En Parque antropológico: el hombre urbano (1983), pieza central en la trayectoria creativa de Albert Vidal, se daban cita dos vertientes fundamentales de su formación: su experiencia como mimo y actor en Italia y Francia y su aprendizaje con maestros orientales en Benarés, Ceilán, Bali y Japón. Fascinado por los cómicos del cine mudo (Keaton, Chaplin…), Vidal había estudiado mimo (por consejo de Boadella) con Jacques Lecoq y producido (en el estudio de Els Joglars) un primer espectáculo con la actriz inglesa Cee Both, Teatro de Máscaras y movimiento (1969) basado en esta experiencia. A propuesta de Lecoq dirigió unos talleres de mimo en el Piccolo de Milán, donde preparó su siguiente trabajo, L´Inicio della Giornata (1971), que ya anunciaba el interés por lo cotidiano, constante en su trabajo.
La formación como mimo se vio completada con una serie de experiencias en compañías muy diversas, que sirvieron para la elaboración de nuevas piezas. La colaboración con Darío Fo dio lugar a «Lavora, Lavora (che Domani e Domenica)» (Trabaja, trabaja, que mañana es domingo), «Charter» y «Miti e Riti della Borghesia» (Mitos y Ritos de la Burguesía). Después volvió a París, donde presentó «Mientras haya petróleo», aún bajo la influencia de Darío Fo y protagonizó una serie televisiva titulada Chita, te quiero, en la que interpretaba el papel de la mona Chita. En paralelo a sus trabajos como actor (en Barnum de Ulysse Renaud y en Gran Combate de F. Prévant) y coreógrafo (Stadttheater de Bielefeld) continuó produciendo sus propias piezas: «Opera Solo» (que grabó para la televisión suiza), «Le Rituel» (El Ritual) y «El diablo tiene un resorte«, algunas de las cuales («Week-end», «Opera Solo» y «Charter») fueron recogidas en su espectáculo Le Pitre («El Bufo») (1975).
El tránsito de Vidal de un registro escénico a otro es muestra de su interés por la complejidad de lo humano. Un interés que le llevó a buscar la aparición de lo elemental, de lo primitivo, de lo animal, en acciones anodinas, mostrando así lo cotidiano como algo extraño. En esta búsqueda fueron decisivos sus viajes a la Benarés, Ceilán y Bali en 1976, y su encuentro con el maestro de Topeng Gunkha: «Su expresión artística no se consigue mediante el ego, sino con el cuerpo, buscando las raíces religiosas, la comunicación con fuerzas ancestrales: es el cuerpo humano como un medium, no como intérprete. El ego desparece. En Occidente, cuando miramos al actor, proyectamos más en él que en lo que hace».
La presentación de El bufó en el Teatro Romea de Barcelona en 1977 constituyó la consagración de Vidal como mimo y creador. Fàbregas subrayaba la capacidad de Vidal para amplificar las sensaciones cotidianas, comunes a todos, y convertirlas en un espasmo revelador: «es la técnica del microscopio: la ameba se transforma en un elefante». En «Opera solo», Vidal escenificaba el nacimiento de un bebé, su abandono en el hospital incendiado por el cigarrillo de la comadrona, y sus peripecias por la gran ciudad, su amor (a las cinco horas de nacer) por Beatriz y sus kafkianas aventuras en el metro. «Charter» mostraba las aventuras de un personaje común durante sus cortas vacaciones en el extranjero: la obtención del pasaporte, el viaje en avió, la visita cultural a un museo… Esta última secuencia, según Fàbregas, constituía «un sketch antológico, tanto por la descripción de las obras clásicas, como por la que se hace de la pintura contemporánea, y naturalmente, es también antológica la perpleja admiración que despiertan en el personaje».
Al año siguiente, Vidal colaboró con Carles Santos en El Aperitivo (1978). Joan Brossa, que ya había dedicado elogiosos comentarios al trabajo de Vidal, escribió el programa de mano y, unos meses después, la pieza fue presentada como colofón de un recorrido cultural por la ciudad, la Barcelona de Brossa (1979). En este caso, el espectáculo se presentó en la escollera del puerto de Barcelona, pero también fue representado en escaparates, en la calle o en teatros. El argumento se reducía a «la explanación matizada del acto de dos personajes que le piden al camarero un aperitivo». Durante una hora tres actores con falsos ojos pegados a los párpados actuaban como movidos por hilos invisibles, transformando una acción habitual en el ámbito urbano en un inquietante ritual: cada posición de su cuerpo, cada movimiento revelaba «un camino insólito e inquietante en tanto que desconocido». La extrañeza que provocaban en el espectador tales movimientos derivaba de la puesta en evidencia de la multitud de energías y fuerzas ocultas que atraviesan nuestra actividad diaria y que pasan desapercibidas a la percepción adormecida, pero que pueden ser reconocidas en un determinado estado de alerta del cuerpo.
