[Este estudio se enmarca dentro del proyecto de investigación «La teatralidad como paradigma de la Modernidad: Análisis comparativo de los sistemas estéticos en el siglo XX (desde 1880)», financiado por el programa «Ramón y Cajal» del Ministerio de Ciencia y Tecnología (2001-2006) de España.]

 

El objetivo de este artículo es analizar de manera comparativa el funcionamiento de los elementos rituales y el modo de significación alegórico en dos contextos teatrales: uno el definido por el género del auto sacramental, que se extendió a lo largo de varios siglos, dando lugar a una de las expresiones más originales de la teatralidad barroca, y el otro el formado por algunas de las líneas de renovación más originales de la escena contemporánea a partir de los años sesenta. Ciertamente, se trata de fenómenos teatrales muy distintos, y no es el propósito de este ensayo tratar de igualar expresiones escénicas creadas en situaciones históricas tan dispares, sino llamar la atención acerca del empleo en uno y otro contexto de una serie de elementos comparables, aunque utilizados con propósitos diferentes. La finalidad de este estudio es destacar la presencia recurrente de la ritualidad y el modo alegórico en el hecho escénico en términos generales, y más concretamente en la tradición cultural española, en la que la pervivencia de un fuerte componente ritual debido al catolicismo fomenta este lenguaje teatral. La tesis que se defiende es la existencia de un paradigma teatral* basado en una serie de elementos relacionados con la dimensión ritual y alegórica, aunque estos se hayan concretado en cada época en fenómenos teatrales de tipo diverso. La pregunta inicial a la que se trata de responder es, por tanto, cómo se explica la recurrencia de estos elementos en el teatro. La motivación última de este ensayo viene dada por la constatación de que, a pesar de su relevancia, estos componentes escénicos, de carácter no mimético (en el sentido en que no tratan de reconstruir una realidad exterior), han sido entendidos a menudo como aspectos excepcionales o marginales insertos en obras teatrales aisladas. De ahí, por ejemplo, la extrañeza de muchos críticos e historiadores acerca de la peculiaridad del auto sacramental como hecho escénico, desde el tan citado juicio de Menénedez Pelayo (103) acerca de la «aberrante» condición estética de este género, que está construido, sin embargo, sobre unos pilares de honda raíz escénica, como el ritual y la alegoría. En lo que respecta al teatro ritual a partir de los años sesenta, la historiografía dominante lo ha reducido a la categoría de acontecimientos excepcionales relacionados con las vanguardias, cuando en realidad, por debajo de su apariencia experimental, responden a esas mismas constantes del hecho teatral a lo largo de su milenaria historia, recuperadas una vez más en el siglo XX.

El artículo se abre con dos secciones donde se discute a nivel teórico la estrecha relación de la escena con lo alegórico, de una parte, y lo ritual y sacralizador, de otra, ilustrando el análisis con referencias al auto sacramental, al tiempo que se llama la atención acerca de los aspectos que va a aparecer de nuevo en la escena moderna. Con ello se pretende sacar a la luz las implicaciones de estos elementos de cara al tipo de comunicación escénica que propone el teatro ritual y alegórico, su manera de entender y expresar el mundo y sus repercusiones en los lenguajes teatrales. La tercera sección se centra en el tratamiento que estos aspectos escénicos han recibido en algunas de las aportaciones más relevantes desde los años sesenta. El hecho de abarcar un amplio espectro cronológico se explica por la intención explícita de demostrar que estos aspectos escénicos no se reducen a su utilización en unas obras de tono vanguardista características de los últimos años sesenta y primeros setenta, sino que siguen estando presentes hoy día en algunas de las propuestas más innovadoras del teatro español actual, como el teatro de La Zaranda o las obras de Angélica Liddell. Estos elementos exigen, por tanto, su reconsideración más allá del contexto específico de la Vanguardia en el que fueron recuperados inicialmente. Por este motivo, he optado por una visión de conjunto y una discusión teórica amplia, aunque apoyada en casos históricos específicos.

La alegoría y la escena

Como comportamiento común en la alegoría y el rito hay que destacar la utilización consciente que en ambos modelos de significación se hace de sus elementos constituyentes. En la alegoría, como en el rito, nada es gratuito, todo ocupa un lugar preciso de acuerdo a su significación, y la presencia de estos elementos es subrayada a lo largo del ritual. El arte de la Modernidad y más concretamente el teatro recupera estos modos de comunicación, presentes ya en el auto sacramental, como una vía para llevar a cabo una reflexión consciente acerca de sus propios mecanismos escénicos de significación, un giro autorreflexivo común a toda la Modernidad.

La alegoría exhibe de forma explícita cada uno de sus componentes con una vocación de mostración que le confiere una inconfundible dimensión escénica; ahí radica su estrecha vinculación con lo teatral. Incluso la propia escritura adquiere en la alegoría a través del emblema una puesta en escena. Todo se muestra bajo el signo de una cuidadosa puesta en escena. A diferencia de las poéticas del realismo decimonónico, donde el lenguaje literario trata de hacerse transparente y el teatro se presenta como una prolongación del mundo objetivo referencial, la alegoría hace ostentación de su condición artificial, es decir, escénica: solo hay lo que se muestra, lo que está ahí, a la vista del público. Cerrada sobre sí misma, no se entiende como una extensión de un mundo exterior, aunque los elementos de ese micromundo pueden leerse de maneras muy diversas según los mensajes que encierran. Esa dimensión escénica hace que se subraye la presencia material, física y plástica de los lenguajes empleados: decorados, vestuario, música o iluminación. El mundo de la alegoría se construye sobre su inmediata y concreta dimensión espacial. Esta contiene la historia completa del mundo; no necesita ningún elemento exterior, se erige autosuficiente en un espacio y un tiempo autónomos, como la Historia de la Salvación narrada por muchos autos sacramentales, desde el comienzo hasta nuestros días. Es una historia que empieza y acaba ante nuestros ojos.

