Frente al próximo estreno de la película Potestad, del director Luis César D’Angiolillo, quisiera referirme a algunos conceptos sobre mi punto de vista acerca de la estética de los represores.
Esto concierne al problema de la subjetividad en los personajes que encarnan a “el represor” en mi teatro, tomando El señor Galíndez, El señor Laforgue, Paso de dos y Potestad, tomando los casos más paradigmáticos.
Algunas veces se me ha sugerido que los “personajes” que encarno como actor en mis obras representando al represor, producen en el espectador un cierto nivel de identificación durante parte de la obra, e incluso despiertan simpatía y luego se “revelan” como verdaderos monstruos de la represión, produciendo en el espectador un cierto sentimiento de fraude, engaño o ambigüedad. ¿Cómo un médico al servicio de organismos de inteligencia y responsable directo del rapto de una niña puede al mismo tiempo despertar simpatía en la primera parte del espectáculo? ¿Cómo puedo identificarme a lo largo de la obra con las angustias reconocibles de este hombre, si luego ese mismo personaje en quien me “reconocí” se me revela como un “monstruo represor” al que no merezco tener piedad o pena y mucho menos simpatía? O, más precisamente, ¿cómo un raptor de una niña puede abrigar sentimientos de pena por la pérdida de “su niña”, cuando los organismos de derechos humanos, a través de la Justicia, logran liberar a la niña de su rapto para devolverla a su familia original? ¿Puede acaso un raptor de niños sentir ternura o pena por la niña a quien robó su identidad? ¿No es acaso el “niño raptado” una prótesis de la falta o castración del raptor, y siendo sólo prótesis de su falta esto le impediría desarrollar hacia ella sentimientos tiernos, porque la niña raptada es sólo prótesis narcisista?
La literatura psicoanalítica encuadra a los raptores dentro de las patologías narcisísticas graves. Para nosotros la situación adquiere otros niveles de complejidad.
Si un torturador sintiese piedad por su víctima, ¿sería acaso por eso menos responsable? Si un raptor de niños hubiese desarrollado alguna capacidad de amor hacia su víctima, ¿sería por eso menos responsable? ¿Cuál es la estética en todas estas preguntas…?
Serían responsables siempre, pero tendríamos que admitir una mayor complejidad en la subjetividad de los represores.
Los personajes de la represión, en su amplia galería, se nos podrán revelar más ambiguos y complejos de lo que imaginamos. Y esto sugeriría una mayor complejidad en el proceso de búsqueda de creación del personaje. Existiría más ambigüedad. Más molecularidad en su recorrido.
Pero nadie los condena por su incapacidad o capacidad en sus afectos, sino por el acto mismo criminal del rapto y robo de la identidad de los niños. Metamorfosear la identidad de una niña raptada ocultando su verdadero origen es un hecho monstruoso que debe ser juzgado, pero este hecho no elimina por sí sólo la capacidad de haber podido desarrollar algún tipo de vínculo tierno con su víctima. Lo que nos interesa es la estética de la ambigüedad.
Lo condenamos por su acto criminoso. A veces ciertas concepciones científicas, ideológicas y políticas reabsorben parte de la complejidad de los fenómenos de la subjetividad de los represores. Desde la estética, a veces descubrimos ciertas líneas de la ambigüedad y de la complejidad de su problemática. Estética de la multiplicidad.
En el teatro intentamos descubrir la ambigüedad, esa zona incierta del ser humano, que creemos necesario develar estéticamente. Condenamos su ética pero revelamos en cambio su tormentosa ambigüedad. Esa es la subjetividad que nos interesa investigar estéticamente en los personajes de la represión. Recorrer desde el “personaje” el intrincado y complejo mundo de los afectos de personas que han quebrado su ética, precisamente confrontándola con su reverso estético. La ética de la multiplicidad.
Asumir estéticamente la complejidad de la subjetividad en la problemática del represor, no es nada más que acercarnos a la posibilidad dramática de una nueva forma futura de represión: el control social y sus sutiles formas posibles, a través de un nuevo tipo de represor.