Vidal sintió nuevamente la necesidad de intensificar su búsqueda, de «redescubrir el movimiento del cuerpo desde cero». Viajó nuevamente a la India, donde convivió con los sadhus, los ascetas que lo han abandonado todo para perseguir como fin supremo de la vida la búsqueda del absoluto y de la paz interior. Y a continuación marchó a Zaragoza, donde se convirtió en ayudante de un artista de variedades, el «Carbonilla», en un local llamado el Oasis, adoptando el nombre de «Cachito». «Fue una experiencia absolutamente maravillosa la de trabajar con todos aquellos artistas: los cómicos, las vedettes, las chicas de la revista… toda aquella gente marginada por la cultura oficial». Las experiencias extremas realizadas ese año por Vidal son reflejo de una crisis personal que se exteriorizó en sus acciones: «El Hombre de fango y el Autómata» en la Galería 13, «Danza para un momento de silencio» (1981), en el cementerio de Sitges, y «Enterrament», en la que simulaba su enterramiento permaneciendo inmóvil en el interior de un ataúd. Acciones todas ellas que reflejaban una obsesión por la soledad y la muerte que reaparecería en el desarrollo del teatro telúrico.
La búsqueda continuó en Japón, donde trabajó con Kazuo Ono e incorporó las técnicas del «butoh». Esta forma de arte corporal, mezcla de mimo y danza, asociada a la experiencia posnuclear japonesa, que muestra cuerpos desnudos y blancos, fragmentados, aparentemente mutilados y con movimientos espectrales, tendría especial incidencia en la última fase del trabajo de Vidal, aunque ya resultaba apreciable en el movimiento de sus personajes desde finales de los setenta. En la casa de campo de Min Tanaka, combinando sus ensayos con clases de acrobacia a los actores de éste, preparó Memoria, un trabajo que presentó en el Teatro Plan B de Tokyo.
«Lo que más me ha interesado -declaraba Vidal- es la participación en la energía del todo, energía dentro de la cual el cuerpo no es más que una pequeña molécula. Se trata en definitiva de ponerse en situación de disponibilidad para recibir por medio de técnicas corporales lo que puede llevarnos a una mística. Pero para mí la finalidad permanece en el área del espectáculo. Fue entonces cuando para trabajar dentro de esta línea me instalé en Vidrá, en una masía. Tenía la necesidad de sentir el contacto de las fuerzas naturales y de reencontrar mis raíces, las formas tradicionales de mi propia cultura.»
El espectáculo en que Vidal vertió la nueva aportación del butoh, sumándola a sus anteriores experiencias, fue Cos (Cuerpo, 1983). Para Abellán, este trabajo es el resultado de esa fase de investigación, que podría definirse como «de búsqueda integral del placer de la relación del cuerpo con el silencio, la nada, la plenitud sensorial, la forma, el ritmo, materializados en sensaciones, en una percepción más allá de la comunicación codificada. […] En Cos actores y objetos se relacionan con una total ausencia de argumento y de símbolos. La acción dramática en Cos es una confrontación de cuerpos. De cuerpos animados y de cuerpos inanimados. Una confrontación de movimientos animados y de movimientos inanimados.» El uso de los metacrilatos, el corte del vestuario y la intensidad lumínica era reflejo de una tendencia en la decoración de ese momento, reflejo de una modernidad que contrastaba con las imágenes del «hombre de fango» mostradas en el vídeo que se mostraba durante la representación.
Poco antes del estreno de Cos, y en continuidad con Enterramiento, Albert Vidal organizó en su masía de Vidrá una fiesta para 140 amigos. Les ofreció proyecciones de cine mudo, conciertos de música clásica, fuegos artificiales… Y al final, cuando todos estaban medio borrachos, les reveló que no les había invitado a una fiesta, sino a un funeral. Entonces les condujo a una sala donde había un cuerpo de chocolate con los ojos que se habían utilizada para El aperitivo. Y todos los invitados devoraron gustosamente el cadáver. La penetración de lo cotidiano en el teatro, tan habitual en sus trabajos, encontraba aquí su réplica mediante la introducción de lo teatral en lo cotidiano, en esta ocasión de un modo claramente lúdico, definiendo nítidamente los límites, algo que no siempre estaría tan claro en sus trabajos posteriores.