Ahora bien, a diferencia de los emblemas y alegorías pictóricas, la alegoría escénica en la que consiste el auto no delimita únicamente un espacio estático, sino que se construye a medida que transcurre la obra, ante los ojos del público asombrado por el despliegue de semejante artificio escénico. Desde el comienzo, la alegoría muestra su condición artificiosa que la denuncia como tal alegoría, previniendo al espectador del significado oculto que esconde y que debe prepararse para descifrar. Todo está minuciosamente codificado, desafiando la capacidad interpretativa de quien se enfrenta al enigma, en palabras de Benjamin: «La alegoría del siglo XVII no es convención de la expresión, sino expresión de la convención. Expresión de la autoridad, por tanto: secreta en razón de la dignidad de su origen y pública en razón del dominio en que se ejerce» (169). La alegoría se construye como un lenguaje eminentemente material, de notable condición plástica, cuyo artificio nos advierte de la presencia de otro lenguaje, de otro nivel de significación, que espera el momento de la revelación por aquel que logre descifrar el enigma.

La alegoría se construye sobre un número limitado de elementos, que se repiten a menudo. De este modo, los autos responden a una estricta tipología y en todos los de un mismo tipo se repiten los mismos elementos (Arellano). En la primera edición impresa de autos sacramentales de Calderón, de 1677, el propio autor hace alusión a este mecanismo estructural característico, el juego combinatorio a partir de un conjunto limitado de elementos previamente determinado: «que el mayor primor de la naturaleza es que con unas mismas facciones haga tantos rostros diferentes, con cuyo ejemplar, ya que no sea primor, sea disculpa el haber hecho tantos diferentes autos con unos mismos personajes» (Calderon de la Barca: 4); idea en la que insiste el Padre Juan Ignacio Castroverde en la Aprobación del volumen, resaltando el juego de ingenio que supone dicho mecanismo compositivo: «La sagrada fábrica de hacer los conceptos de Cristo sacramentado representables y explicarlos con la viva demostración de alegorías, entendiendo una cosa por la significación, son invenciones del entendimiento, cuya virtud no es otra que saber hallar» (8). Esta dimensión estructural, de carácter en cierto modo artesanal, hace aparecer la escena como un juego de combinatoria de unos elementos previamente determinados, un enfoque artesanal que será recuperado por el teatro contemporáneo en su intento de reflexionar de modo consciente sobre cada uno de sus elementos constituyentes.

Pero el empleo de la alegoría no se justifica como un simple juego formal, sino que implica otros aspectos que afectan tanto a la concepción del tiempo como a la visión de la Historia. La alegoría enfatiza su dimensión espacial, pero contiene, paradójicamente, una proyección temporal esencial. El tiempo de la alegoría es el después de, el Día del Juicio, desde el que se mira para atrás con el fin de arreglar las cuentas, es un tiempo suspendido del desarrollo lineal de la Historia. Desde ese no-tiempo, desde el tiempo circular de la alegoría, se divisa toda la Historia, las tres Edades del Hombre o la Historia de la Salvación, que forma el eje narrativo de numerosos autos del siglo XVII, una Historia de la Salvación que se hará coincidir con la historia temporal, la España de los Austrias, y ya en el del siglo XX, con el proyecto ilustrado de desarrollo y revolución social o la utopía mesiánica del marxismo.

Desde ese presente eterno en el que se construye la alegoría, la Historia, como la escena, se expresa en su esencial fugacidad, en su carácter efímero, como un constante pasar, proceso inevitable de degeneración. Es por esto que para la Modernidad, la alegoría ofrecerá, como apunta Benjamin, un aspecto ruinoso, dimensión subterránea y apocalíptica acentuada en la Modernidad: «Las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas» (171). En esas ruinas queda contenida la Historia como transcurso temporal, pero también como proceso de destrucción, imagen fatal que acompañará toda la contemporaneidad. A partir de ahí, se plantea el problema de la salvación, la salvación no en la Historia —siguiendo al filósofo alemán—, sino de la Historia, en ese otro plano trascendental al que apunta la alegoría. Al mismo tiempo, esta representación de la Historia se reviste de una necesaria cualidad sacralizadora, que la convierte en Historia de la Salvación, cualidad que recibe de la estricta codificación y el tono críptico característicos de la alegoría: «El carácter sagrado de la escritura es inseparable de la idea de su codificación rigurosa» (169). Coincidiendo con el contenido sacramental, Calderón propone la alegoría como el modo humano en que Dios habla a los hombres, pues «ajustarnos a hablar / a humano modo es preciso», dice la Gracia en El año santo en Madrid (Kurtz: 62). A partir de esta dimensión numinosa y trascendental es fácil enlazar con el segundo elemento constitutivo del auto: el rito sacrificial, que organiza su trama escénica, la Eucaristía.

