El día 2 de octubre de 1992, en el Pabellón 9 de la Casa de Detenção de São Paulo, 111 presos fueron asesinados por la Tropa de Choque de la Policía Militar que invadió el local para contener una rebelión. La “Masacre de Carandiru”, como se conoce al episodio, tuvo repercusión mundial y a día de hoy no ha sido todavía esclarecido totalmente. Lo que ves, escríbelo en un libro Y mándalo a las siete Iglesias… Apocalipsis 1,11 Cada vez es más difícil salir del teatro impactado por un espectáculo. En general, salimos con la sensación de que falta algo, de que aquello a lo que asistimos está a medio camino de algo que no sabemos bien qué es, pero… Con el Teatro da Vertigem, no. Al contrario, salimos con sensación de atracón, como si hubiésemos comido más de lo que podíamos aguantar. Salimos, en realidad, con el estómago revuelto, al borde de una indigestión. Estamos hablando de Apocalipse 1,11, dirigido por Antonio Araújo, tercera obra de una trilogía que se inició con Paraíso Perdido, de Milton, continuó con O Livro de Jó, y ahora concluye con las visiones del apóstol San Juan sobre el fin de los tiempos. Los espectáculos de Antonio Araújo son siempre muy especiales, con un lugar exclusivo en el cuadro de las producciones paulistas (e incluso del resto de Brasil). Es uno de los pocos creadores sobre los cuales podemos pensar en términos de “obra”, o sea, su producción corresponde a un proyecto artístico que él dirige sin concesiones y con definición estética. Por eso mismo su producción es “bisiesta”, cada espectáculo ocupándole dos, y a veces tres años, de una minuciosa y siempre exhaustiva inversión de creación. Su proceso de trabajo es también uno de los pocos a los cuales podemos aplicar el calificativo de “colectivo”. Construye el espectáculo en proceso y en complicidad con un elenco que, como él, se entrega totalmente al trabajo durante largos períodos. El texto va siendo construido sobre la marcha, por medio de talleres en los cuales los actores improvisan sobre diferentes temas, acompañados de un dramaturgo que da forma y firma la dramaturgia final. Otro aspecto característico de sus obras es la búsqueda de un lugar específico que constituya, en sí mismo, una realización metafórica de la idea central del espectáculo.

Para Paraíso Perdido, la compañía se alojó en el interior de una iglesia católica (¡y no hubo poco escándalo por eso!). Para O Livro de Jó, ocuparon un ala inutilizada de un hospital. Para Apocalipse 1,11, el espacio escogido fue un antiguo complejo carcelario. En suma, son siempre procesos largos y exigentes, que se ven alargados por algunas frustraciones, en especial en cuanto a las expectativas de patrocinios, pues sus espectáculos no son considerados (por la mirada ciega de algunas empresas) inversiones seguras. Además, en general, su elenco, de excelente nivel, no incluye ningún rostro destacado de la televisión. Cuando eso sucede, como en el caso de Mariana Lima, una de las protagonistas de Apocalipse, la actriz no es usada como un atractivo de la obra. Está ahí como un integrante más del grupo y quien la reconoce está obligado a distinguir –no hay como no hacerlo- entre la protagonista de heroínas insulsas de la tele y la actriz osada y vigorosa que encarna el personaje de Babilonia, la “reina de las abominaciones de la tierra”. El resultado es que, aun siendo uno de los dos principales directores –y podríamos decir el más osado entre los jóvenes directores en activo en Brasil hoy en día-, a pesar de ser uno de los grupos más premiados –en cada estreno, el Teatro da Vertigem acostumbra a llevarse los principales premios del teatro brasileño-, con invitaciones para los festivales más importantes de Brasil y con reconocimiento en el exterior –Livro de Jó estuvo en Rusia, Dinamarca, Colombia, y Apocalipse ya tiene garantizada su temporada en Portugal-, la compañía no se sustenta financieramente. Los pocos apoyos que consigue reunir son insuficientes –cuando no sucede que pierden un apoyo después del estreno, como sucedió efectivamente en esta temporada, ¡porque los patrocinadores quedaron escandalizados con el espectáculo! Y el Estado con su crónica falta de política cultural, no invierte en el campo de la investigación escénica. Con todas esas dificultades, Tó Araújo no hace concesiones. Sus espectáculos son productos elaborados artesanalmente, que exigen una relación íntima con los espectadores. Por ese motivo, sus plateas son también numéricamente restrictivas, admitiendo como máximo sesenta espectadores por sesión. Éstos constituyen un grupo heterogéneo, hermanados en la expectativa, siempre satisfecha, de vivir una experiencia estética de profundo impacto. Esta vez, serán testimonios de un Brasil revelado por las entrañas. El Brasil de la Bestia Apocalipsis en griego significa “revelación” y es con ese sentido