Para encarar estéticamente en teatro o en cine a un represor tengo que comprender su lógica de afecciones y también la estética de la institución a la que pertenece. Lo monstruoso de estos seres es la casi normalidad de su cotidianidad.
Como dice Primo Levy, “los monstruos existen, pero son demasiado poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos; los que son realmente peligrosos son los hombres comunes” (La tregua, Barcelona 1988).
Benedikt Kautsky, sobreviviente de Auschwitz, escribe: “Nada sería mas falso que ver a los SS como una horda de sádicos torturando y maltratando a millares de seres humanos por instinto, pasión y sed de placer. Los que actuaban así eran una pequeña minoría. Himmler habría incluso dado instrucciones para separar a todos aquellos que parecieran encontrar placer en hacer daño a otro”. Agrega: “Sólo una pequeña minoría estaba pervertida, movida por la necesidad de torturar y matar. Entre mis carceleros se cuentan muy pocos sádicos convencidos: la mayoría de ellos son empleados un poco cortos de entendimiento, un poco mañosos” (Ratuchinskaia, 175).
“El fastidio, con Eichmann, es precisamente que había muchos que se les parecían y que no eran ni perversos ni sádicos; que eran, y son todavía, terriblemente normales” (Hannah Arendt).
“Yo lamento profundamente –escribe Germaine Tillion– llamar la atención de los responsables sobre la trágica facilidad con que la ‘buena gente’ puede convertirse en verdugos sin siquiera darse cuenta.”
Estética institucional
La tortura, no como patología individual: así no nos serviría para intentar pensar los fenómenos de producción de subjetividad. Su complejidad.
La tortura como producción de subjetividad institucional. Diaria, cotidiana, interiorizada como conducta normal, aceptada y valorada.
En El señor Galíndez, nos interesaba señalar la institucionalización de la tortura, mucho más que la patología individual de los torturadores quienes a su vez eran víctimas de la institución. Si insistimos en los cuadros psiquiátricos individuales de los torturadores perdemos de vista el eje central de la problemática: la tortura o el rapto como institución” (en nuestro caso, representado por los llamados del teléfono del señor Galíndez).
Y este punto de vista es importante para el desarrollo de la estética a desarrollar en los personajes. Buscamos una estética de multiplicidad donde se perciba la singularidad del personaje en este particular atravesamiento institucional. Nos interesa entonces exaltar la institucionalización de la conducta para expresar la intensidad de sus conflictos en la creación del personaje.
No nos interesa el naturalismo. Pretendemos “afectar” al espectador en el tormentoso mundo marginal del represor. Tampoco buscamos las transiciones psicologistas que pudiesen explicar sus diferentes motivaciones. Vaivenes de subjetividad que puedan ser expresados a través de un cuerpo que se conecta abruptamente con diferentes grados de intensidades y de emociones. Devenir triste-devenir tierno-devenir sádico-devenir sexo-devenir terror-sin transiciones-sin conexiones psicologistas. Cuerpo como máquina deseante. Cuerpo haciendo máquina con… Siempre entre nunca llegando a ningún lado a ningún objetivo.
Existe una institución que viola la ética del Represor.
Para formarlo tuvo que violarlo. Cómo “resingularizar” esta batalla. El represor violado y violador al mismo tiempo. Un cuerpo actoral que pueda expresar este régimen de inscripciones que lo atraviesan. Porque el cuerpo actoral es al mismo tiempo institución violadora– represor violado y represor violador. Tres devenires en el desarrollo de la acción dramática. Cuerpo como letra… o letra de cuerpo… (estética de la multiplicidad).
Jaime Kogan, director de El señor Galíndez, decía: “El enemigo es el teléfono, el teléfono es el sistema. El teléfono es el señor Galíndez. Ustedes son victimarios y víctimas del sistema. Del señor Galíndez. Son prescindentes. Ustedes saben que en cualquier momento los matan. Como lo mataron a Ahumada (otro de los torturadores de la obra). Tienen que tener miedo al señor Galíndez, toda la obra. Pánico. De lo contrario, no hay conflicto. No hay obra de teatro. Sólo resta el mensaje i- deológico”.