A Nublo, de María Jerez y Edurne Rubio

Kaaitheater. Bruselas. 25/06/2021

 

A Nublo tenía que haber acontecido en enero pasado en Madrid. Se suspendió un par de días antes de la presentación por una incompatibilidad de los requisitos técnicos de la pieza con las medidas de seguridad COVID. Se presentó por fin en el Kaaitheater de Bruselas, que retoma ahora su actividad presencial después de meses de confinamiento virtual. El protocolo sanitario en Bruselas establece que hay que entrar a la sala manteniendo la distancia y ocupar el asiento que se te asigne por orden de entrada, sin margen a la elección personal, una molesta pérdida de derechos asumidos provocada por un ser no humano y no vivo que, se diría, nos quiere arrastrar hacia su modo de existencia, y que en cierto modo nos deshumaniza, si no fuera porque somos los humanos quienes aceptamos modificar nuestro comportamiento y renunciar a nuestras pequeñas libertades cotidianas con el fin de proteger nuestra vida animal sin la cual tampoco existe nuestra vida social ni política.

La extrañeza del protocolo hace que casi pase desapercibida la presencia de Edurne y Manah (que sustituye a María) sobre dos plataformas en el patio de butacas. Son ellas las que silban, soplan y producen ruidos que amplificados se funden con otros que nos transportan a un paisaje sonoro, que poco a poco se va transformando también en un paisaje visual, un lugar donde sopla el viento y corre el agua, donde hay rocas y piedritas, árboles y arbustos, granos y cortezas, pájaros, roedores, reptiles, y donde predomina la oscuridad. Cuando todos los espectadores han entrado, ambas abandonan sus plataformas y se escabullen en las sombras cerradas que dominarán la escena durante varios minutos. Ahora sí, es un bosque o un valle nocturno, poblado de seres simulados mediante ruidos producidos de forma no tan obvia. También se escucha un grito, que podría ser un graznido, pero que de ser humano añadiría una tercera dimensión a la pieza: a la materialidad del teatro, de las intérpretes y el resto del equipo y al mundo invisible que se va conformando gracias a sus acciones en la imaginación del espectador se superpone ahora una dimensión metateatral, que es en parte de memorias cinematográficas o audiovisuales, pues es difícil que nuestras memorias físicas puedan competir con éstas.

Como estamos en un teatro, que es un lugar para ver, uno se esfuerza en atravesar la oscuridad del escenario en busca de figuras reconocibles, y éstas aparecen, casi como pistas falsas, gracias a iluminaciones tan tenues que lo que revelan no llega a ser significante y que nos devuelven a la escucha, y a la triple imaginación: lo que cada ruido evoca, la intriga por averiguar cómo está producido, y su sentido, que sólo depende de su inscripción en fragmentos o microrrelatos que fugazmente se cruzan sin que  dé tiempo a aferrarlos.

Por fin la escena se ilumina detrás del telón de fondo, que al poco desciende, demasiado rápido para un amanecer, lo cual ya nos advierte que este dispositivo no está concebido según nuestros tiempos y menos con el fin de producir el placer contemplativo. El descenso del telón descubre un sol tosco, un enorme foco con filtro amarillo que nos ciega. Uno no espera necesitar gafas de sol dentro de un teatro, y menos viniendo del mundo real, de una tarde lluviosa, de extraño inicio veraniego, en una ciudad habitualmente no demasiado luminosa, pero en pocos momentos como éste se echan de menos, así que hay que recurrir a la mano como visera para poder seguir cumpliendo como espectador e intentar ver algo; ahora que por fin hay luz, tampoco podemos mirar, porque la potencia de ese proyector frontal, nos saca de la comodidad. La molestia comienza a amortiguarse cuando otro foco blanco corre lateralmente ante el amarillo para provocar momentáneamente un eclipse mecánico, demasiado rápido, con un ritmo que queda muy lejos de las mimesis tecnonaturales de Robert Wilson (como el ocaso de neón en Einstein on the Beach, 1976), y que remite más a la presencia abrumadora de las cosas en las escenografías mecánicas de Heiner Goebbels en Stifter’s Dinge (2008). Tampoco puedo evitar la memoria del sol de La mano feliz (1913) de Schönberg y su sueño de hacer música con los recursos de la escena, o los diseños escenográficos para esa misma obra de Oskar Schlemmer ya en 1930. Es como un viaje al pasado, treinta años atrás, a la incitación que me llevó a escribir Dramaturgias de la imagen (1992). Claro que ahora no se trata de hacer música, ni de interrumpir el pensamiento discursivo en beneficio de lo sensible o de lo no verbalizable, sino de una indagación en la materialidad misma de la escena y su correspondencia no mimética con la naturaleza (¿definitivamente?) ausente.

