Buenos Aires, diciembre de 1999: en la desvencijada sala de gimnasia de un Centro Cultural de Buenos Aires se representa la segunda de las dos funciones de «Museo Gaucho», una obra de teatro de Beatriz Catani. Los personajes son esperpentos, se trata de una trinidad familiar que puede interpretarse como símbolo de la malhadada constelación social argentina. El padre es una especie de general destartalado del siglo XIX, ampuloso y vacuo supermacho, que destila versos patrióticos leídos en voz alta. Está permanentemente cargado de libros. Dueño, patrón de estancia, rémora de aquella clase dirigente que fundó el Estado Nación, y fue obsoleta y parasitaria desde el origen. Lo que alguna vez se llamó la oligarquía vacuna argentina. A un costado, sentado sobre tablones, el público percibe a una india encadenada a algo que podría ser el portón de un gallinero. Está embarazada, permanentemente preñada del vociferante varón militar. Ella, imagen viva de la madre doliente, violada desde el comienzo de su estirpe, profiere durante toda la obra una especia de lamento indescifrable. Es la voz de la entraña de la tierra, siempre a punto de parir bastardos, como la pampa basurera y obscena que le dio el origen. De esos padres nació el gaucho, un bastardo analfabeto que extiende sus connotaciones hacia el presente, transformado en un lumpen marginal que tiene las características del descastado urbano contemporáneo: hincha de fútbol, homeless, esclavo de la biopolítica, esa suerte de harapiento militante de la calle usado por el poder de turno para romper vidrieras, comprar votos o iniciar la violencia de una manifestación para que la policía se dé el lujo de reprimir.

Buenos Aires, junio de 2003, la socióloga María Pía López opina en una mesa redonda acerca de un tema candente puesto en debate público, «El arte y la crisis»:

Estamos ante una modificación de los criterios de juicio culturales, que no se origina dentro del campo cultural, sino en su vínculo con el contexto político. Por otro lado, una fuerza proviene del interior del campo cultural: la posible adaptación -oportunista, se podría enfatizar- a aquello que hace de la Argentinauna marca visible a nivel mundial. No «Maradona» como hace años, sino «cacerolas». No «primer mundo y arte sofisticado» sino «pobres y realismo».[1]1

Entre diciembre de 1999 y julio de 2003, la Argentina se convirtió en un formidable laboratorio en materia de creación de estrategias de supervivencia a partir de la conformación de nuevos lazos sociales. El movimiento fue espontáneo. Inicialmente marginal, no hubo en él más estrategias políticas que la de concentrarse a partir de reclamos concretos. Estos movimientos negaron cualquier forma de representación política que estuviera dentro del marco del sistema. Buscaron su legitimidad no dentro de las estructuras, sino en esa zona descarnada definida por la acción concreta, que se va articulando por leyes propias ante cada situación concreta. Así nacieron los movimientos de piqueteros, las fábricas recuperadas por sus trabajadores en autogestión (hoy son más de 180 en todo el país), los caceroleros que salían a la calle a vociferar su descontento, ahorristas activos traicionados por sus bancos, en fin, una infinita gama de acciones de protesta que tenían un lema en común: que se vayan todos. Esa frase resumía el hartazgo generalizado: basta de políticos.

El argentino suele desconfiar del Estado y esa desconfianza viene de lejos. Pero esta forma de protesta, articulada a través de diferentes células que se entrelazan a la manera de un vasto rizoma social, se originó cuando el país en su conjunto comenzó a sentir en carne propia cuáles habían sido los resultados de la aplicación de las medidas dictadas por el consenso de Washington y llevadas a cabo por una clase política dedicada a enriquecerse a sí misma mediante el consecuente vaciamiento de las arcas del estado. Al cabo de los años 90, la Argentina se había convertido en la cristalización de la pérdida: más de la mitad de la población había caído por debajo de los niveles de pobreza mientras que, desde el gobierno, políticos mediáticos se transformaban en parte del elenco estable de la farándula local. El nuevo milenio despuntó para los argentinos a la luz de la crisis económica más importante de toda su historia. En diez años el país había sido objeto de ese saqueo que significó la privatización de más del 80% de su espacio público, la destrucción de su red ferroviaria, la enajenación de sus ondas radioeléctricas, el petróleo, el sistema de radares, los medios de comunicación, el subsuelo con todos sus hidrocarburos, toda la industria minera, gran parte de sus costas y el 60% de sus tierras patagónicas.

