Cesc Gelabert puede ser considerado como el iniciador de la danza contemporánea en España. Intérprete exquisito, su trayectoria como coreógrafo estuvo marcada por la ausencia de una tradición española y sus colaboraciones con artistas como Carles Santos, Frederic Amat y Lydia Azzopardi.

Después de estudiar arquitectura, Cesc Gelabert se inició en la danza con la Anna Maleras. Anna Maleras (Barcelona, 1940) había emprendido su labor pedagógica en Barcelona a los 17 años. Diez años después, en 1967, había creado el Estudi de Dansa Anna Maleras, del que surgiría el Grup Estudi Anna Maleras (1972-1989). «En el inicio del curso 68-69 -recuerda Maleras-, estaba en la secretaria de mi escuela de danza cuando apareció un chico muy joven que se escapaba de los esquemas tradicionales. Llevaba unos pantalones de pana que le venían cortos, unas alpargatas de payés, unos tirantes anchos y una bola de pelo rizado negro. Tenia la estética que andaba buscando y le pregunté si quería bailar jazz. ¿Qué es esto de danza jazz? Me dijo. Le respondí que entrara en clase y lo sabría. Poco después no paraba de moverse y de levantarse de la silla, siguiendo el ritmo, hasta que se puso tras los otros. Desde entonces no se ha separado de la danza.»

Tras su aprendizaje con Maleras, Gelabert marchó a Nueva York. Su primera pieza, Acció-0: la mente y el cuerpo, fue creada en colaboración con el pintor Frederic Amat (Barcelona, 1952) y el músico Lewin Richter. En el título cabría hallar resonancias a uno de los emblemas de la danza postmoderna, el Trio A: la mente es un músculo (1966) de Yvone Rainer, aunque su justificación se encuentra en el interés de Gelabert por el tratamiento de las sensaciones y las emociones con la distancia de un analista (o de un arquitecto): el equilibrio entre expresión (pasión, movimiento) y construcción (lenguaje, arquitectura) se mantendría en toda la trayectoria creativa del coreógrafo catalán.

Acció 1: la vida y la muerte (1976) fue la segunda colaboración Gelabert-Amat. En este caso, la componente plástica se acentuó, hasta el punto de que algún crítico describió la pieza como una «corporeización de los cuadros de Amat»: los bailarines, envueltos en una crisálida, tenían fijados sus extremidades a largas cañas que los convertían en superficies planas y les obligaban a «inventar su movimiento».

Entre 1978 y 1980, Gelabert residió en Nueva York, donde trabajó sobre todo en el Cunningham Studio. Allí se encontró con Carles Santos, con quien fundó en 1980 la compañía Cesc Gelabert and Dancers, y con quien creó su siguiente pieza. Acció 2: primavera, verano, otoño, invierno surgió del encuentro, una colaboración que se prolongaría tras el regreso de ambos a Barcelona en Concert per a piano, dansa y veu (Sitges, 1982), Bujaraloz (1982), Pasodoble (1983) o Desfigurat (1985). Para entonces, Gelabert ya se había unido a Lydia Azzopardi, una bailarina de sólida formación que aportó al coreógrafo autodidacta la disciplina que le había faltado en España y con la que acabaría formando compañía en 1986.

Concierto per a piano, dansa y veu (1982) significó la continuación de las tentativas de unión entre sonido y movimiento iniciadas en Nueva York en la estela de la danza postmoderna y el arte de acción. Con Bujaraloz (1982), Gelabert comenzó a definir su lenguaje propio: una coreografía sobria, construida a base de rotaciones y movimientos sencillos, paralelos a los sonidos producidos en solitario por el piano de Santos. Y para Pasodoble (1983), un solo en que se anunciaban algunos de los elementos que años más tarde habrían de reaparecer en Belmonte (1989), Gelabert compuso una partitura visual y coreográfica basada en las ambigüedades, los contrastes y las transformaciones. Vestido con una malla negra y una especie de tutú, ambos de encaje, Gelabert se presentaba en escena como la simbiosis de la bailarina clásica y el torero. El acento femenino de la falda contrastaba con el gesto masculino del rostro en tanto los movimientos propios de la una y el otro se distribuían sucesivamente en distintas partes del cuerpo (brazos, piernas, pelvis), provocando tensiones y extrañas combinaciones, que en algún momento llegaban incluso a lo esperpéntico. En la segunda parte, Gelabert invadía la zona de escena hasta entonces no utilizada, cubierta por una larga alfombra de cartulina roja, para realizar un atípico paseíllo a base de pasos alternos en punta y en planta. A continuación recogía la alfombra de cartulina, la arrugaba, se dejaba caer sobre ella e iniciaba un forcejeo, tras el cual la cartulina se había convertido en un enorme capote para la bailarina-torero, un capote que al mismo tiempo cumplía la función de toro, con el que Gelabert componía diversas figuras y que hacía volar en escena con la intención de dominar una materia inerte insospechadamente viva. La escena adquiría tintes grotescos cuando Gelabert recorría la escena con el capote, ya destrozado, en alto. La descomposición del capote-toro coincidía con una animalización de la bailarina / torero, que acababa con los restos de la cartulina en la boca, agitándola, desgarrándola, fragmentándola en multitud de trozos que iban cayendo desperdigados sobre el escenario.