El misterio del sacrificio: la puesta en escena de lo sagrado

El funcionamiento del teatro comparte con el pensamiento de lo sagrado y el fundamento de las religiones el misterio de una (re)presentación, aunque con una desigual proyección trascendentalista, pues no es lo mismo el valor cultural que se le atribuye a un ritual religioso que a una obra teatral, aunque antes de la institucionalización de las artes en el siglo XVIII, estas fronteras no quedaban tan bien definidas; así, por ejemplo, el auto sacramental se encuentra a mitad de camino entre una cosa y otra. En cualquier caso, tanto un rito como una obra teatral, en su funcionamiento más esencial, consisten en la celebración de una presencia, de algo que antes no estaba ahí y que por efecto del ritual o de la representación se va a hacer presente: el sacerdote invoca la presencia de Dios, que se hace presente entre los feligreses, y el actor invoca la presencia del personaje; un juego de presencias y ausencias que remite al mecanismo esencial de la escena. El auto sacramental termina aludiendo al sacramento de la Eucaristía, por medio del cual se hacía presente el cuerpo de Dios. A este mecanismo de presencias y ausencias, que está en los orígenes del arte y las imágenes, vuelven la mirada los pioneros del teatro moderno. El director británico Peter Brook, uno de los nombres fundamentales de la escena del siglo XX, defiende ya en los años sesenta una idea del teatro sagrado en los siguientes términos: «teatro de lo invisible-hecho-visible: el concepto de que el escenario es un lugar donde puede aparecer lo invisible ha hecho presa en nuestros pensamientos» (51).

Por otro lado, el carácter colectivo de la fiesta religiosa, que se hacía patente en la celebración de la procesión del Corpus Christi, que finalizaba con el auto sacramental, va a ser considerado desde la escena como un atractivo modelo para revitalizar los procesos de la comunicación teatral en el siglo XX, la recuperación del sentido colectivo y trascendental que pudo tener el teatro en el pasado. Entre las representaciones multitudinarias del director alemán Max Reinhardt, tratando de revivir este tono ceremonial y solemne, espiritual y grandioso a partir del auto de Calderón El gran teatro del mundo —lo que le valió el apelativo del «gran mago» de la escena (London: 146)—, hasta las propuestas intimistas de Grotowski, convirtiendo El príncipe constante, de Calderón, en una suerte de ritual sacrificial basado en el proceso de mortificación de la carne, se encierra una de las líneas más claras de renovación de la escena moderna ligadas a la recuperación de un sentido sacralizador para la escena (Innes; Cornago Bernal 1999; Torres Monreal). Incluso aceptando la desacralización del auto sacramental —como llamó Alberti a su auto desacramentado El hombre deshabitado (Beardsley)— se puede acordar con Rull Fernández que «[e]n cierta manera [los autos sacramentales] no han perdido su mensaje soterrado de incitación religiosa en el sentido más cabal y etimológico de la palabra» (XIX), pues esta vocación religiosa, en el sentido antropológico de religare, de unión con un más allá, está presente en la base del mecanismo de la re-presentación. Esto es lo que trata de ser recuperado por muchos de los pioneros de la escena moderna para dar una nueva vitalidad al hecho teatral.

La religión se articula a través de ritos por medio de los cuales se invoca una presencia. El análisis escénico del misterio de la Eucaristía explica la atracción que ha sentido el teatro del siglo XX por esta ceremonia. Durante la Eucaristía se representa un sacrificio, y a través de esa alegoría de la violencia sobre una víctima inocente tiene lugar una Revelación, la presencia de la Gracia y la redención final, momento último desde el que se ordena el transcurso del auto sacramental y a partir del cual adquiere sentido toda la obra[1]. El mecanismo del ritual define de forma muy precisa un espacio y un tiempo, el aquí y ahora donde va a tener lugar la escena del sacrificio. A través de una serie de actos de carácter performativo, es decir, la realización de unos movimientos y gestos, la pronunciación de unas palabras, y todo ello con un vestuario y unos objetos muy concretos que se revisten de un nuevo significado, tiene lugar el misterio del sacrificio y la (re)presentación de un tiempo otro, con una dimensión trascendental, en torno al cual gira el ritual y también el auto, es el momento originario del sacrificio de Cristo en la cruz, el momento de la Revelación, cuando el cuerpo de Dios se hace presente a través del sacrificio. El ritual actualiza en el presente de la escena un mito, una historia, en este caso, la Historia de la Salvación, de modo que esta adquiera un sentido, salvada del devenir temporal, como afirma Benjamin: «El instante místico se convierte en el «ahora» actual; lo simbólico se deforma en lo alegórico» (171).

En este rápido recorrido por cuestiones sin duda más complejas nos falta todavía la causa primera que justifica el desarrollo del ritual y el misterio de la representación, a saber: la transgresión de la ley, el pecado original que debe ser absuelto, la caída del hombre en los abismos del mal; un sistema de comportamiento que opera entre dos espacios contrarios, pues lo sagrado se define por oposición a lo profano. El espacio y el tiempo de lo sagrado, a diferencia del tiempo cotidiano, como explican Caillois o Eliade, es un ámbito en el que todo adquiere un significado preciso, cada detalle, cada gesto, tiene una relevancia, nada es gratuito; de ahí que tenga esa marcada condición escénica acompañada de una minuciosa codificación. La profanación supone la transgresión de lo sagrado, la introducción de un principio de gratuidad. Esto solo es permitido si se hace bajo el amparo de lo sagrado y su regulación por el rito; entonces se abre el tiempo de la fiesta en su sentido religioso, el tiempo del exceso que sobrepasa los límites de lo permitido durante el período normal del año. El ritual hace posible, bajo circunstancias muy determinadas, la profanación de lo sagrado con el fin de volver a restituir nuevamente la ley. Durante el ritual se lleva a cabo un acto de violencia, se controla aquello que puede poner en peligro las bases de la sociedad: la crueldad, la sexualidad o la muerte, los misterios que alumbran los límites de la vida, que la definen al negarla.

