Algunas bases y objetivos del arte activista
El aumento y la intensificación de las conflictividades asociadas a las grandes reordenaciones urbanas han traído pareja, en las últimas décadas, la creciente expansión desde el campo artístico de un género de creación para el que la calle y la plaza aparecen no sólo como eventuales escenarios para la especulación con las formas –a la manera del arte público o las llamadas «artes de la calle»–, sino como ámbitos de interpelación directa a dinámicas socioeconómicas que son ya de orden global, aunque encuentran en las ciudades y en torno a temáticas espaciales concretas su eje central. Se trata de un nuevo tipo de arte político a cargo no solo de artistas, sino también de comunicadores, publicistas, diseñadores, arquitectos…, con expresiones muy diversas que, de manera imprecisa y con límites y contenidos discutibles, han sido agrupadas bajo el epígrafe general de arte activista o artivismo. Sus obras de denuncia comparten la vehemencia y la intencionalidad del antiguo arte de agitación y propaganda, pero no se conforman, como el agitprop, con ser meras transmisoras de consignas de partido o instrumentos a disposición de la pedagogía popular de proyectos revolucionarios, sino que combinan un lenguaje artístico novedoso con una propuesta política transformadora de la realidad.
Las producciones artísticas de esta nueva índole se postulan como fórmulas de arte público o contextual en la medida que se despliegan en la calle y la plaza para advertir y hacer advertir en ellas unas cualidades potenciales para cobijar todo tipo de roturas y grietas, signos de la vulnerabilidad de un sistema sociopolítico que refutan y desacatan. La preocupación central de estas corrientes parece ser, en efecto, la de exaltar los valores de los espacios urbanos de libre concurrencia, cuestionando la voluntad patente de los poderes en orden a exorcizar la amenaza que para su hegemonía supone la acción colectiva en ellos, acelerando al máximo las virtualidades subversivas latentes en la interacción humana ordinaria que se desarrolla en su seno. Los mensajes formales y visuales del actual arte militante aspiran a que se reconozcan en su ejecución los diferenciales que les distinguen tanto del arte público en general como de la agitación artística convencional, especialmente por lo que hace a una vocación mucho mayor de interacción con los marcos en que se despliegan y en el propósito de que los estímulos sensitivos, emocionales o ideológicos procurados por el acto artístico sean, en un sentido literal, desencadenantes, es decir propicien un despertar no sólo de la consciencia, sino también de los cuerpos a la acción política.
El arte activista contempla parámetros como el posicionamiento crítico, la voluntad de interacción con el ámbito social, la vinculación con la especificidad del lugar y el compromiso con la realidad [promoviendo] actividades prácticas que dotarán de un punto de vista alternativo a los sistemas productivos y vehiculadores existentes (Parramón 2002: 70).
Aglutina a
artistas, colectivos, obras, proyectos y corrientes de pensamiento que tratan de interpretar las prácticas artísticas y la producción de conocimiento en el marco de una relación social y política con los contextos en que se desarrollan [con el fin de] convertirse en la plataforma de una práctica cultural que devuelva a la estética su capacidad política y pueda convertir las prácticas artísticas en instrumentos de transformación social (García Andújar 2009: 101).
En la práctica, estas premisas programáticas se traducen en una tendencia a la hibridación y la interdisciplinariedad; el papel nodal concedido a las llamadas nuevas tecnologías de la comunicación; la relativa renuncia a los determinantes de la autoría: la naturaleza con frecuencia cooperativa y autogestionada de sus producciones, muchas veces empleando nombres colectivos; el énfasis en las puestas en escena en pos de unos máximos niveles de visibilización; la aplicación de criterios de participación e involucramiento que desmientan la distancia entre creador y creación, o entre público y acción; empleo de estrategias de guerrilla simbólica; el papel asignado al humor, al absurdo y a la ironía; la renuncia a toda centralidad, a las definiciones y a los encapsulamientos; la concepción del artista como activista, es decir como generador de acontecimientos…
El activismo artístico tiene antecedentes formales y teóricos que es posible rastrear y que hacen de él la última etapa hasta ahora de una larga tradición de vanguardias artísticas de crítica radical de la realidad –de dadá a los situacionistas o el action art– y que se pertrechan de razones doctrinales tomadas del pensamiento postestructuralista y posmoderno en general y sus precursores.1 Con expresiones iniciales que vemos prodigarse en las últimas décadas del siglo pasado,2 se generaliza conformando lo que podría ser el frente más creativo del movimiento antiglobalizador a finales de los 90, acompañando y en buena medida aportando un cierto color especial a las grandes convocatorias transnacionales de movilización o las actuaciones locales ligadas a movimientos sociales de nuevo cuño: feministas, contra la especulación inmobiliaria, de derechos civiles de minorías étnicas o sexuales, de trabajadores precarios o desempleados, ecologistas, ciberespaciales. Los nuevos formatos y discursos de disidencia basados en el arte tendrían su núcleo de irradiación inicial en Estados Unidos y ya contarían a estas alturas con un cierto número de cánones provistos por artistas individuales o colectivos tales como Wochenklausur, Suzanne Lacy, Reclaim the Streets, ACT UP, Guerrilla Girls, WAC, Santiago Sierra…, de igual manera que también sería fácil descubrir sus principales fuentes de inspiración doctrinal directa en críticos de la cultura como la propia Suzanne Lacy, Nina Felshin, Nicolas Bourriaud, Hal Foster, Martha Rosler, Rosalind Deustche, Rosalind Kraus, entre otros.