Gelabert confesó que el proyecto de Belmonte databa de las mismas fechas en que había presentado Pasodoble. En cierto modo, el espectáculo era una expansión del solo, una expansión en todos los sentidos, porque Carles Santos dirigía en el foso una banda de música, Lydia Azzopardi intervenía, junto a otros cuatro bailarines, en la coreografía, y Frederic Amat diseñaba nuevamente el vestuario y la escenografía.

Gelabert continuaría la propuesta de Belmonte en espectáculos posteriores, como El jardiner (1993), una obra en colaboración con Fréderic Amat y Carlos Miranda, que exploraba el mundo pictórico de Miró y se resolvía en una «ceremonia mágica de resonancias medievales». Pero la componente analítica y reflexiva presente desde el primer momento en el trabajo su trabajo le llevaría también y sobre todo a un desarrollo de la idea del movimiento como escritura. «El cuerpo –sugiere Johannes Odenthal- escribe un texto y el bailarín usa un lenguaje cuyo vocabulario son los miembros del cuerpo, su gramática es la relación con el espacio y su ritmo constituye el desarrollo del movimiento. Este texto se mantiene a distancia del bailarín. El bailarín escribe el texto a través de su interpretación. Esta idea de coreografía se entiende también como ruptura con un discurso contemporáneo, en el que el bailarín anhela una autenticidad, o sea que se expresa a sí mismo.» (Odenthal, 1996) De este modo Cesc Gelabert se distanciaría de la tradición de la danza como arte autónomo inaugurada por Duncan y continuada por Wim Vandekeybus o Mark Tomkins, y se aproximaría más a la tradición francesa representada por Dominique Bagouet, pero también al trabajo de Gerhard Bohner.

Un momento clave en ese proceso sería el homenaje a Nijinsky, Vaslav (1989), en que el coreógrafo catalán se confrontaba cuerpo a cuerpo con las posturas del mítico bailarín ruso. Su búsqueda se prolongó en un solo del año siguiente, Joachim Lehman (1990), en que los movimientos caligráficos de los brazos parecían retar el movimiento a veces punteado, a veces fluido de las piernas, y era como si los distintas partes del cuerpo de Gelabert jugaran por el dominio del movimiento, como el torero frente al toro o el auriga con sus caballos. Sólo que ya no había individuo contra animal o animales, sino que era el cuerpo en su pluralidad quien jugaba, forcejeaba consigo mismo. Vestido con una casaca dieciochesca, Gelabert interpretaba una coreografía de brazos, que, partiendo de la inmovilidad, desafiaban con su acción caligráfica al resto del cuerpo, obligando a las piernas a seguirles para compensar aquel movimiento autónomo. Las manos se arqueaban, como en un intento de modular el espacio. Y al tiempo que los movimientos se aceleraban y ampliaban, provocando el vuelo de la casaca, la intervención de las piernas se hacía cada vez más urgente. De vez en cuando, las manos volvían a la posición neutra y quedaban fijadas con energía, juntas, a la altura de la pelvis, hasta alcanzar una pose social dieciochesca. Ya sin casaca, el movimiento se hacía más punteado, los pies asumía la dirección tanto como las manos; comenzaba entonces lo que parecía un desafío de unas extremidades a otras, dando lugar a caídas constantes, dado el empeño de las piernas por realizar los mismos desplazamientos volanderos que los brazos, que dibujaban en el espacio arcos en intersección constante.

En Augenlied (1993), en cambio, manos, brazos, cabeza y piernas escribían en el aire dirigidos desde un punto aparentemente exterior al cuerpo: era como si una cuerda invisible enlazara los extremos y articulaciones de su cuerpo y las hiciera moverse al unísono en función de la posición de ese cuerpo imaginario que Gelabert controlaba mediante una visión interna. A veces el movimiento se aceleraba, sin justificación en la música, y Gelabert describía signos rápidos y amplios jugando con distintas posiciones que iban desde la verticalidad o incluso el salto hasta el suelo. De repente, detención, momento reflexivo, quietud, algo que lo llevaba hacia otro punto de la escena, que recorría caminando lentamente, como si el punto del movimiento hubiera salido de su cuerpo y estuviera ahora en el aire. Retrocedía, como si lo hubiera hallado. Su movimiento se hacía entonces mecánico, como el de un autómata, incluidos los labios y los ojos. Hasta perder por completo la movilidad. Su danza había sido resultado de una visión corporal, una mirada corporal que no coincidía con la de la vista, sino con la de una percepción diversa situada en la totalidad del cuerpo.