Actualmente poseemos ya un buen caudal de conocimientos acerca de las condiciones de representación de los autos sacramentales, condiciones que pueden pasar desapercibidas si atendemos únicamente a los textos dramáticos que nos han llegado. El origen de estos está ligado a una fiesta religiosa que tiene lugar entre el fin de la primavera y el comienzo del verano, el Corpus Christi. El ambiente festivo que debía reinar a lo largo de la procesión celebrada con motivo de esta festividad resulta hoy difícil de comprender en un mundo tan alejado al nuestro, pero los elementos grotescos, como tarascas, máscaras, gigantes o figuras contrahechas, danzando en los márgenes de la fiesta, tuvieron que tener un papel fundamental (Varey). El ambiente de relajación y exceso que acompañaba a estas procesiones nos hace pensar en ese mundo que describe Bajtin en relación a la cultura popular en la baja Edad Media y el Renacimiento, cuando la herencia de una cultura pagana todavía seguía viva. En contra de la tesis que liga el auto sacramental con la Contrarreforma, Bataillon insiste en cifrar la génesis de los autos como respuesta de la misma iglesia a la proliferación de elementos profanos durante la procesión del Corpus; de ahí la necesidad de reforzar el sentido religioso de esta festividad, la adoración de la Eucaristía, con esta rara avis de la historia teatral de Occidente que son los «actos» sacramentales. A pesar de todo, el nacimiento, desarrollo y la prohibición final de estos autos en el siglo XVIII estuvo acompañada por la polémica del sacrilegio. El mismo texto dramático, aunque en dosis más mesuradas, está obligado por la dinámica escénica a introducir elementos profanos, como la utilización de la mesa en La cena del rey Baltasar para satisfacción de la gula, el exceso y las necesidades del cuerpo, frente al alimento del alma. Este juego entre elementos opuestos, sobre el que Bajtin define el «realismo grotesco», ha sido altamente rentabilizado por el teatro del siglo XX como un medio de reteatralización de la escena y enfatizar lo sagrado, uno de cuyos máximos exponentes lo constituye la obra de Miguel Romero Esteo.

El teatro ritual en la escena contemporánea

El teatro ritual surge con fuerza a finales de los años sesenta en la escena española. Inicialmente, hay que entender esta corriente bajo las influencias de creadores y corrientes teóricas que conformaron el movimiento de renovación escénico de aquellos años. El estreno del El príncipe constante, en el montaje realizado por Grotowski en el Festival de Nancy en 1966, la difusión de sus teorías teatrales y su visita a España en 1970, la gira del Living Theater en 1967, la difusión de los textos de Artaud en 1968 a través de la revista Primer Acto son algunos acontecimientos que impulsaron a los jóvenes creadores a adentrarse en un teatro con unas claras connotaciones rituales, centrado en la imagen del hombre desnudo, en un espacio vacío y en penumbras, donde tenía lugar una acción de carácter sacrificial que permitía llevar al extremo la expresividad a través de los lenguajes físicos (Cornago 1999). Así se suceden obras como Edip, rei, en versión de Pere Planella (1970), quien había tenido la posibilidad de asistir a un taller sobre Grotowski en Nancy, El mito de Segismundo, por el grupo Bululú (1970), recreando la imagen del Cristo sufriente que el actor de Grotowski Ryszard Cieslak convirtió en uno de los iconos teatrales del siglo XX, Después de Prometeo, por el TEI (1971), o La Piedad, de El Corral de Comedias (1972), donde se evocaba las imágenes procesionales de la Semana Santa[2]. Como puede verse por los propios títulos de las obras, se recurre a mitos profundamente arraigados en el imaginario colectivo, desarrollados por las tragedias griegas o la mitología bíblica, que permiten construir una situación límite en escena. El enfrentamiento entre el coro, representante de la voz social, y el individuo, la imagen del hombre nuevo preconizada ya por el Expresionismo de comienzos de siglo, estructura el juego de tensiones de estas obras. Los contrastes bruscos de luces y una expresividad violenta que apela a un idealismo mesiánico las emparenta igualmente con ese Expresionismo, recuperado ahora por este resurgimiento del espíritu cultural de las vanguardias. El profundo arraigo de las tradiciones religiosas en España, lo que nos llevaría una vez más hasta los autos sacramentales, explica la frecuente utilización de escenas extraídas de ese imaginario religioso, sacado ahora de su contexto católico para utilizarlo al servicio de un discurso existencialista con una clara dimensión social en muchos casos. La fuerza comunicativa de estas imágenes permitía una comunicación directa con el público en un registro emocional y físico antes que intelectual. El tratamiento ritual de las acciones enfatizaba el carácter performativo de estas, subrayando la cercanía de su realidad material y física. De este modo se perseguía ese sueño artaudiano de despertar los mitos colectivos dormidos en el imaginario de un pueblo, igual que hacían los autos, aunque con un sentido social distinto, recordando a los feligreses los misterios de la Salvación. El intento de renovar las tradicionales representaciones de La Passió, de Semana Santa, impulsan, por ejemplo, el teatro del Grup d´Estudis Teatrals d´Horta, desde Crist, misteri(1964-1969) hasta Oratori per un home sobre la terra (1970).

