Mi muerte a cambio de tu pelo

Hubo un tiempo en que la comunidad acudía a los oráculos para conocer el porvenir. El oráculo hablaba a través de signos, de gestos extraños y palabras oscuras, de símbolos que contenían un mensaje, la voz de los dioses. Visionarios en tiempos más recientes reinventaron este lugar como origen del teatro, en un tiempo en el que ya no se escucha a los dioses, ni a los muertos. Si fuera cierto que los oráculos se transformaron en artistas, podemos suponer que la voz del porvenir quedó en manos de los políticos. El artista y el político, dos formas de ser público, de darse a la comunidad. El sacrificio espiritual del artista y el sacrificio social del político como mitos de los que apenas quedan huella. Los oráculos del mundo moderno convertidos en formas de vida en las que el sacrificio se ha transformado en arte de la seducción. El dolor del artista es su verdad. A más dolor, más realidad; mientras más realidad, más dolor. ¿Se puede actuar el dolor? El rostro afligido del político, en la foto junto a las víctimas de la masacre, nos hace pensar en su compromiso personal. Hacer público el dolor, lo que no tiene voz. La catarsis a través del dolor del otro. Lugares de duelo construidos por una comunidad.

Citemor 2009 se abre con un acto de dolor, Te haré invencible con mi derrota. Es una casualidad que Citemor se abra con esta obra, pero y ¿si las casualidades significaran algo? El rito es el espacio para la expresión del dolor, el dolor de un sacrificio asumido por una fuerza mayor. Pero la obra comienza antes y acaba después. En medio, el ritual, la apetura al público. Es un acto profundamente trascendental y profundamente físico. La expresión pura del dolor, el dolor y nada más. Y la belleza naciendo de ese lugar oscuro.

El público llega en autobús hasta la nave donde se hace la obra. Es ya de noche. La artista espera al final de la nave, con un vestido blanco, como una

sacerdotisa que aguarda el momento de lo inevitable. Mira al público, pero no le ve. Está en otro lugar, ausente, conversando con los que todavía no han llegado. El público asiste, desde el otro lado, a un diálogo, el que tiene lugar entre la artista y la muerte, un diálogo con los que ya se han ido y que van a ser invocados.

Estoy aquí, Jackie, no te dejo, no te dejo, estoy aquí.

Angélica habla con Jackie; habla con la belleza y con el dolor, la máxima belleza y el máximo dolor. El concierto para cello de Elgar y la imposibilidad de seguir tocando el cello por una esclerosis que comienza afectando sus manos. Antes de los treinta Jacqueline du Pré tuvo que dejar de tocar, murió a los 42. Pero todo esto no lo sabemos cuando vemos la obra, quizá ni siquiera importe, cuando vemos la obra sólo hay dolor, un dolor personal y a la vez universal, y los signos que deja ese dolor. ¿Habrá que volver a creer en Artaud en esta Europa sin muertos?

Violoncellos tumbados en el suelo, en el centro del escenario, y al frente de estos una silla mirando al público. A la izquierda de la silla los instrumentos: cuchillas, gasas, alcohol, agujas e imperdibles. A la izquierda de los violoncellos una luz recorta otro espacio rectangular igual al del centro, donde se ven unos panes formando un cuadrado, y una maceta con una planta grande, de la que se arrancarán unas hojas en cada representación que la artista se coloca en el antebrazo. A la derecha, otro rectángulo de luz igual a estos enmarca una escopeta de aire comprimido que apunta hacia los violoncellos, y unos exvotos junto a una vela de alcohol, dos figuritas pequeñas y una mano. En la pared de la izquierda una foto grande de Jackie tocando el cello, abrazándolo con sus piernas, y la melena rubia cayendo sobre el instrumento.