Por fin, la nube. Tan esperada por el título y por las imágenes que anuncian la pieza. Resopla la máquina detrás del telón bajo, y la nube se conforma, con bellas formas que obstruyen momentáneamente la luz del sol cegador. La nube amarilla se vuelve blanca. Crece gracias a nuevos resoplidos. Y a medida que avanza y se expande sobre la escena, el tono blanco adquiere matices azules. Cuando la nube comienza a flotar sobre los espectadores, ya suena el «Preludio» de Lohengrin, que nos transporta a un teatro de ópera, y se van sumando nuevos colores, naranjas, magentas. Debería ser un momento de placer, y sin duda hay belleza en la imagen, pero la nube no deja de ser humo surgido de una máquina de humo, que de vez en cuando resopla, su colorido complejo y cautivante no deja de ser efecto de la iluminación por una hilera bien visible de focos en un lateral del escenario, y su avance no se da entre el cielo y la tierra, sino entre el techo técnico del teatro y la platea de espectadores, que quisieran abandonarse al disfrute, pero que no lo consiguen del todo, atrapados en la extrañeza y en parte convertidos ellos mismos en elementos del paisaje.

Incluso en su desintegración, el humo coloreado produce momentos hipnóticos: la nube deja de ser nube y se transforma en tela, de tacto sedoso y reflejos volubles. Pero todos los fenómenos naturales pasan, como pasan las horas del día, inexorables, y en esta pieza todo pasa más rápido de lo que cabría esperar. Porque a esa especie de aurora boreal sucede sin previo aviso una tarde desapacible, inquietante, y uno no sabe si es el viento el que agita las hojas, quiebra las ramas, desplaza la tierra y hace que las cosas caigan y se rompan, o es que por fin ha comenzado la película y nos adentramos en el escenario de un crimen, un crimen que se va a cometer, o uno que se está cometiendo, o que quizá ya se haya cometido y estamos entonces a punto de encontrarnos el cadáver, o el asesino. O puede no ser la escena de un crimen, sino un paisaje afectivo, el escenario de una experiencia en la que un personaje invisible se está enfrentando, más allá de nuestra pantalla imaginaria a la frustración, a la soledad insoportable o simplemente se ha perdido y le agobia su desorientación. Sólo que no hay personajes, son escenarios posibles para una escena sin personajes. Y es que nos resulta tan difícil aceptar que las cosas tienen su propio tiempo, que las cosas hacen al margen de nuestros deseos, nuestras percepciones, nuestros sentimientos. Afortunadamente, no hay tiempo para el estupor filosófico ni para la angustia metafísica y, como este paisaje es tan mecánico como natural, ni siquiera las más tenebrosas imaginaciones dejan de ser divertidas, y ahí seguimos dentro y fuera de una película sin principio ni fin, que es mera ráfaga sugerida, pura inestabilidad, producto de un viento inconstante que hace que se descuelguen cables, caigan telas, oscilen las varas de luz en el telar, también sobre nuestras cabezas, rojas, como en una tarde amenazante, pero ineluctablemente seca. Es ahora cuando el paisaje escénico revela más claramente su naturaleza material: es el movimiento de las cosas y las máquinas lo que se hace presente más allá de cualquier imaginación o cualquier referencia. Sólo que las figuras humanas no han desaparecido del todo, están ahí, entre bastidores, detrás de las telas, en lo alto de la caja escénica o al fondo de la sala, en el control técnico, y son sus manos y sus actos los que dotan de vida propia a las cosas, y son ahora esas dos dimensiones las que se superponen: una dimensión en que las cosas se mueven por sí mismas produciendo imágenes y sonidos y una dimensión en las que un grupo de personas escondidas entre las sombras activan, sueltan, empujan, regulan,  tensan, desplazan e incluso corrigen invadiendo furtivamente la escena cuando alguna de esas cosas supuestamente vivas no realiza el movimiento que se esperaba de ella.