Una de las obras con mayor repercusión internacional de aquel momento fue el trabajo de Víctor García con Nuria Espert sobre Las criadas (1969), de Jean Genet, al que siguieron sus puestas en escena de Yerma (1972), de García Lorca, y Divinas Palabras (1975), de Valle-Inclán. García transforma la escena costumbrista que hasta entonces había servido a Jouvet para llevar la obra de Genet a la escena, en un espacio ceremonial, rodeado por láminas de aluminio y presidido por un plano horizontal que hacía las veces de cama y altar sacrificial. Los coturnos, el tintineo de las campanillas, la mitra, la bandeja y el cáliz, los cambios de indumentaria para la realización de la acción sacrificial en la que una criada termina envenenando a la otra, se recubren de una proyección mágica en el ceremonial que marca el paso de la realidad cotidiana al rito. Son numerosos los montajes de entonces que buscan una comunicación más directa con el público a través de este tono ritual, que le confiere a la escena una dimensión espiritual y poética al mismo tiempo. Grupos como Cátaros o Bululú proporcionaron los coros de oficiantes para esta suerte de ceremonia, entre festiva y cruel, en la que se transformó la puesta en escena que Adolfo Marsillach del Marat-Sade, de Peter Weiss, en 1968, o el montaje de Fabià Puigserver de La señorita Julia, de August Strindberg, en 1973.

No es un azar que haya sido el teatro andaluz quien más lejos haya llevado este teatro ritual, teniendo en cuenta el peso de las tradiciones religiosas en esta cultura. La feliz conjunción del flamenco, un tipo de baile que conserva un aire de ceremonia, con el teatro va a dar lugar a algunas de las propuestas más novedosas del momento. Los inicios de este diálogo entre teatro y flamenco hay que buscarlos en los primeros trabajos de Alfonso Jiménez Romero sobre textos de García Lorca. Poco después, ya en 1970, tiene lugar una segunda versión de su texto Oratorio[3], a la que se invita al cantaor flamenco Salvador Távora, que en 1972 estrena su primera obra, Quejío, lo que significó el comienzo de La Cuadra, un grupo que continúa todavía hoy en activo. Los códigos escénicos del flamenco, el cante y el baile, sus movimientos y actitudes, se revelaron como una fórmula idónea para revestir la escena de una atmósfera sacralizadora con un componente físico y performativo, el de los propios cantaores tratando de mover un bidón de piedras en Quejío o levantando un entramado de madera, a modo de reja carcelaria, con auténticas bigas de madera en Los palos (1972). Todo adquiría un efecto de realidad inmediata y una enorme eficacia en su comunicación sensorial. Cruces, procesiones y estandartes, caballos y toros han ido tiñendo la Andalucía ritual de Tavora de un espectacularismo vacío en detrimento de la fuerza crítica de sus primeras obras.

En los años ochenta surge otra de las compañías legendarias del teatro andaluz, La Zaranda, Teatro Inestable de Andalucía la Baja, uno de sus colectivos más originales. La Zaranda ya no se apoya en el cante y el baile flamenco de modo directo, pero su mundo escénico gira en torno a esta cultura del flamenco, puesta ahora en relación con una estética de lo pobre. En sus obras se enfatiza una materialidad ajada por el paso del tiempo que reviste, convirtiendo la escena en una especie de naturaleza muerta, una alegoría de la vida y la muerte, o en otras palabras: una formulación existencialista de esa Historia de la Salvación que nos contaban los autos (Cornago 2001). Es una poética que se asimila en su apariencia exterior al mundo de Tadeusz Kantor, cuyo teatro se articula igualmente sobre una serie de juegos/rituales escénicos que terminan conduciendo a un instante de máxima intensidad, comparable con esas epifanías que se suceden en las obras de La Zaranda o de Romero Esteo. Las variaciones tonales de unas voces desgarradas terminan convirtiendo el texto en una especie de letanía de ultratumba, que confiere a su universo escénico un sello inconfundible, expresión de lo efímero sub specie aeternitatis, lo perecedero de la vida transformado en retablo barroco: «pobre lugar donde se acumula el recuerdo y fermenta la eternidad contemplando el tiempo desteñido en sus paredes», como se dice en Vinagre de Jerez (7), obra estrenada en 1987 con la que el grupo alcanza el reconocimiento internacional. A esta le han seguido obras como Cuando la vida eterna se acabe (1997), La puerta estrecha (2000) o Ni sombra de lo que fuimos (2002), cuyos títulos remiten ya a un imaginario barroco y alegórico de un mundo en ruinas al que no le queda sino girar sobre sí mismo, empleando la imagen del tío vivo que ocupa la escena de este último montaje.

La alegoría se va construyendo a lo largo de la representación, hasta expresarse como rito y ceremonia, epifanía y revelación. El espectador adivina espantado el carácter alegórico de toda la escena, la condición fatal de una acción, de un espacio y un tiempo cerrados sobre sí mismos, mientras resuenan una y otra vez las mismas palabras, como la conjuración de una pesadilla cargada de cante y sangre andaluza, mientras que el ritual (escénico) sigue adelante, avanzando hacia ese momento de revelación que transformará el sentido de todo lo que ocurre en la escena, proyectándolo hacia otra dimensión, el significado oculto de la alegoría, su dimensión sacralizadora, mientras resuenan en la cabeza del espectador los ecos jondos que vuelven una vez más, girando en el espacio cerrado de la alegoría, la vuelta de lo mismo, «los restos del naufragio, los acontecimientos del pasado» (7):

¡Que me den mi sitio!, ¡Y yo lo que quiero es que me den mi sitio! […] ¡Vámono, Migué!… ¡Migué, vámono!… Vámono. […] Tó el día llevo buscándome, yo, hoy.. ¡Tó el día! […] ¡Anda, vámono… anda, vámono! […] ¿Cómo que no va a podé vení?… ¿Cómo que no va a podé vení?… Si no viene hoy, viene mañana, Luí… ¡si no viene hoy, viene mañana! (Vinagre de Jerez, 22, 34, 39)