Lo que hace el artivismo es, al fin y al cabo, llevar a las últimas consecuencias la lógica de la performance artística, a la que se atribuye la capacidad de producir «desterritorialización, dislocamiento, descentralizaciones, intensidades, intersubjetividades. La performance coloca el cuerpo y los signos en un estado nómada, transitorio, en el que las experiencias son transformadas. Asocia el artista con un público que debe compartir la intensidad de la experiencia propuesta […]. Como poéticas de la acción, las performances persiguen una radicalización de las emociones en una especie de ritual (Barbosa de Oliveira 2007: 106). Este tipo de descripción de la performance como herramienta formal predilecta para el artivismo la convierte en heredera de lo que Ronald Barthes señalaba en su elogio del teatro de Bertolt Brecht que debía ser una sismología o producción de sacudidas, extrañamientos súbitos ante la aparentemente anodina cotidianeidad, que se abriría de pronto en canal para mostrarse como ámbito aleatorio predispuesto para cualquier cosa, incluyendo los prodigios y las catástrofes. De ahí la génesis de la performance en el concepto mismo de happening, es decir “acontecimiento”. John Cage hablaba de las performances como un “suceder instruyendo”, de igual modo que George Brecht designaba sus propios montajes o los de Fluxus como eventos, todo lo cual remite a la acción artística como puro acaecer, situación imprevista o sobresalto. El artivismo reclama y actualiza esa herencia y la traslada al centro de la acción política, generando formas poéticas y al tiempo literales modalidades de alteración del orden público.
Todo ello enlaza con una exaltación del espacio urbano como marco viviente de y para la creación artística, saturado de puntos de focalización efímera, las «iluminaciones» a las que se habían referido Baudelaire y Benjamin, que fascinaran a las vanguardias del siglo XX y que darían pie a una larga tradición de producciones literarias, poéticas, cinematográficas… Es de esa matriz que surgen en los años 50 y 60 los letristas, el movimiento Cobra y, finalmente, los situacionistas, corrientes que coincidieron en entender que el callejeo urbano debía ser al tiempo receptáculo y motor de la creatividad humana, una vivencia plástica en la que la paradoja, el sueño, el deseo, el humor, el juego y la poesía se enfrentaban, a través de todo tipo de procesos azarosos y aleatorios, a la burocratización de la ciudad. Se trataba de que el espacio social lo fuera de veras, que se convirtiera ciertamente en la espacialidad de lo social, el escenario de los encuentros –y los encontronazos– sociales.
Pero un escenario también vacío, única posibilidad de llenarlo de cualquier cosa, en cualquier momento, o al menos para dejar que de él brotaran todo tipo de corrientes que sortearan, atravesaran o se estrellaran contra los accidentes del terreno: acudidas, estupefacciones, atracciones ineluctables, remolinos en forma de espantos, revelaciones, fulgores, posesiones, etc., lo que uno de los teóricos situacionistas llamaba “redes no materializadas (relaciones directas, episódicas, contactos no opresivos, de vagas relaciones de simpatía y comprensión)” (Vaneigen 1970: 70-1). Parentesco claro, a su vez, con otra noción clave: la de situación, “creación de un microambiente transitorio y de un juego de acontecimientos para un momento único de la vida de algunas personas” (Declaración de Ámsterdam 1958, cit. por Costa y Andreotti 1996: 80). La idea de situación está emparentada a su vez con la de Henri Lefebvre de momento, instante único, pasajero, irrepetible, fugitivo, azaroso, sometido a constantes metamorfosis, intensificación vital de los circuitos de comunicación e información de que está hecha la vida cotidiana, ruptura de lo ordinario, al mismo tiempo proclamación de lo absoluto y toma de consciencia de lo efímero.