que es empleado el término en el Nuevo Testamento: revelación de las verdades contenidas en el Evangelio y cuya realidad última es la condición de Jesucristo como juez supremo de la Humanidad. Así lo pretendió la tradición cristiana, y el apóstol San Juan se afirmó como el autor del texto apocalíptico más importante. Fue en él en el que se basó finalmente el texto de Apocalipse 1,11, reformulado por el escritor Fernando Bonassi. Sin embargo, el espectáculo del Teatro da Vertigem está lejos de reproducir el universo bíblico en su imaginario grotesco de monstruos de muchas cabezas y estrellas que se caen del cielo. Esas aberraciones y catástrofes no nos asombran, pues vivimos en un mundo en el cual la amenaza del fin se encuentra neutralizada por la convivencia diaria con la violencia, la degradación, la pérdida de referentes. Las visiones del Apocalipsis no son más feas que la miseria que se agolpa a nuestro lado. Es, pues, en el plano de las abominaciones de la realidad que nos sentimos atraídos por el espectáculo. Y lo hacemos en condición de testigos. Quien nos conduce en nuestro trayecto es San Juan Apóstol, aquí destituido de su función profética y convertido en emigrante de apariencia norteña, maleta de cuero en mano, mirada perdida, entre ingenua y sufrida. Va en busca de Nueva Jerusalén, la tierra prometida, y nosotros le seguimos. Nuestra primera parada nos coloca delante de un singular ritual. A varios metros del suelo, colgada de una baranda, una niña de aire distraído riega bucólicamente un jarrón de flores. Después, sonrisa congelada en los labios, lo pone al fuego. Es un ritual que podemos entender como un bautismo de agua y fuego, que nos quita la inocencia. En un primer momento no percibimos esa destitución. Ni siquiera nos sorprende, apenas un leve molestar. Porque enseguida, nuestra atención es capturada por la aparición, en un plano aún más alto, de la figura de un Cartero. Él nos lee entonces la Carta al Ángel de la Iglesia en Éfeso. Pero su contenido no es el original bíblico, sino un gracioso edicto, determinando leyes aparentemente absurdas como la concesión del derecho a la cirugía plástica para mujeres mayores y la obligatoriedad del pago de impuestos para traficantes. Adivinamos, entonces, que esa mezcla de humor y cinismo, poesía y crueldad, será uno de los privilegiados ingredientes del espectáculo. Con ese espíritu, seguimos adelante. Penetramos, entonces, en la privacidad de San Juan, acompañándolo hasta su cuarto, un cubículo miserable como los que podemos encontrar en las pensiones vagabundas que se esparcen por los suburbios de las grandes ciudades. Pasamos de ser testigos a ser voyeurs, espiamos su intimidad a través de vanos de puertas y ventanas, obligados por la arquitectura de la sala a una visión parcial. A veces, tenemos que contentarnos con oír apenas una escena que ahora se desarrolla entre Juan y “Novia”, una joven de apariencia virginal, sorprendida por él en su cuarto. Ella se ofrece a él, dispuesta a someterse, pero Joâo la desprecia, obcecado por la idea de Nueva Jerusalén. Entonces, cuando ella se retira, desnuda y desesperada, Juan descubre bajo su cama a otro intruso, el Señor “Muerto”. Su figura es la del Cristo coronado de espinas, copiado de la iconografía religiosa tradicional. Él tampoco da a Juan ninguna respuesta ni ninguna alternativa, y también es rechazado. Después, la tercera visita: el Ángel Poderoso, acompañado por su pequeña tropa de Ángeles Rebeldes. Juan es torturado, drogado y, finalmente, recibe del Ángel la misión de salir y dar testimonio de la proximidad del fin de los tiempos. Seguimos de peregrinación con él. Subimos por escaleras oscuras y tortuosas, nuestros oídos bombardeados por el sonido mezclado de música techno e himnos religiosos, guiados por dibujos toscos de mujeres desnudas, fosforescentes bajo la luz negra, que nos conducen a la “Discoteca Nueva Jerusalén”. Entramos en un salón en penumbra, salpicado de luces coloridas que se escurren por el espacio. El ambiente nos remite a los “infiernillos” kitsches de los bordes de las aceras en ciudades perdidas del Nordeste brasileño. Estamos dispuestos en torno a una pasarela, lugar privilegiado desde el cual asistiremos al gran show de la noche. Quien lo presenta es la Bestia, el Anticristo en persona, un exuberante travesti con barba, obsceno y provocador. De ayudante, la atrevida Babilonia, que, en los intervalos entre las atracciones y las rayas de cocaína, exhibe impúdicamente el sexo, jactándose de su talento de prostituta. En la platea, a nuestro lado, asemejándose a nosotros, los Adoradores de la Bestia, beatos devotos que asisten al show como si de un culto religioso se tratase, diciendo aleluyas y agitando en las manos sus biblias amenazadoras. Aquí se concreta la metáfora del Apocalipsis here and