A lo largo de sus casi veinte años de vida profesional como bailarín y coreógrafo,
Cesc Gelabert se ha ganado la confianza de los especialistas dentro y fuera del país, así
como un cierto reconocimiento institucional, que trascendió a la luz pública en 1983, con
el Premi Nacional de Dansa, otorgado por la Diputación de Barcelona y la Generalitat de
Catalunya. Cesc Gelabert, figura a la vez frágil y tenaz, mezcla dulce e implacable de
sentimientos y fe, esculpido como un sarmiento de viña, nudoso y volátil, aferrado al
frescor de la tierra y buscando el sol, es el producto de un largo y laborioso trabajo sobre
él mismo, de un trabajo solitario que privilegió durante muchos años el deseo legítimo de
encontrar su perfil de bailarín por encima del, no menos necesario, encuentro de sí mismo
como hombre.
Esta prioridad fue, quizá, la única opción que le permitió un país, en el cual, durante los cuarenta años de franquismo, la danza había perdido no sólo su tradición sino casi borrado toda su memoria; un país tan privado de escuelas, tan privado de verdadera formación y de espacios para la danza que sólo podía generar unos creadores marcados por un sentimiento de inferioridad y de marginación frente al resto del mundo, un sentimiento que, como es sabido, conduce hacia la inseguridad y el miedo y se transforma inconscientemente en culpa. Por esto, la propia realización del artista tenía que pasar primero por su aceptación o integración en el cuerpo social; era preciso, fuese como fuese, y mucho antes de intentar conseguir realmente «ser», demostrar que uno «era» a través de un tipo ya canonizado de arte que la sociedad conocía o reconocía como modelo. Del bailarín al hombre – «Quizá por el momento histórico que me ha tocado vivir -explica Cesc Gelabert para EL PUBLICO- tuve la necesidad antes que nada de informarme y de asumir las diversas técnicas que han revolucionado la danza en el siglo XX. En Cataluña el horizonte era limitado en la danza contemporánea y también en la danza clásica, no había ninguna pauta, ninguna fuente común a partir de la cual bailarines y coreógrafos pudieran nutrirse y desarrollarse, haciéndose adultos, tal como sucede en los Estados Unidos, por ejemplo, donde generaciones enteras comparten una tradición hasta llegar a crear nuevas corrientes.
En España, donde el ballet tiene muchos más años de vida que la danza contemporánea, el
tipo de bailarín clásico-autóctono está aún por definir. Me encontré así, y durante muchos
años, ante una diversidad sorprendente de escuelas y de estilos de bailarín, ante una selva
espléndida donde he tenido en primer lugar que orientarme solo y hacerme después mi
propio camino. Esto me ha exigido tiempo, mucho más tiempo del que necesita un
bailarín de un país europeo importante. Nuestra situación era, y lo es todavía, peculiar en
muchos aspectos, pero no tenemos que olvidar -si queremos hacer avanzar el arte de la
danza y enriquecer con ello la capacidad cultural del país- que la formación de un bailarín
no se hace en un día: es un proceso largo, muy largo, que requiere la responsabilidad de
todos nosotros y, por parte de las instituciones, unos planteamientos serios, con visión de
futuro, porque crear un bailarín reclama no sólo la presencia de una materia prima, sino
también la existencia secular de una escuela que la sepa trabajar bien».
Durante el verano de 1988, Cesc Gelabert publicó un artículo en el diario El País,
donde destacaba la necesidad y la urgencia de normalizar la enseñanza de la danza, de
consolidar algunas compañías, de crear teatros adecuados y una programación regular, así
como de concienciar los medios de comunicación para que dediquen más espacio a un
género que no ha conseguido aún una completa normalización. Es interesante constatar
cómo este bailarín, más bien tímido y secreto, ha manifestado de forma decidida una
voluntad de compromiso con su profesión, ejerciendo una mirada crítica que contempla
los distintos aspectos de su arte.