Parque Antropológico: el Hombre Urbano se estrenó en el paseo marítimo de Sitges en junio de 1983. Ricard Salvat le había propuesto que presentara un espectáculo nuevo en el festival de ese año, y Vidal le había contestado que lo único que le interesaba era presentar la vida normal de una persona cualquiera. Se inició entonces un diálogo entre Salvat y Vidal que dio lugar a la forma final del espectáculo: después de descartar la idea de localizaciones múltiples o el uso de un hotel abandonado, se optó por presentar al «hombre urbano» en un espacio público, en la explanada del paseo bajo la iglesia. Unas semanas más tarde, permaneció durante tres días en el zoológico de Barcelona en un espacio compartido con los chimpancés: la significación del trabajo se modificó y, desde entonces, Vidal realizó este trabajo prioritariamente en zoos.
En este contexto, el hombre urbano se presentaba como un espécimen entre otros, si bien los elementos introducidos en su jaula para recrear el hábitat natural del espécimen urbano eran distintos a los del resto de los animales: una cama y una mesa de comedor, un inodoro y un lavabo, una bicicleta estática y una báscula, una mesa de trabajo, un televisor y una radio. La distribución en la jaula de estos elementos articulaba diversos espacios correspondientes a las diversas necesidades fisiológicas y de actividad del espécimen: aseo, alimentación, ejercicio, reposo, trabajo, entretenimiento.
Los espectadores que se detenían ante la jaula del hombre urbano, siempre custodiada por dos guardianes, podían verle desprendiéndose de su impecable traje para vestir un pijama igualmente impoluto (o a la inversa), podían verle escuchar la radio o mirar el televisor (en el que sólo aparecía repetidamente un programa con cincuenta minutos de anuncios, a los que el hombre urbano reaccionaba con indiferencia, excitación o temor), hojear un diario, levantar el auricular del teléfono reaccionando a su timbre, dar vueltas al globo terráqueo iluminado en su interior, comer, descansar, retirarse al espacio reservado a las necesidades fisiológicas o bien permanecer inmóvil mirando alguno de sus objetos familiares (el hombre urbano llevaba una alianza en el dedo y sobre su mesilla de noche conservaba una fotografía familiar), o bien a los espectadores, o simplemente al vacío.
Lo desconcertante era que el orden de las actividades, el tránsito de un espacio de la jaula a otro, no respondía a ninguna lógica. Tal destrucción de la secuencia ordenada de las acciones cotidianas, observó Xavier Fàbregas, era sintomática de una pérdida de sentido. Algo que conducía al espectador a cuestionarse la validez de su propia finalidad y a concebir que tal finalidad «en lugar de ser un bien trascendente» podía tratarse más bien de «una argucia pragmática».
Además, el hombre urbano era un ser silencioso, no hablaba, la lengua era la única extensión de la que se veía privado. Cuando se comunicaba con un espectador lo hacía por medio de una intensa mirada, «tratando de responder con energía a una pregunta». Según María Escobedo, «el autismo creativo» del hombre urbano «era un símbolo de su deshacer, el núcleo de un movimiento desconstructivo. Renunciando al lenguaje, el hombre urbano se aproximaba a sus compañeros de jaulas. La representación era desconstructiva. El hombre urbano era una pieza sobre la memoria, la memoria de cierta forma de conocimiento: el «conocer con» o el «conocimiento corporal» de los estados de trance. El interés de Vidal era la memoria del éxtasis.»
«La vida cotidiana es cósmica; todo está contenido en todo», declaró Vidal en 1983, y tal convicción, presente en la construcción del Hombre urbano daría lugar aún a trabajos como El vendedor de helados (1986) o Exposición viva de cuarenta personajes (1987), que consistía en la exhibición de cuarenta personas sobre pequeños podios, con un rótulo en que figuraban su nombre y su empleo. La sustitución de la representación por la exposición era clara en trabajos anteriores, como Enterramiento, y aún más en Kinesis (1985). Esta pieza había consistido en la exhibición del actor junto a dos fotografías de tamaño natural, en las que se le veía sentado y vestido de ejecutivo en dos poses ligeramente diferentes. La acción, realizada en el escenario de la galería Metrònom de Barcelona, consistía en la transición de una pose a la otra.