now, del Apocalipsis brasileño. En las atracciones que se suceden, vamos reconociendo, en los personajes y en las citas, aspectos conocidos del Brasil de la violencia, de los prejuicios, de la corrupción, expuestos de modo inclemente. No hay sutilezas, las referencias se revelan inequívocas. Asistimos, por ejemplo, a la escena de la “Humillación del Negro”, en la cual, presentado como un producto nacional auténtico, haciendo alarde de su potencia y sensualidad, un joven negro es, rápidamente acusado de robo y sobre él recaen todos los clichés racistas que forman parte de la cultura de clase media brasileña. También hay un número de sexo explícito, ejecutado apáticamente por una pareja con trajes indígenas, remitiéndonos inevitablemente al largo proceso de degradación al que nuestros indios se encuentran sometidos. (Los protagonistas de esta escena son, en realidad, profesionales de shows porno y la exhibición se realiza en el palco, siendo esta una de las situaciones que han provocado las protestas indignadas de los espectadores más conservadores. Todavía queda la exhibición de la “Talidomida” de Brasil, una corpulenta adolescente, retrasada y paralítica, presa a una silla de ruedas, que, con esfuerzo, recita las primeras líneas de la Constitución Brasileña. Enseguida, es violada por la Bestia y la escena se completa con la entrada festiva de un pastel, ofrecido en conmemoración de los 500 años del Descubrimiento de Brasil, al son de un alegre y conmovedor Cumpleaños Feliz cantado por Babilonia. A estas escenas se suceden otras, de tono semejante, haciendo desfilar por la pasarela situaciones y personajes que evocan el lado podrido del país. El tono es paródico y ridículo, pero el lenguaje es cruel, obsceno, blasfemo. El juego de tensiones, el enfrentamiento entre elementos contradictorios, que constituye una de las fuentes del grotesco de la obra, sustentado por la alta teatralidad de los elementos en escena, mantiene a los espectadores en una incómoda zona limítrofe entre la risa y el shock. Hacia la mitad, nuestra disposición interior se manifiesta por medias sonrisas.

No podemos confiar plenamente en aquellos personajes que, incluso bajo una apariencia infantil, pueden súbitamente perder el control y practicar actos de la más torpe violencia. Éste es el caso, por ejemplo, de los dos payasitos que venden pantalones vaqueros, una doble clonación de Vladimir y Estragón cuyo punto de saturación fue superado hace mucho tiempo, que ya perdieron la paciencia y combinan en su pregón de vendedores las quejas de los pesimistas y los gritos de los sublevados. Y que, en contraste con sus tiernas figuras de adorno de pastel de cumpleaños, golpean sin piedad a un actor vestido de conejito de peluche. La combinación de elementos discrepantes se extiende a todos los componentes del armazón dramatúrgico. Domina las maneras de hablar de los personajes, en general mediante la yuxtaposición del lenguaje parabólico del Evangelio a palabrotas y expresiones de la pero estirpe. Se manifiesta también en la mezcla de lo divino con lo material. La Bestia, dedicando el show de la noche a Jesús, se refiere a él como “mi marido”, como “hombre de mi vida”, haciendo chocantes alusiones a su desempeño sexual.

La ambigüedad se manifiesta ya, en primera instancia, en la construcción de los mismos personajes, pues todos ellos son referencias míticas deformadas en sus trazos arquetípicos por las contaminaciones que reciben de la actualidad. Son por tanto seres híbridos; contienen siempre dos polos en tensión. Los Ángeles son portadores de la palabra del Evangelio, pero se visten y se comportan como policías feroces, recordando a las tropas de choque nazis. Sus oraciones combinan versos de salmos con obscenidades. Por sus bocas, también oímos los eslóganes por los cuales se expresa el segmento más reaccionario de la población, como la reivindicación de la pena de muerte o la condena indistinta de norteños y homosexuales. Es siempre en el interior de ese juego de afirmación/negación entre elementos opuestos donde se conforman los sentidos de las escenas. A nivel global, es también un juego de contrapuntos el que determina el ritmo y el encadenamiento. Si la naturaleza épica del espectáculo no comporta un desarrollo dramático, la tensión se produce artificialmente por la teatralidad y por la aceleración/desaceleración de la pulsión rítmica. A ello contribuyen la sonoplastia y los procedimientos de montaje, con cortes e intromisiones súbitas de elementos inesperados. El desenlace del acto en la discoteca Nueva Jerusalén ilustra esa dinámica. El Juicio Final Con la atención capturada por el ritmo frenético del show, tardamos en percibir, en un lado de la pasarela, la figura atontada de Juan, que tiene la mirada entorpecida por acción del crack. Asistimos a todo igual