Por otro lado, no puede olvidarse que el arte activista actual aparece en el marco de una reconsideración generalizada a propósito de la relación entre arte y ciudad y, más en concreto, sobre la urgencia de que la creación artística escape de los muros de unas instituciones museísticas que en una última etapa han asumido de manera casi explícita su papel de auténticas instituciones totales, en las que la creatividad humana vive preservada de un exterior concebido como extraño o contaminante respecto de la supuesta pureza de la obra de arte. El artivismo, en efecto, no puede desligarse de la problemática más amplia que enfrentan el arte público y las artes de calle, en el sentido de lograr la reconciliación entre objeto artístico y vida pública. La cuestión del arte ocupando lugares en que transcurre la vida colectiva se plantea en paralelo al papel de los centros de arte y cultura como puntos fuertes en los paisajes urbanos, con frecuencia con la tarea de completar y legitimar grandes operaciones de transformación urbana y la imposición de morfologías y diseños homogeneizadores.
Esas nuevas centralidades urbanas se plantean en términos muy distintos a la grandilocuencia de los museos clásicos, que se plegaban al modelo que les prestaban el palacio o la catedral. Su estilo ya no es el de la altisonancia heredada del poder eclesial o del exhibicionismo de la antigua nobleza; ahora el modelo era el white cube del MoMa, el volumen de líneas claras e interiores fríos que no disimulaba su deuda formal con la asepsia de los hospitales. Lo que no en vano se cataloga como contenedores culturales –con frecuencia formando clústeres o concentraciones plurifuncionales– han sido en esencia reconversiones de lo que fueron un día conventos, fábricas, cuarteles, sanatorios, cementerios, prisiones…, es decir espacios de confinamiento. Es como reacción ante ese enclaustramiento de la obra de arte que aparecen movimientos como el site-specific o el commnutiy-based art, así como las nuevas interpretaciones sobre la forma y la función del monumento que hacen su aparición sobre todo en Estados Unidos en la década de los 70 y 80, tendencias de las que el artivismo en buena medida depende y deriva y que implican nuevas propuestas de mutua interpelación entre la calle y el arte. Este nuevo paradigma del arte público hace su aparición asumiendo como uno de sus temas centrales problemas sociales directamente asociados a la vida en las ciudades, sobre todo en el arranque de lo que serán prácticas neoliberales cada vez más agresivas, que conllevaban la deportación de las clases populares de lo que habían sido sus barrios, aumento de la miseria y la postración de amplios sectores de la población, conversión monotemática de antiguas zonas fabriles o portuarias, etc.
El arte de la protesta
Ahora bien, esa intervención con respecto a las nuevas y viejas problemáticas urbanas ha solido implicar varios efectos paradójicos. Por un lado, desembarco en barrios marginales o en conflicto de artistas o colectivos artísticos constituidos en su mayoría por gente de clase media «concernida», cargada de buenas intenciones y no exenta de paternalismo, que propiciaba espectáculos singulares que presumían al servicio del «empoderamiento» (?) de unos vecinos «beneficiarios» de la acción que, como mucho, merecían el papel de comparsas o figurantes y que probablemente contemplaban la irrupción de los creativos como ajena, cuando no como una especie de burla en que se parodiaban los problemas reales que padecían. Lo mismo por lo que hacía a “artistizar” las penurias de excluidos sociales, como inmigrantes clandestinos o personas sin techo.
Por otro lado, es difícil que esa revitalización protestataria del espacio urbano no pueda acabar actuando –lo quiera o no– como uno más de los ingredientes que hace de las «clases creativas» contribuyentes estratégicos a la hora de dinamizar ciudades y mejorar su ubicación en el mercado, generando nuevos sabores locales para los que el arte público –incluyendo su modo «radical»– vendría a ser «un medio artístico para la sobrevaloración de su identidad única e irrepetible» (Szmulewicz 2012: 39). Se trata de lo que se ha repetido a propósito del papel del arte y la cultura –Richard Florida ha puesto en circulación toda una teoría al respecto– en orden a alimentar unas determinadas marcas de ciudad, dotando centros urbanos o barrios codiciados por la especulación inmobiliaria de un aire bohemio, contracultural o incluso algo underground, que haga de ellos lugares atractivos para el consumo espacial de clases solventes.