«El mío no es un teatro de la representación, sino de la encarnación» -declaraba Vidal a finales de 1985. Un teatro del conocimiento, un conocimiento sólo accesible al cuerpo. El interés por lo cotidiano, que había motivado la búsqueda del hombre urbano en todos estos años, le había conducido a un nuevo tipo de búsqueda, que se hizo ya evidente en La Aparición (1986). Detrás del andamio sobre el que Vidal actuaba, en una de las principales calles de la ciudad, un enorme cartel con dos mil claveles rojos contenía el siguiente mensaje: «I am the Solution». «Al final del periodo artístico de Vidal sobre la condición urbana, La aparición encarnaba una desconcertante mezcla de Mesías, yupi, santo y político, la hipérbole del gurú urbano».
Según cuenta María Escobedo, después de haber presentado Hombre urbano por toda Europa (sobre todo en zoos) y tras una visita a la Documenta de Kassel, Vidal cavó un agujero en el suelo, cerca de su casa en los Pirineos, puso un tubo en su boca y, estableciendo algunas medidas de seguridad básicas «empezó a experimentar los estados y reacciones psicofísicas de su nuevo entorno: el suelo.» Esta experiencia, mediante la que Vidal trataba de reconocer la condición telúrica (es decir, terrestre), del hombre urbano al que hasta entonces había encarnado, fue el antecedente directo de su siguiente acción espectacular: Alma de serpiente (1987). Vidal se enterraba bajo tres toneladas de tierra y allí permanecía, mientras el público accedía al espacio de presentación y merodeaba en torno al túmulo, hasta que una banda de tambores que invadía la sala con un ensordecedor estruendo despertaba al durmiente. Precedido por ligeras movimientos de tierra y emanaciones que delataban los bramidos inaudibles del sepultado, Alma de Serpiente salía esforzadamente de su entierro y se exhibía ante el público cubiertos sus ojos por unos ojos falsos que ya había utilizado en El Aperitivo. A continuación, celebraba su resurrección con un desfile, tocando campanas y lanzando caramelos al público.
Si bien el ciclo de la muerte y resurrección esté presente en diversas religiones y relatos míticos, es obvio el paralelismo entre la acción de Vidal y la celebración de la parte final de la pasión cristiana, que en muchos lugares implica la intervención de bandas de tambores y nazarenos o penitentes que reparten caramelos y otros regalos a quienes asisten a la procesión. Además, Vidal presentó su acción en diversas iglesias desacralizadas y, durante los años de investigación sobre lo telúrico, usurpó funciones reservadas a los sacerdotes, como el ritual católico de bendición del inicio de unas obras, que Vidal sustituyó por sus cantos telúricos.
Su siguiente espectáculo, El Mundo, El Diablo y La Carne (1991), igualmente representado en iglesias desacralizadas (condiciona que no evitó el efecto de la provocación), podría ser el título de un auto sacramental. Sin embargo, Vidal introdujo esos tres elementos en un nuevo programa mítico: «La llegada del príncipe». El personaje de su anterior acción, Alma de Serpiente, va en busca del lirio de agua, del que se ha enamorado, pero en su camino hacia la flor debe enfrentarse a sus aparentes antagonistas: el Mundo, el Demonio y la Carne. Superada la prueba, Alma de Serpiente alcanza victorioso la flor, con la que engendrará un príncipe bisexual.
La acción escénica era precedida por una ceremonia en la que Vidal consagraba el espacio «haciéndolo receptivo a las energías telúricas y declarándolo inviolable». Entonces comenzaban los diálogos y danzas: la despedida de la Tierra, bajo la que estaba sepultado Alma de Serpiente, y los encuentros con los tres personajes, representados por tres mujeres desnudas. De los diálogos, de estilo casi litúrgico, y de las danzas eróticas se desprende que Alma de Serpiente no supera su confrontación con el Mundo, el Demonio y la Carne mediante la renuncia o la negación, como era habitual en el relato cristiano, sino mediante la profunda comprensión de ellos. «Has sabido comprender el amor del Mundo / Has sabido comprender el amor del Demonio», declara éste agradecido antes de abandonar a Alma de Serpiente en brazos de la carne, en la que encuentra la luz.
Aunque la acción tenía un desarrollo mayor que la del anterior espectáculo, también en este caso gran parte del trabajo de Vidal resultaba invisible de forma directa para el público. Lo que los espectadores veían eran el punto de llegada (las danzas) y los restos (el esqueleto). Como el propio Vidal relataba, la búsqueda de las energías fundamentales y complementarias que giran alrededor de la carne en sus aspectos de descomposición (muerte) y «gozo generador» (nacimiento), le habían llevado a convivir durante cinco meses junto a un cadáver de gacela, al tiempo que «realizaba prácticas meditativas acerca del sexo y el erotismo, conservando la misma distancia meditativa ante la descomposición del cadáver como ante los efluvios de la pasión sexual».