que él, con la misma pasividad bovina, y somos como él sorprendidos por la entrada abrupta del Ángel Poderoso y sus perros, en un clima de violento ataque policial, amenazando a los personajes que ahora yacen desnudos, con las manos en la nuca sobre la pasarela. De ahí en adelante somos trasladados a un espacio de pesadilla que inevitablemente nos remite a los sótanos de la dictadura militar en los peores años de la represión. Casi en total oscuridad, atormentados por una sonoplastia que mezcla voces y gritos con estampidas de armas de fuego, somos introducidos en un largo pasillo y dispuestos contra las paredes, hombro con hombro, formando una especie de “corredor polaco”. Más que ver, presentimos los cuerpos desnudos que pasan cargados por los ángeles-policías. Nos estremecemos con el ruido de puertas de acero que se cierran con estruendos, sin que situemos la fuente de los impactos. Como en la Historia, somos testigos, protegidos por la penumbra, asustados pero seguros, del martirio de los que son arbitrariamente sometidos a la más abominable violencia. Aquí el espacio de cárcel empieza a ganar pleno significado. Éste es el lugar que la sociedad escogió para el confinamiento de aquellos que representan el desvío de la norma, los transgresores, las anomalías sociales. Es el lugar de la exclusión, la caverna profunda que no se comunica con el exterior y que niega al exterior la visión de los rechazados. Es el lugar del castigo, de la pérdida de libertad, de la sumisión humillante, del poder de la fuerza sobre la voluntad. Pasamos a percibir mejor la concreción material de las paredes húmedas, el olor a pólvora que contamina levemente el aire, la topografía laberíntica de escaleras y pasillos que desembocan en el imponente y tenebroso espacio del último acto. Estamos ahora en un patio interno de gran altura, cercado por dos pisos de celdas, las de la segunda planta alineadas junto a un pasillo colgante. En uno de los extremos, una puerta de hierro gigantesca; en el otro, una escalera también de hierro, uniendo las dos plantas. Aquí transcurrirá el Juicio Final. Uno a uno, sacados de sus celdas, desfilan ante el juez los protagonistas de la libertina Nueva Jerusalén. Por un breve instante, único en el espectáculo, somos incitados a participar. Para el juicio de la “Talidomida” de Brasil, se reparten algunos huevos para que los espectadores, siguiendo el ejemplo del Juez, los tiren al personaje que, destrozada y cayéndose, aún balbucea la Constitución Brasileña. A cada reo le toca una sentencia y éstas son ejecutadas enseguida, sin contemplaciones. La Novia tiene el fin de las vírgenes mártires: la hoguera que la redime y la eleva a los Cielos. Babilonia, delirante bajo el efecto de la cocaína, sujeta por una camisa de fuerza, es humillada por el Juez, que orina sobre ella, y termina estrangulada por la Bestia. Ésta casi logra seducir al Juez, pero acaba siendo torturada, castrada y quemada en la cruz por los Ángeles. Después de una disputa en la cual se desafían mutuamente con citas bíblicas, el Ángel Poderoso huye y el Juez se ahorca, convencido de que no hay salvación.

El epílogo restaura la armonía. Juan, por fin liberado de su obsesión, redimido, pierde el miedo, y, después de compartir un cigarrillo con el Señor Muerto, sentados ambos displicentemente en el suelo del patio, se deshace de sus pertenencias, abre la pesada puerta de hierro y sale. Lo seguimos una última vez; finalmente estamos todos libres. Salimos aliviados, pero aun así, llevamos en la memoria una carga de impresiones, sentimientos, percepciones, entendimientos, todo en ebullición, bajo shock, ansiando estar un momento a solas. Para reflexionar. O simplemente respirar. Si lo que a continuación se instala en nuestro espíritu es un sentimiento de indignación o de regocijo –sea referido al espectáculo o a la realidad que éste evoca-, no importa en este momento. Que cada uno escoja y construya su entendimiento. Lo que tal vez sea más interesante resaltar es que, para algunos de nosotros, este espectáculo, como los anteriores de la compañía, nos insta a pensar acerca del “lugar del Teatro”, su inserción en la topografía –real y simbólica- de la ciudad, y acerca del lugar que “nosotros” ocupamos en él. Es inevitable no leer en el mandamiento del capítulo 1, párrafo 11 del Apocalipsis, un símbolo que, metafóricamente, define el papel del artista y constituye, al mismo tiempo, una declaración de fe en el poder del arte. Al final, por la mágica metamorfosis operada por este espectáculo, dejamos de ser testigos para convertirnos en profetas. Como Juan. Los portadores de la revelación. En este lugar que es el lugar de la revelación, el Teatro. Que puede ser terrible y cruel, como quería Artaud. Como este Apocalipsis.

(Traducción del portugués original: Carolina Martínez)