¿Cómo se manifestó el despojo en la cultura? Fue diferente ya se tratara de teatro, literatura, cine o artes plásticas. Más que reflejar la hecatombe, el teatro y el cine se adaptaron a ella. No intentaron hablar del colapso, sino que aprendieron a articularse desde él. No sólo el producto, sino su maquinaria creativa fue su más contundente metáfora. Una nueva generación de artistas dio sus primeros pasos durante aquellos años. Respondió no con un arte expresamente político, sino de manera política en sentido lato: adecuó los modos de producción a la escasez, se armó en células de autogestión, redujo la escena al mínimo y se dio un lujo sólo pensable en países de altísima subvención: desinteresarse por el éxito entendido como respuesta numérica. Negándose a la espectacularización del arte, en el momento en el que las candilejas mediáticas sólo iluminaban a políticos e inversionistas, esos artistas hicieron caso omiso del espectáculo adoptando una conducta opuesta al circo de la opulencia político-publicitaria. Constituyeron un fenomenal entramado de células de resistencia estética y política, que no accedió a la visibilidad sino a partir del colapso del 19 y 20 de diciembre del 2001, precisamente cuando salían a la luz los nuevos movimientos sociales de piqueteros, caceroleros, ahorristas, etc.

Eso pasó con el cine, el teatro y tal vez la lírica. En esos rubros artísticos hubo una respuesta inmediata, un reacomodamiento de las formas de expresión articulados en consonancia con la historia que se escribía durante aquellos años de plomo. Sin embargo, esa respuesta no tuvo lugar en las artes plásticas. Recién cuando la Bienalde Venecia de este año invitó al Grupo de Arte Callejero (un grupo de acción que jamás había pisado un museo o una galería) se instaló entre los plásticos la actual discusión acerca de las dimensiones de un nuevo arte político. La invitación fue un verdadero detonante, como si la escena despertara súbitamente de un letargo. Durante años, las artes plásticas se habían mantenido al margen de la crisis, indiferente a las corrientes estéticas que se habían generado a partir del las Documentas X y XI. Detenidas en un universalismo entendido como hegemónico, no había abandonado una posición de supuesta independencia que aún hoy se justifica a través de la defensa encarnizada de «la autonomía del arte»[2]. No es materia de estas notas analizar críticamente la postura de los artistas plásticos, sino responder a una pregunta importante a la hora de vincular el arte con la política sin que se ponga en juego su autonomía. ¿Cuál es el motivo de esta dificultad para asumir o representar contenidos políticos precisamente en un género artístico cuya tradición ostenta nombres como Berni o «Tucumán Arde»?

Esta dificultad no es un fenómeno endémico argentino. Los recelos respecto de las curadurías, los criterios de valoración más bien voluntaristas, el fárrago de tendencias diferentes y, sobre todo, ese espíritu restaurador que se huele cada vez que despunta el ocaso de un modelo económico, revelan que en todas partes hay un elemento central que está en crisis: la representación artística. En la Argentina esta crisis va de la mano con el descrédito esencial ante la representación política. La conjunción de ambos planos (el político y el estético) no es azaroso. Ambos están unidos por un denominador común del que abrevaron tanto uno como otro: la dinámica de los medios de comunicación. Tanto la política como el arte fueron demasiado lejos en sus estrategias de captación del número (de público, de votantes, de audiencias).

¿Cómo se puede competir con la imagen mediática fuera de los medios? Serge Daney en un artículo memorable reproducido por el gran libro de la Documenta X vislumbró el comienzo de la crisis de la representación comentando azorado la calidad estética y manipuladora del fotógrafo de Benetton.[3] Allí se preguntaba cuál sería la diferencia entre el creador y el creativo (publicitario). Es decir, se preguntaba por la diferencia entre el arte y el mercado. La diferencia, contestaba Daney, radica en un determinado posicionamiento respecto de la verdad. Al creador le importa la verdad, el creativo la ficcionaliza poniéndola al servicio del producto.

Más allá del socialismo y luego de los estragos del capitalismo mundial integrado, el arte podrá volver a manejar categorías políticas sin caer en el panfleto cuando abandone la postura conciliadora que le ha impuesto el mercado, cuando haga caso omiso del consenso impuesto por los medios y la política.

Notas

  • [1] La aportación fue reproducido en la Revista Funámbulos (Buenos Aires),  19 (mayo – agosto 2003).
  • [2] Para tener un ejemplo de los reiterados debates públicos acerca de la definición de un nuevo arte político, véase Arte light y arte Rosa Luxemburgo MALBA, 6 de mayo de 2003.
  • [3] Serge Daney, «Bébé cherche eau du bain II», Libération, 30.09.1991.