Y se desata la tormenta. Bajan del telar ventiladores industriales. Caen sobre el proscenio cortinas pesadas, como gigantescas alas de cuervo. Y a las sensaciones táctiles que antes provocó el humo se añade ahora la del aire impulsado con fuerza desde la escena hacia la platea. Es un despliegue poderoso, aunque afortunadamente no llega a caer el agua desde el techo, la representación puede ser casi tan bella como la naturaleza, pero nunca tan agresiva ni tan peligrosa. Claro que no se trata de competir con la naturaleza, sino de instalarse en la extrañeza, en jugar con la potencia de los cuerpos humanos y de las cosas para producir imaginaciones fugaces, para compartir la consciencia de nuestra vulnerabilidad, pero también el poder de nuestra inventiva lúdica. Las cosas, por otra parte, son incluso más frágiles que nosotros: incapaces de remediar sus errores, de repetir lo que hacen mal, tan susceptibles de romperse o de dejar de funcionar y quedar entonces a expensas de que algún humano las repare o las devuelva al movimiento.

Calmada la tormenta, Edurne y Manah aparecen de nuevo en escena. Antes de que dé tiempo a esperar nada, avanzan hacia el patio de butacas y comienzan a atravesarlo. Los ventiladores industriales siguen siendo visibles, y yo los asocio a los que sirven para impulsar los barcos en las zonas pantanosas, donde la escasa profunidad del agua impide el uso de hélices con motor, y se debe recurrir al impulso de las astas del ventilador con el aire. Es una memoria de una serie infantil, vista hace décadas la que ahora se activa para que el avance de Edurne y Manah sobre las butacas me parezca el de quienes avanzan por un pantano, teniendo que alzar mucho las piernas para sacarlas del barro, o para saltar sobre la vegetación, o simplemente para vencer la resistencia del agua. Claro que podría ser también un avance sobre la nieve, sobre una ladera volcánica o sobre una superficie cenagosa, o simplemente, sobre un patio de butacas.

Hasta que desaparecen, disolviéndose de nuevo entre las sombras, regresando a su ser furtivo de inventoras y artífices de fenómenos atmosféricos teatrales, tan lejos de la naturaleza como de la representación.

Al salir del teatro, caminando de vuelta al centro, escuché el sonido de un avión y supuse que era Edurne produciéndolo con uno de sus efectos especiales de tecnología precaria. E imaginé que los coches que avanzaban por la avenida se movían solos, que nadie los conducía. Tardé un rato en comprender que normalmente las cosas no se mueven solas, o a veces sí, pero difícilmente con la intensidad y con la potencia con que se mueven las cosas en ese inquietante paisaje vespertino llamado A Nublo.

 

José A. Sánchez

Bruselas, 26 de junio de 2021.

 

Pero como ya estamos hablando de lo grande y lo pequeño, voy a exponer mis opiniones, que probablemente divergen de las de muchas otras personas. Considero grande el soplo del viento, el murmullo del agua, el crecimiento de los cereales, la ondulación del mar, el verdor de la tierra, el brillo del cielo, el resplandor de las estrellas; la tormenta que se acerca grandiosa, el rayo que hiende las casas, la tempestad que agita las olas, el monte que escupe fuego, el terremoto que sepulta comarcas; todo eso no lo tengo por más grande que los fenómenos anteriores (…) Cuando el género humano estaba en la infancia y sus ojos espirituales aún no tenía contacto con la ciencia, se dejaba impresionar por lo cercano y llamativo y se llenaba de amor y admiración; pero cuando se le reveló su sentido, cuando la mirada empezó a dirigirse al nexo causal, los distintos fenómenos fueron descendenciendo cada vez más y la ley fue elevándose cada vez a mayor altura, las maravillas cesaron, el prodigio aumentó.

Adalbert Stifter, «Prefacio» (1852) a Piedras de colores, Pre-textos, Valencia, 2018, pp. 8 y 10.