Para dominar «la lectura del erotismo» y el código de la pornografía, Albert Vidal lo practicó formando pareja con María de Marías. Con el nombre artístico de Shan & Shila, Pareja Internacional de Pornoshow se presentaron en un local de espectáculos pornográficos con un número titulado «Horas extras en la oficina». A diferencia de otros artistas de acción que practicaron la pornografía como medio autónomo, Vidal concibió este trabajo como una fase preparatoria, «humus y substrato de la posterior estilización y síntesis». Un trabajo paralelo a las experiencias sobre «el éxtasis», «la catarsis» o «la transubstanciación» realizadas sin público en su masía de la Plana y mediante las que exploraba al acceso al «cero intenso», un estado de transformación ritual, común al chamán y al medium, que garantiza el acceso a regiones de conocimiento inaccesibles al «hombre urbano».
Uno de estos trances fue filmado por María de Marías en 1992 y titulado Human Human. «Al principio, un hombre de mediana edad vestido como un monje, aparece vocalizando emisiones sonoras de un modo introspectivo. El fondo, oscuro e iridiscente, parece una pared mojada de una cueva o una celda. Los ojos permanecen cerrados. El canto intermitente se detiene. Repentinamente nos confrontamos con una extraña mirada que se transforma en una sonrisa igualmente extraña. El canto comienza de nuevo, aportando gravedad a la extraña máscara. Los párpados se mueven. Después de un momento, otra vez silencio. Unos segundos después, el proceso comienza de nuevo, combinando el canto telúrico, la máscara de emoción liminal, silencios espaciados y la presencia desnuda de los ojos cerrados del hombre.» A continuación la cámara ampliará el campo de visión y nos mostrara el cuerpo del hombre desnudo, entregado a extrañas danzas, cantos y composiciones gestuales carentes de significado más allá de su propio contenido liminal. «En Humano Humano el actor desaparece y se hace vacío, transparente. Esta es su función y su destino: ser un medium, un vehículo. En este sentido, Vidal desaparece detrás de su propio cuerpo desnudo que se convierte en una máscara. El actor interpreta el estado de una máscara. Sólo por medio del estado de la máscara el sujeto humano -el artista- puede mirar a su humanidad sin ser subjetivo.»
Resulta difícil adivinar el límite entre la experiencia real del trance y la actuación ante la cámara. ¿Actúa el objetivo como desinhibidor y, por tanto, potenciador del abandono? ¿O bien actúa como garantía de amarre a la realidad manteniendo como límite la conciencia de la ficción? Sea cual sea la respuesta, lo evidente es que en estos ejercicios, Albert Vidal alcanzó un estado de plenitud corporal máximo. A lo que se llega es a la superación de los dualismos, no sólo el dualismo alma / cuerpo (hombre / máquina), sino también el dualismo bien / mal, orden / caos. Curiosamente, la plenitud corporal no lleva a Vidal a una superación de lo religioso, sino a una especie de anti-religión, en que toma partido por el «Demonio» (que «ve en la Carne la unión desinteresada de las energías de la vida») y se enfrenta a «Dios», «perversa abstracción del amor hacia lo concreto» creada por las religiones «monolíticas y sadomasoquistas». «Yo, como Demonio -escribe Vidal en sus reflexiones sobre El Mundo, el Demonio y la Carne-, en la medida en que participo de mi androginia espiritual anterior a la separación del bien y del mal, soy superior a Dios, mi contrario, si es que él se cree únicamente divino.»
En las acciones posteriores, Vidal se presentaría como Monje del Caos (Monje del Caos y las señoritas de la Muerte, ICA, Londres, 1994). La radicalidad de Vidal en la búsqueda del «daimon» le ha hecho alejarse cada vez más de lo teatral para refugiarse en procesos de trabajo, desarrollados entre Mongolia y su casa del Pirineo, que sólo fragmentaria y esporádicamente son accesibles al público. Lo inaccesible de este tipo de trabajos, que requieren un contexto íntimo, casi secreto, animó a María de Marías a desarrollar la idea de la actuación para la cámara y el planteamiento de un teatro virtual.
José A. Sánchez,
Universidad de Castilla-La Mancha