cumplió doce años hacía dos que había empezado la guerra.
Estábamos en ese tiempo en que cualquier acontecimiento cotidiano era precedido por la muerte. Estábamos en ese tiempo en que las victorias se obtenían según la cantidad de niños asesinados.
La guerra entre ejércitos había perdido importancia. Las bajas civiles comenzaron a ser el principal objetivo, y muy pronto los niños se convirtieron en las víctimas favoritas.
Las bombas explotaban en los colegios, en las guarderías, en los orfanatos… Las escondían dentro de las muñecas, o las cubrían con un puñado de caramelos. Apenas había bolsas ni tierra para sepultar a todos los niños asesinados.
«¿Y si los niños crecen, y se les ocurre ser bellos, y vengarse? ¡Hay que matar a los hijos de todos aquellos hombres que hemos asesinado!» Eso decían.
Se había llegado a la conclusión de que la matanza de inocentes era el mejor sistema para debilitar la moral del adversario. Pero en el fondo lo que se había descubierto era la forma de legitimar el inmenso placer que a los hombres les proporciona el ejercicio de la crueldad. Hasta la fecha ninguna hecatombe había impedido nuevas y más sangrientas hecatombes.
Las guerras son como las madrastras perversas. Todas quieren ser las más bellas. Todas se miran en el espejo de otra guerra. Y si reconocen a una víctima más bella que la propia guerra se encargan de perseguirla hasta aniquilarla.
BLANCANIEVES.- ¡Me pregunto si la vida de una niña merece la pena!
[Texto extraído de Políticas de la palabra. Esteve Graset, Carlos Marquerie, Sara Molina, Angélica Liddell, ed. Óscar Cornago, Madrid, Fundamentos, 2005, pp. 357-360]