En cuanto al texto dramático, la traducción más original y creativa que ha conocido el teatro ritual se debe a Miguel Romero Esteo. Su origen cultural andaluz explica nuevamente la recurrencia al mundo de los ceremoniales y las procesiones. Todo su teatro, dividido en dos grandes ciclos, las Grotescomaquias, desarrolladas entre los años sesenta y setenta, y las Tragedias de los Orígenes, ciclo sobre la civilización tartesia en el que aún trabaja el autor, están animadas por la búsqueda de una espiritualidad trascendental, aunque ya no de carácter católico como en los autos, sino en un sentido de la sacralidad antropológico y existencial (Cornago 2003). En su primer ciclo, el plano espiritual está potenciado por su tratamiento grotesco, un estilo peculiar que, salvando las distancias, puede rastrearse en dramaturgos como Luis Riaza, Francisco Nieva, y en menor medida en el mismo Alfonso Jiménez Romero, marcados por el tono barroco característico del ritual grotesco. Esta ritualidad grotesca se presenta como la cara desgarrada y descreída de aquella otra ritualidad idealista y mesiánica que venía del Living Theater. En el caso del ritual grotesco, el modo alegórico, como ocurría en La Zaranda, afín también a este mundo grotesco, se hace más evidente.

Las Grotescomaquias funcionan a través de un sistema de oposiciones entre elementos grotescos y elementos profanos, lo que construye una estructura in crescendo que avanza hacia momentos de máxima intensidad, a menudo ligados a una suerte de ritual grotesco de carácter sacrificial. En estos momentos de éxtasis, los personajes quedan abismados ante una presencia que solo se puede expresar como ausencia, es el instante de la iluminación. El concepto de epifanía constituye uno de los pilares de la poética del autor cordobés. El nombre de hierofanía, como denomina el autor a un tipo ciertamente peculiar de composiciones poéticas, alude justamente a este aspecto de revelación sagrada o epifanía, según explica Eliade (12) remitiéndose a su etimología: del griego hieros, sagrado, y phainomai, manifestación. Estas alegorías se construyen a lo largo de la representación siguiendo una estrategia compositiva expuesta explícitamente en escena a modo de juego o ritual, ley escénica que los personajes deben obedecer y que termina adquiriendo una dimensión trascendental y monstruosa. Como en muchos de los autos calderonianos, la alegoría se presenta como un artificio fatal de carácter diabólico en el que los personajes se ven atrapados. A medida que la representación avanza, crece la alegoría, mostrando su cara terrible, su carácter inevitable, solo interrumpido por ese instante de revelación mística, la esperanza de la salvación manifestada en el aquí y ahora de la escena, cuya materialidad espacial se hace más visible que nunca, de modo performativo, subrayando la teatralidad de todo el dispositivo.

Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación pertenece al ciclo de las Grotescomaquias y fue estrenada en 1972 por Ditirambo Teatro Estudio, bajo dirección de Luis Vera. A lo largo de una noche un grupo de enfermos mentales, convertidos a la sazón en cocineros, llevan a cabo en la cocina del hospital siquiátrico un ritual sacrificial en defensa de los guisos tradicionales y en contra de los nuevos hábitos gastronómicos. Ya desde el comienzo, con la entrada de los personajes en solemne procesión, queda claro el tono sacramental: «Esta es la fiesta de la luz, los ritos del amor, y la misericordia y la piedad y la consolación» (2), subrayado por el componente grotesco en un juego de intensificación recíproca que llevará ambos elementos al extremo, sin que lo grotesco elimine el componente sagrado, ni lo sagrado acabe con la dimensión profana[4]; esto es lo que Benjamin califica como la dialéctica de los extremos característica de la estética barroca que subyace a este esquema teatral: «la apoteosis barroca es dialéctica. Se lleva a cabo mediante la revolución recíproca de los extremos» (153). Como en el caso de los autos, estas alegorías contienen toda la Historia, la Historia de la caída del hombre, pero también de su posible salvación, que pasa por las diferentes Edades, aunque en esta ocasión en clave grotesca:

Y en el principio fue el garbanzo… […] Y luego es la Edad Media, y es el sofrito de garbanzos, y luego el cocido de garbanzos como obra maestra del gótico […] y es entonces el barroco y la olla podrida, el esplendor de la olla podrida como apoteosis del barroco… Y es entonces la gloria, la gloria de la olla podrida. Aleluya. (Paraphernalia, 4)

A medida que avanza el juego, este comienza a mostrar su cara más terrible, y es entonces cuando los personajes tratan en vano de abandonarlo, de frenarlo o interrumpirlo, pero el guión ya está escrito en el libro sagrado y el ritual adquiere una condición fatal por inevitable; así ordena autoritario el Chef, maestro de ceremonias: «No se hable más. Sigamos. Pero, ojo con equivocarse de texto./ Ojo. /Mucho ojo. / Y orujo. /Y orujo» (7). Hasta que finalmente el sacrificio se lleva a cabo y se mata al ayudante de cocina, en mitad de la fiesta y la noche, en mitad del caos y la oscuridad, y es entonces el momento de la epifanía, la revelación cósmica del espanto y la catarsis:

y los cocineros apostatan de la salmodia, apagan los cirios, abren de los ojos como pedruzcos espantados, enarbolan las zarpas y se cubren con el antebrazo la faz, sacramentalmente, y marmitón da las últimas boqueadas, y el Chef exhausto de los arcángeles venenosos percata del ánima babosamente al marmitón agonizante y queda tránsido del pecado mortal ab intetato y recula de rodillas, recula pecadoramente repeluznado. (Paraphernalia, 29)