Sin duda, al estatuto de veterano de Cesc Gelabert, su experiencia, tanto como el
respeto que, con el tiempo, ha ido adquiriendo, le han dado el suficiente empuje para
afirmarse y expresarse ante la opinión pública, pero no podemos dejar de aludir a la
importancia que ha constituido en su personalidad el encuentro con Lydia Azzopardi,
alrededor de los años ochenta, después de su estancia en New York. Colaboradora fiel
desde entonces del bailarín y coreógrafo catalán, Lydia Azzopardi, que enriquece su
sensibilidad artística con la mezcla de culturas que convergen en sus orígenes griego,
italiano y armenio ortodoxo, se formó en Londres con el riguroso sistema B educativo
inglés y presume de un sólido bagaje clásico y contemporáneo. Abierta a las formas
dramáticas y estilos más diversos, participó en las experiencias del Théatre Panique de
Jérome Savary, colaboró un tiempo con Lindsay Kemp e hizo una incursión en la pedagogía de la Escuela Mudra, dirigida por Maurice Béjart, en Bruselas. En 1986 formó compañía con Cesc Gelabert en Barcelona. – «Lydia -dice Gelabert- ha tenido todo lo que a mí me ha faltado en lo que respecta a nuestro oficio; en este sentido su colaboración es fundamental y ha contribuido a desarrollar con coherencia nuestra compañía a pesar de las dificultades. Ella ha introducido un espíritu de trabajo y ha impuesto unas exigencias de profesionalidad imprescindibles. Sin embargo, para ella ha sido durísimo continuar hacia adelante en el contexto del país, porque Cataluña, en general, no la ha sabido entender. Hay países más oportunistas que aprovechan las cualidades forasteras; desgraciadamente, aquí, vivimos la típica reacción de las culturas pequeñas que necesitan defensarse, pero creo que llegará su momento y que se reconocerá su trabajo». Este intercambio cotidiano con Lydia Azzopardi, esta compenetración en las intenciones y en los objetivos de un arte difícil como la danza, han facilitado, sin duda, el trayecto en el cual tenían que encontrarse y unirse en Cesc Gelabert el hombre y el bailarín.
Ya evidenciamos estos cambios en nuestros comentarios del espectáculo Belmonte
(véase EL PUBLICO de diciembre de 1988), recalcando la impresión de felicidad y de
plenitud que destacaba de la interpretación de Cesc Gelabert en unos momentos de
libertad de ejecución coreográfica, unos momentos que revelan claramente un estado
creativo en proceso de maduración. Un coreógrafo en busca de su bailarín Más relajado y
reflexivo que en el pasado, Cesc Gelabert hace el balance de la que ha sido hasta ahora su
línea y apunta nuevas perspectivas estéticas: – «Para intentar encontrar un público y un
mercado en Cataluña como en el resto del estado o del extranjero, y también por mi
naturaleza y formación de arquitecto, empecé por crear obras que llamo «de tesis», obras
de las cuales ya tenía una idea global y una estructura precisa. Eran siempre sometidas a
contenidos porque cuando uno es joven la fuente de inspiración se impone implacablemente con todos los sueños que genera y que uno debe realizar». Así, Belmonte fue estructurado unos seis años antes de su estreno, el año 1988; pero a diferencia de Réquiem (estrenado en 1987) -en el cual las variaciones de códigos abundaban para aprovechar los bailarines de procedencia diversa que se tenía al alcance- en Belmonte ya se percibió un cambio que consistía en la selección de códigos conocidos, presentes en menor variedad porque Cesc Gelabert los había escogido en función de un material humano y de unas características estéticas más estrictas.
Es, pues, toda la evolución personal y artística del coreógrafo lo que el público empezó a apreciar en Belmonte, una evolución que reclama, ahora, un tipo concreto de bailarín. – «No haré más obras «de tesis» sino obras más posibles de realizar con los elementos que están a mi disposición. Sin embargo, no he encontrado aquí el tipo de bailarín que necesitan mis propuestas coreográficas, elaboradas a partir de un sincretismo de técnicas en el cual es fundamental la relación del estado interior con su materialización exterior expresada en el movimiento. Si bien soy consciente de haber inflingido en mucha gente de Cataluña y de haber sido de alguna manera un pionero en la danza contemporánea del país, no he podido crear, por falta de tiempo, una escuela: un tipo de bailarín determinado con unas características originales y que en estos momentos me hace falta».
Es evidente que todo lenguaje coreográfico, clásico o moderno necesita, para expresarse y evolucionar, el ejecutante formado durante años para este reto. De Nijinski a William Forsythe, la historia de la danza lo demuestra de forma bien patente. Cesc Gelabert, consciente de los medios de que dispone, lúcido ante la situación de su profesión en el país y en el contexto europeo en el cual se mueve, continúa, quizá más que nunca, el intento de dar coherencia y vida a sus necesidades de bailarín y de coreógrafo contando con la estrecha y fértil colaboración de Lydia Azzopardi.
Para la temporada 1990, y mientras se prepara para el verano de 1991 la nueva producción de envergadura, impregnada esta! vez del mundo específico de Lydia Azzopardi, podrá verse, entre largas y numerosas giras por Europa, un programa titulado Un mese alla ricerca d’una obra (Un mes a la búsqueda de una obra), que propone al público el seguimiento de la elaboración de una propuesta de trabajo: de las relaciones que se establecen entre el bailarín y el coreógrafo durante el proceso creativo, etcétera. También podremos ver Solos, un espectáculo que recoge obras del repertorio de la compañía -coreografiadas e interpretadas por Cesc Gelabert- además de algunas piezas nuevas como Vaslav (estrenada en Berlín el 24 de noviembre de 1989 en el Hebbel Theater), Novanta-nou cops (Noventa y nueve golpes), Pops amb potes de camell (pulpos con patas de camello) y Joachim Lehman. Todo un programa del que se desprende la voluntad de construir y una intensa necesidad de expresión.