Todo cuidadosamente dispuesto. Los objetos ocupan su lugar preciso en mitad del espacio oscuro de la nave. Estos lugares están bien delimitados por las luces, que dejan ver esas pequeñas instalaciones que forman los objetos en medio de la oscuridad que predomina en todo el espacio. Luego empieza la función, y las sombras, iluminadas por Carlos Marquerie, se van moviendo al ritmo violento de las acciones. Las botellas vacías de cerveza sobre los cellos, la rabia, el concierto de Elgar, los cortes y la sangre. Un pañuelo blanco manchado de sangre, sujeto con imperdibles al cuerpo de la artista, le cubre los pechos. Cristales rotos, gritos y lágrimas, la peluca rubia, la cera derretida de los exvotos y las fotos de Vietnam, apoteosis y dolor, miedo, el llanto y los disparos sobre la foto de Jackie, convertida

ya en una caricatura. Al final el ruido de la máquina haciendo palomitas de maíz, y la artista comiéndoselas. La nada.

En mitad de este diálogo interior de la artista, se oye otro diálogo, también con los muertos. Es una grabación de una sesión con un médium. Sus palabras apenas se entienden, pero se oye la voz de Angélica repitiendo en alto lo que le dice el médium.

Con la artista sentada al frente de los cellos, dispuestos a sus pies como ataúdes, comienza a hablar, “¿Por qué? Esa es la pregunta del dolor”. No habla al público. Sobre una pantalla se proyecta el texto en portugués y a veces resulta más fácil leerlo que oírlo. Angélica habla consigo misma, consigo y con los fantasmas que la habitan, el fantasma de los que ya no están, de los que se fueron sufriendo. Habla con los muertos y habla con un dios.

No necesito ayuda para ser feliz. Necesito la respuesta de dios. Necesito pelear con dios. Necesito los puños de dios.

Entre todas las obras de Angélica Liddell quizá sea esta la más cerrada, la más oscura, quizá también la más bella, o la más necesaria. Todavía en sus últimos trabajos, aparecía el público de una u otra forma, era interpelado, removido como representante en escena de una sociedad pasiva e hipócrita. Ahora desaparecieron las referencias que explicaban el dolor, desapareció el público. Sólo queda el dolor y el enfrentamiento cara a cara con ella misma. La obra no está hecha para el público. Se le muestra, se le permite que mire, pero ya nadie le mira a él. El público asiste de lejos a una lucha de la artista con sus sombras, una lucha atravesada por la rabia y el miedo, por el deseo de revelarse y las ganas de acabar, de acabar con uno mismo.

Hazme sumisa. Quítame la rebelión.

La obra se representó tres veces, tres sacrificios, otro número sagrado. ¿Cuántas veces seguidas podría representarse? En la primera función, después de las palomitas, volvieron las lágrimas y los sollozos. La artista se va del espacio llorando. Ya no vuelve. No se oyó ni un aplauso. En el camino de vuelta, el silencio en el autobús. Luego, en el bar, vuelven las conversaciones, sobre cualquier cosa. Angélica no aparece.

Imagino el viaje del restaurante donde se cena hacia la nave, el viaje del pueblo hacia las afueras. Angélica y sus acompañantes, Carlos, Eduardo Vizuete y Sindo Puche, en mitad de la noche, entre los campos de maíz, hacia el lugar del sacrificio. Ya durante la cena a la artista se le va transformando el gesto, bajo un velo de silencio, y en la parte de atrás del coche parece que hubiera comenzado ya la obra, el enfrentamiento con el dolor, el miedo. Luego se entra en la nave, y llega el momento de la separación, Angélica se cambia de ropa y se va hacia el fondo del escenario, mientras que los demás ocupan su lugar detrás de las gradas. Después de la obra, la esperan para volver al pueblo. Y se hablará de algún detalle técnico, de algún imperdible que estaba torcido y no funcionó bien.

* * *

Y Dios le dio al hombre la capacidad de crear, a fin de que este conociera sus límites, le dio un espacio donde jugara con la vida y con la muerte, en el que nada resultara gratuito, un espacio en el que de la belleza surgiera una verdad necesaria, la verdad del dolor.

Y el oráculo dijo:

Ven, guerrera amable, espada de alegría, no tardes, te espero con todo mi corazón. Háblame, por favor, háblame, dime algo bonito.