Si las Grotescomaquias avanzan en una sucesión de rituales grotescos hacia ese punto álgido donde se hace visible un plano trascendental, las Tragedias de los Orígenes se abren desde el comienzo en una atmósfera sacralizante, donde se alberga un mundo donde los rituales son el modo común de comunicación con los dioses. Cada una de las epopeyas que conforman este ciclo se consagra a uno de los reyes tartesios, una civilización que tuvo su centro al sur de España, y para cuya reconstrucción el autor se ha basado en fuentes arqueológicas y en los ritos y la música que todavía perviven en los pueblos de las montañas del interior de Málaga. Tanto los coros como algunos de los diálogos están escritos en idiomas inspirados en las transliteraciones del ibero, recreaciones fonéticas cercanas al euskera. El punto de partida de este peculiar proyecto de recreación dramática de una cultura arcaica hay que entenderlo en el entorno del teatro ritual y de iniciativas similares como Orghast, de Peter Brook, una obra en la que se utilizaban idiomas antiguos como el avesta, el latín o el griego clásico, además de un lenguaje artificial, como en el ciclo tartesio, compuesto por el poeta Ted Hughes. Miguel Romero (1973) calificó esta obra como la «cima del teatro en estas dos décadas». A raíz de un ensayo sobre la obra de Mircea Eliade, el dramaturgo andaluz se hacía eco de las ideas de este, defendiendo la necesidad de una «vuelta a la sacralización del hombre. Algo así como redescubrir el sentido sacramental de la existencia humana. […] Esa sacralización de la vida y de la muerte todavía persiste en los pueblos primitivos». Tanto el proyecto de Brook como las Tragedias de los Orígenes tratan de levantar un mundo donde aún está vivo este sentido ritual y sacralizador de la realidad, un mundo donde aún late el misterio de los orígenes. La primera acotación de la liturgia primera de las 84 en las que está dividida la entrega inicial del ciclo, Tartessos. Un memorial de las tinieblas, se abre en el estilo ceremonial y el tono mitificador característico de todo el ciclo:

De los abismos de las tinieblas donde Tartessos, de los abismos de los milenios y las tinieblas donde a la mitad de las tinieblas los abismos de Tartessos, donde a la mitad de los abismos los palacios del rey de reyes en Tartessos. De los abismos donde a la mitad de los milenios las tinieblas, donde a la mitad de las tinieblas el gran ámbito de los ceremoniales, donde a la mitad de los palacios del rey de reyes el gran ámbito basilical de las liturgias (Tartessos, 40).

Entre los nuevos creadores aparecidos en los años noventa quizá sea Angélica Liddell, dramaturga, directora y performance, quien de manera más original ha sabido escribir un nuevo capítulo de este teatro ritual y alegórico con la fundación de su compañía Atra Bilis en 1993. Tanto en su obra escrita como en sus montajes, dirigidos e interpretados por ella misma en colaboración con su compañero de escena Sindo Puche, ritual y alegoría no son elementos explícitos, como en casos anteriores, pero proporcionan las piezas para una obra que ha sabido conjugar la creatividad poética con la creación propiamente escénica. Con el primer plano, basado en el texto dramático, se construye una trama de resonancias míticas que se ofrece a una interpretación alegórica de un tipo u otro dependiendo de los casos; con el segundo plano, apoyado en unas escenografías entendidas como instalaciones plásticas y un tipo de acción de fuerte tono performativo, se desarrolla la dimensión ceremonial. Esta se construye a través del tono ritual que adoptan muchas de las acciones que van a tener lugar en escena. Nuevamente, la ritualidad escénica sirve para acentuar la cercanía física y material de lo que está-pasando en escena. En paralelo se desarrolla el plano narrativo, a cargo a menudo de una voz en off, que nos habla de un tiempo y espacio lejanos, cerrados sobre sí mismos. Entre la lejanía extraña del plano mítico y la cercanía perversa de los rituales escénicos, se establece un campo de tensiones que acentúan el mito y el rito en un juego recíproco de referencias.

Su reconocimiento en el teatro español se afianza con el Tríptico de la Aflición (2001-2003), trilogía en la que denuncia con el tono pasional y exacerbado característico de su obra, las hipocresías sobre las que se asienta la institución de la familia[5]. Sus rituales escénicos ponen al descubierto de una manera plástica y directa el grado de perversión y degradación que oculta la sociedad. A partir de la trilogía su obra experimenta un giro hacia un campo social e histórico más explícito. Su siguiente montaje, Y los peces salieron a combatir contra los hombres, constituye su alegoría más explícita. Se trata de una personificación de España como nación y patria. Esta obra supone una denuncia feroz de la pasividad con la que se asiste a la muerte de cientos de inmigrantes africanos tratando de alcanzar las costas españolas. La obra consiste en un apasionado monólogo de una prostituta-España, embarcada en una especie de buque fantasma, en el que le advierte a un tal Señor Puta, personificación del poder, del peligro de que a los peces le salgan ojos de hombre por haber comido tantos africanos ahogados. Al mismo tiempo que se desarrolla la alegoría, Liddell, ataviada con un barroco vestido de flamenco, y Puche, con la camiseta de fútbol de la selección española y pintado de negro, realizan diversas acciones en las que el agua tiene un lugar central. Su última obra, Y como no se pudrió: Blancanieves es una vitriólica denuncia de los niños que mueren en las guerras. Como en otras de sus piezas, se comienza definiendo ese espacio del después de, marcado por la degradación y el apocalipsis del final de los tiempos, en el que se va a desarrollar la trama: «Estábamos en ese tiempo en que cualquier acontecimiento cotidiano era precedido por la muerte. Estábamos en ese tiempo en que las victorias se obtenían según la cantidad de niños asesinados» (en Cornago 2005). La palabra, en su potencialidad poética, construye esa dimensión mítica que nos habla de otro tiempo y otro espacio, donde se va a construir la alegoría, cuya estructura remite a las estrategias narrativas del cuento tradicional érase una vez. La utilización de cifras exactas, como el 7 o el 12, para ordenar el relato y ejecutar las acciones hace referencia a esos extraños mundos míticos, articulados mediante ritos, donde nada es azaroso, sino que todo alcanza un sentido en su preciso ordenamiento. La historia de Blancanieves se inicia cuando tenía doce años y 12 son las veces que será violada por los soldados que la encuentran en el bosque, el espacio mítico de la inocencia de la que es arrancada para llegar a un mundo que ha olvidado la respuesta a las 7 preguntas fundamentales. En contraste con el tiempo de la narración, se levanta el tiempo y el espacio de la acción, que opone su inmediatez física y real. El aquí y ahora del ritual escénico se alza frente al tiempo mítico y cerrado de la alegoría, para darle vida en el presente del espectador, que se ve así reflejado en la imagen monstruosa que le devuelve la escena.

Conclusión

Como se señalaba al comienzo de este ensayo, su objetivo no ha sido estudiar en profundidad el funcionamiento de los elementos rituales y alegóricos en estas obras, sino llamar la atención acerca de su presencia fundamental como motor de creación escénica y articulación de una trama en momentos y obras distintos de la historia del teatro español, un listado que sin duda podría seguir ampliándose. Los elementos escénicos en los que se basan estas poéticas, la construcción alegórica y la estructura ritual, que a su vez contribuyen a la creación de un plano mítico con un tono místico, están lejos de constituir aspectos caprichosos que llegan a la escena contemporánea como fruto de un raro azar, sino que se erigen como pilares estrechamente relacionados con la esencia de lo teatral, con su condición estética y antropológica fundamental. No es, por tanto, extraño que a lo largo de la historia la escena haya recurrido a ellos una y otra vez. Las concreciones históricas que han ido conociendo son muy diversas. No vamos a insistir en la distancia que separa la cualidad trascedental del auto sacramental y su importancia en la vida cultural del siglo XVII de los planteamientos de los autores contemporáneos. Si la búsqueda de un plano espiritual en el mundo religioso de la Contrarreforma española puede parecer normal, es más llamativa la búsqueda por parte de la escena moderna, de un mundo secularizado, de esa dimensión trascendental a través de los elementos rituales. La diferencia en su utilización en uno y otro contexto es notoria: si en el siglo XVII el auto sacramental se presentaba como apoyo al orden monárquico establecido, en el siglo XX se presenta como una reacción a una sociedad consumista que ha perdido la complejidad inherente a una concepción cósmica y espiritual del mundo.

En el plano de la forma, el modo de representación ritual de los misterios religiosos en los autos podía resultar habituales para una sociedad acostumbrada a estas formas ceremoniales, dada la importancia de la escena religiosa y el boato de la corte monárquica. Para el espíritu positivista del hombre moderno la creencia en los rituales está en crisis, también en los rituales escénicos del teatro, frente a la credibilidad que le ofrecen esos otros escenarios mediáticos, como el cine, la televisión o la pantalla de un ordenador. La recurrencia a las acciones ritualizadas permite a la escena volver a situar en primer plano cada uno de los elementos sobre los que se construye el acontecimiento escénico, cada movimiento, gesto, ropas y adornos, palabras enunciadas y acciones realizadas; y en el centro de todo ello la figura del espectador, participante en el ritual escénico, recuperado por el teatro de hoy como el elemento central del hecho escénico. Todo adquiere en el rito un significado trascendental, y a eso va a aspirar como una suerte de utopía escénica el teatro del siglo XX, a despertar los mitos, sueños y perversiones que duermen en la conciencia cultural de un pueblo. De este modo, el teatro, como la peste que decía Artaud (24), toma las imágenes dormidas y las empuja al extremo; «tous les conflits qui dorment en nous, il nous les restitue avec leurs forces».

Notas

  • [1] Arellano (1995) insiste en que lo característico del auto es «la presencia nuclear de la Eucaristía» (687), aunque añade que este tema puede estar solapado tras alguno de sus aspectos constitutivos, como «la Redención del género humano, con sus motivos anejos (caída, pecado original, mal, bien, sacrificio redentor de Cristo…)» (687), aspectos igualmente centrales en el teatro ritual del siglo XX.
  • [2] Esta obra ganó los premios al texto, a la dirección, a la escenografía y a la interpretación en el Festival de Sitges de ese año.
  • [3] Esta obra se estrenó por primera vez en 1969 por el Teatro Estudio Lebrijano, bajo la dirección de Juan Bernabé. Tuvo un enorme éxito por el grado de identificación que alcanzó con el público. En un tono ceremonial se desarrollaba una trama con elementos míticos detrás de la cual se escondían claras alusiones a la Guerra Civil y la situación de opresión que vivía el pueblo rural andaluz.
  • [4] El mismo autor hace constantes advetencias acerca del peligro de que los elementos grotescos inclinen la obra hacia la farsa, reduciendo el componente sacralizador al servicio de una mera crítica social o anticlerical; así, por ejemplo, ya al comienzo de Pasodoble se dice: «los elementos religiosos o cuasilitúrgicos hay que tratarlos sin ningún asomo de irreverencia o similar. Entre otras cosas más importantes, porque con ello quedaría dañada la veta más noble de la obra y perdería vigor la veta trágica» (16).
  • [5] El Festival Escena Contemporánea de Madrid dedica en 2003 el ciclo autor a su obra, presentando una retrospectiva de toda la trilogía.

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Disponible en:

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